Mientras preparaba materiales y ordenaba anotaciones ante el inminente inicio del curso académico, me he reencontrado con los textos que tengo escogidos para los alumnos acerca del papel de las emociones en la comprensión del mundo y los seres humanos, en la apreciación asimismo de la literatura. Y mientras los revisaba me ha dado por divagar acerca de mi propia historia como lector y mis reacciones sentimentales ante determinados libros. Sin saber muy bien por qué, tal vez por el lacerante modo en que me afectaron, me han venido a la mente, en primer lugar, tres libros que me hicieron llorar. Y no en grado de tentativa, sino de modo cierto e incontenible. Las lágrimas, en esos casos, no fueron un amago o una predicción, sino una salobre realidad. Supongo que otros libros habrán provocado antes un efecto similar, pero no los recuerdo con la nitidez de los tres que hoy rememoro.
Uno de ellos fue Señora de rojo sobre fondo gris, de Miguel Delibes. Levemente enmascarada con las vicisitudes de un pintor en crisis que se ve confrontado a la enfermedad y la muerte de su esposa, la historia cuenta en verdad la aflicción del autor ante la muerte de Ángeles, su propia esposa, a la que tributa con la escritura el mejor homenaje que un hombre abatido puede ofrecer a la mujer que ha compartido su vida: narrar sin pudores ni estridencias, pero con una intensidad descarnada, el inmenso amor que le profesaba. La literatura actuaba en ese caso como un exorcismo, como una liberación emocional de Miguel Delibes, pero para los lectores suponía un encuentro repentino con el puro dolor, con la descripción de un estado de ánimo que, transferido imaginativamente a la propia vida, resultaba abrumador y desconcertante. Llorar era tan inevitable como consolador.
Algo semejante me ocurrió con los relatos de Elie Wiesel La noche, el alba, el día. En esa ocasión el escenario era totalmente diferente, así como el modo de narrar. Cuando leí el libro de Wiesel ya estaba acostumbrado a los libros cuyo tema directo o indirecto era los campos de concentración nazis. Pero por alguna razón que no siempre es fácil de reconocer, ese libro, y sobre todo la primera de las historias, La noche, me conmovió de un modo imprevisto. No me atrevo a afirmar que la descripción que Wiesel hace de las vicisitudes de los judíos en los campos de exterminio sea más veraz o esté narrada de modo más patético que las de otros supervivientes, pero lo cierto es que cuando lo leí no pude evitar el llanto. La conmoción emocional no siempre depende del texto literario, sino del ánimo del propio lector. No cabe duda de que en aquellos días yo estaba predispuesto al estremecimiento. No sé qué ocurriría si lo releyera ahora.
Y más recientemente volvió a ocurrir con otro libro, bien distinto a los anteriores. Se trata de El libro triste, escrito por Michael Rosen e ilustrado por Quentin Blake. En este caso se trata de un álbum ilustrado, publicado por una editorial, Serres, dedicada a los libros infantiles y destinado, por lo tanto, a ser leído por niños y jóvenes. No son pocos los que, de conocerlo, evitarían entregárselo a sus hijos o a sus alumnos, pero de esos temores no es el momento de hablar. Lo que deseo manifestar es que la narración con la que el autor quiso dar cuenta de su profunda desolación por la muerte de su hijo, y las imágenes que con tanta delicadeza le agrega Blake, tienen pocas equivalencias en la literatura que suele denominarse de adultos. La minuciosidad con la que Rosen narra lo que estaba padeciendo y las estériles tentativas de consolarse me parecen inconmensurables. En esta ocasión, la proximidad de un drama similar, explican las lágrimas.
Me doy cuenta de que sobre los tres libros gravita la muerte. No recuerdo haber llorado con los dramas amorosos o los infortunios sociales de otros personajes de ficción. Es posible que, como lector, sea más vulnerable a las representaciones de la ausencia, del dolor por la pérdida de los seres amados.
27 de septiembre de 2008
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
7 comentarios:
Por que los buenos libros o lo que son obras maestros son todos dramas y muy triste y esta mal visto el humor entre los escritores de prestigio y entre la elite literaria.Una vez le oi decir a Luis Landero que solo se podia escribir de cosas tristes
No creo, María, que el humor esté mal considerado en la literatura y de hecho la novela moderna es hija del humor, es decir, hija del Quijote. Lo que no quiere decir que las novelas que se han escrito después posean todas un tono festivo. El humor, afortunadamente, no se agota en la comedia.
Sucede, sin embargo, que son las penalidades lo que los escritores necesitan contar y compartir con más urgencia. Es muy difícil, literariamente hablando, narrar la dicha. El resultado suele ser almibarado y artificioso. Como lectores no nos sentimos muy satisfechos. Al menos me ocurre a mí. Sólo algunos grandes poetas han sabido mostrar la alegría convincentemente. A este propósito, siempre viene bien recordar la primera frase de la novela 'Ana Karenina': "Todas las familias felices se parecen unas a otras, cada familia desdichada lo es a su manera". En efecto, conocer la singularidad del infortunio es una de las razones que nos mueven a leer.
En cualquier caso, María, mi intención era únicamente dar cuenta de una muy personal experiencia lectora. No descarto hablar en otra ocasión de los libros que me han hecho reír (pocos) o sonreír (muchos) o sentir felicidad (muchísimos).
Gracias, María, por tu comentario y disculpa la extensión del mío.
Con un libro me pasó algo similar. Hasta el punto que no pude acabar de leerlo. Se trata de "La lluvia amarilla" de Julio Llamazares. Y es que cuando te identificas o a aquello que te rodea y sabes que no hay solución posible más que el final... la tristeza se apodera de uno.
Àngels, al leer su referencia a la novela de Llamazares he recuperado la memoria de una emoción olvidada. Yo también me sentí apesadumbrado con el monólogo del último habitante de Ainielle. ¡Qué hermoso relato!
"Alguien encenderá una vela y alumbrará con ella las cuencas de mis ojos ya vacías. La dejarán en la mesita, al lado de la cama, y, luego, se irán todos dejándome aquí solo nuevamente".
Gracias por compartir su sentimiento.
Si, estoy de acuerdo, los escritores, y tb los artistas, -sean pintores, músicos, u otros- necesitan contar sus desdichas... Pero igual esas desdichas son lo que los lectores necesitan más leer... para aliviar las suyas propias, o para desdramatizar las que aun no les han pasado y les dan miedo...
Creo que me resulta más difícil llorar leyendo que mirando una pelí. Es contradictorio porque sería mucho más fácil llorar a solas leyendo, que con amigos viendo una pelí! Pero las imágenes tienen ese poder conmigo.
Sin embargo recuerdo haber llorado leyendo poesía... Creo que lo que más me emociona, en los versos de Neruda, de Borges, es la nostalgia, y quizás,la soledad... Tengo cómo vértigo hacia ella, una suerte de miedo-curiosidad-deseo...
Voy a buscar a ver si encuentro "El libro triste" por aquí. Abrazos desde el sur... del país vecino ;)
A mí, querida Peru, me ocurre lo contrario en cuanto a las emociones. Soy más pudoroso en público. Reconozco, sin embargo, que la sala oscura de un cine es el lugar perfecto para dar rienda suelta a las lágrimas. Con la risa, evidentemente, no hay ningún problema.
Y, en efecto, las desdichas ajenas, aunque sean ficticias, logran aliviar las propias. Es una necesidad biológica. No otra cosa es la catarsis.
Me hace feliz, Peru, que te asomes a esta ventana. Te deseo mucha suerte en tu nuevo trabajo.
Publicar un comentario