7 de septiembre de 2008

Lugares para leer IV

"Me pregunto si el lector podrá imaginarnos. Estamos sentadas alrededor de la mesa de hierro y cristal un nublado día de noviembre; las hojas amarillas y rojas que se reflejan en el espejo del comedor están envueltas en bruma. Yo y quizá dos más tenemos un ejemplar de Lolita en el regazo. Las demás tienen un pesado fajo de fotocopias. El acceso a estos libros no es fácil. , ya no se pueden comprar en las librerías. Además de los censores, que los prohibieron casi todos, el Gobierno ordenó que se retiraran del mercado: numerosas librerías extranjeras cerraron o sobrevivieron recurriendo a los fondos prerrevolucionarios. Muchos de aquellos libros se podían encontrar en librerías de lance y unos pocos en la Feria Internacional del Libro de Teherán, que se celebraba todos los años. Un libro como Lolita era difícil de encontrar, sobre todo la versión comentada que querían mis chicas. Fotocopiamos las trescientas páginas para las que no tenían ejemplares. Durante el descanso tomábamos té o café con pastas. No recuerdo a quién le tocaba llevar las pastas. Hacíamos turnos y cada semana se encargaba una."

Azar Nafisi, Leer "Lolita" en Teherán


Sí, podemos imaginarlas. O mejor aún: debemos imaginarlas.

La autora del relato es Azar Nafisi, profesora de literatura inglesa en la Universidad Allameh Tabatabai de Teherán en 1979, cuando se produce la revolución islámica encabezada por el imán Jomeini contra la tiranía del Sha Mohammad Reza Pahlevi. En sus inicios fue una revolución apoyada mayoritariamente, pues prometía la restitución de una democracia secuestrada durante décadas. Pero pronto se transformó en una nueva clase de tiranía. Las dementes doctrinas de los clérigos chiítas que la encabezaban impusieron progresivamente nuevas y estrictas normas morales, entre las que no faltaban, claro está, la prohibición de leer los libros que ellos consideraban peligrosos y corruptores (nada distinto a las obsesiones condenatorias de cualquier dictadura, ya se haga en nombre del pueblo, de una casta militar o de la religión). En el caso de Irán, la "revolución cultural" de los clérigos en el poder fue extremadamente restrictiva. Prohibieron a los jóvenes pasear de la mano o besarse en público, separaron a los niños y a las niñas en las escuelas pero también a los hombres y a las mujeres en los autobuses, amonestaban a quienes reían ostentosamente, castigaban a las chicas que usaban colorete en las mejillas, impedían escuchar música occidental... En adelante, las mujeres se vieron obligadas a llevar los reglamentarios pañuelos y mantos oscuros para salir a la calle. La obediencia, el recato, el silencio, la sumisión, la censura, la discriminación, el castigo... fueron desde entonces el proceder cotidiano (en ese sentido, puede ser muy provechoso, además de muy gozoso, leer las maravillosas historietas de la saga Persépolis, escritas y dibujadas por Marjane Satrapi).

Pero he aquí que no todo el mundo se conforma y, además de otros tipos de resistencias, van abriéndose espacios de rebeldía personal y clandestina. Es lo que hacen esas jóvenes estudiantes, alumnas de Azar Nafisi, que deciden reunirse una vez a la semana, los jueves por la mañana, para leer y comentar juntas obras de ficción, un ejercicio literario que consideran necesario para mantener viva su imaginación, para no sentirse humilladas. Y a eso dedican esas horas secretas: a conversar sobre las lecturas de los libros prohibidos.

Las jóvenes llegan desde distintos lugares de la ciudad, tapadas con sus respectivos pañuelos y mantos, hasta la casa de su profesora. Llaman a la puerta y cuando la franquean se quitan la vejatoria vestimenta impuesta y se muestran tal como son. Debajo de sus mantos negros o azules llevan camisas anchas de colores y vaqueros ajustados. Antes de acomodarse en la habitación que cada jueves las acoge, y que es ya su espacio más soberano, colocan flores sobre la mesa, se pintan los labios, se sueltan el pelo. Pueden parecer gestos insignificantes, coquetos, pero para ellas y en ese momento tienen el valor de una liberación. Y entonces, cuando ya están dispuestas, comienzan a hablar de las lecturas que han realizado, de los sentimientos experimentados, de las ideas surgidas, de las fantasías desplegadas. Durante dos años, aquellas horas matutinas fueron poblándose progresivamente con las palabras de Henry James, Virginia Woolf, Gustave Flaubert, Saul Bellow, Jane Austen, James Joyce, Las Mil y Una Noches... Y, sobre todas ellas, las de Vladimir Nabokov, quien ofrece en su Lolita un repertorio de quebrantamientos e insolencias, que leído en aquella enclaustrada habitación de Teherán, resuenan como un grito, como una acusación, como una huida. Las transgresiones literarias se convertían en transgresiones personales. Para aquellas mujeres, leer ficciones era su íntima forma de decir no, de mantenerse erguidas.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Magnífico post.
Enhorabuena.

Juan Mata dijo...

Muchas gracias por su palabras anónimas aunque preñadas de afecto. Me hace feliz su satisfacción.

Saludos.