La entrada del cine estaba abarrotada de chicos y chicas, muy jóvenes, muy impacientes, muy habladores. Sus edades oscilaban entre los diez y los quince años. También había espectadores mayores, algunos podían ser incluso sus abuelos, pero esa tarde prevalecían los niños y los adolescentes. La mayoría iba en grupo, pero algunos otros iban con sus madres o sus hermanas mayores (ese día únicamente vi a mujeres acompañantes). El rumor a la entrada de las salas presagiaba un gran acontecimiento. Para ellos, desde luego, lo era. Pocas veces he visto un fenómeno semejante. Tal vez en los estrenos de las sagas de Harry Potter, Star Wars, El Señor de los Anillos, Las Crónicas de Narnia... Pero en esta ocasión había en el público algo insólito, chocante, pues la película para la cual guardaba cola no ocurría en barcos piratas o en galaxias lejanas, sino en el entorno de un campo de concentración nazi, y no la protagonizaban jóvenes magos o hobbits amenazados, sino dos niños alemanes de ocho años, uno de ellos judío. Sí, el ambiente multitudinario y fragoroso que describo tenía lugar en las puertas de uno de los multicines que proyectaba la película El niño con el pijama de rayas.
Mi asombro iba parejo a mi alegría. Si aquellos muchachos habían decidido concurrir masivamente al estreno de esa película quería decir que algo afortunado había ocurrido previamente y que ese suceso merecía alabanza. Para empezar, la mayoría de los presentes había leído la novela. Ese hecho, en sí mismo, merece celebración. Sólo en mi ciudad se han vendido más de veinte mil ejemplares. Millares de libros que han pasado a su vez por muchas manos, dentro y fuera de las familias, lo que multiplica extraordinariamente las lecturas. Y sé igualmente que en muchas bibliotecas escolares y públicas hay listas de espera para conseguir alguno de los libros disponibles. Nadie, salvo los puritanos y los aristócratas de la literatura, que haberlos haylos, podrá objetar nada a ese hecho. Es algo inaudito, encomiable.
Y quizá convenga ahora advertir que no estoy juzgando la calidad de la novela, llena de defectos leída con mis ojos, ni los factores triviales propios de los fenómenos de masas, sino el simple y admirable hecho de que lectores de muy diversas edades se hayan apropiado de la historia de Bruno y Shmuel y la hayan irradiado en su entorno. Esa actitud me hace pensar que ciertos relatos poseen imágenes tan poderosas, tan simbólicas, tan imborrables, que de inmediato se siente la necesidad de compartirlas. La novela de John Boyne, por supuesto, las tiene. Y es oportuno comentar asimismo que el guionista y director de la película, Mark Herman, ha pulido las debilidades narrativas del autor y a la vez ha resaltado a otros personajes, la madre de Bruno, por ejemplo, lo que ha hecho más verosímil la historia, a lo que también ha contribuido la actuación portentosa de Asa Butterfield y Jack Scanlon.
Los jóvenes lectores que este fin de semana han abarrotado los cines han encontrado en el relato de una amistad imprevisible un motivo de descubrimiento y conversación. Contrariamente a lo que afirman los detractores de la literatura y los desdeñosos del cine, son las ficciones las que han aportado a la mayoría de los ciudadanos, jóvenes incluidos, el conocimiento fundamental de la historia del siglo XX. Lo que conocen de la Guerra Civil española, de las dos guerras mundiales, del holocausto judío, de las dictaduras latinoamericanas... lo han sabido gracias a las novelas y a las películas. Su memoria ha sido construida con relatos literarios. No han leído ensayos ni documentos ni tesis, sino que han abierto libros de cuentos y han ido a los cines. Y eso, a pesar de los temores hacia una banalización de la memoria histórica, es una fortuna. Para la mayoría de la gente, el arte sigue siendo la fuente primordial de información. Por eso me satisface que, más allá de las cualidades literarias o cinematográficas de la historia, tantos jóvenes hagan suya la historia de El niño con el pijama de rayas, que la incorporen a su imaginario, que la consideren parte de su memoria adolescente. Puede que para miles de ellos sea la imagen de la alambrada separando a dos niños de la misma edad jugando a las damas o el trasiego final del "pijama" el principio de una conciencia del horror y la barbarie.
Los adultos harían bien en no alarmarse ni lamentar la vulgaridad de esas aglomeraciones. Ahora es su turno, ahora tienen la oportunidad de asentar ideas, aclarar dudas, explicar contextos, dar sentido al pasado, hablar de la vida.
29 de septiembre de 2008
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