6 de octubre de 2008

Las lecturas de un zoquete

¿Qué hace que un zoquete, en el sentido más categórico del término, acabe convertido en un cualificado profesor y en un novelista de éxito?

A responder a esa pregunta está básicamente destinado el libro Mal de escuela de Daniel Pennac. Y no es un relato de ficción, sino unas memorias convertidas en un ensayo sobre el aprendizaje, pues el zoquete en cuestión es el propio Pennac. El libro, recomendable por muchas razones, lo es sobre todo porque demuestra que aun el más obtuso y reacio de los alumnos puede salir de su marasmo y "llegar a ser algo" (debo advertir a quien no haya leído el libro que esa expresión, al igual que la palabra "zoquete", está transcrita literalmente). Escrito con la descarnadura y la modestia de quien se sabe triunfante pero estuvo a punto de ser un fracasado, el relato es una descripción minuciosa y compasiva de los hitos de su redención. Me gustaría detenerme en el primero de ellos. Cuenta el autor:

"Por aquel entonces, yo ignoraba que la lectura iba a salvarme.

En aquella época, leer no era la absurda proeza que es hoy. Considerada como una pérdida de tiempo, con fama de perjudicial para el trabajo escolar, la lectura de novelas nos estaba prohibida durante las horas de estudio. De ahí mi vocación de lector clandestino: novelas forradas como libros de clase, ocultas en todas partes donde era posible, lecturas nocturnas con una linterna, dispensas de gimnasia, todo servía para quedarme a solas con un libro. Fue el internado lo que despertó en mí esa afición. Necesitaba un mundo propio, y fue el de los libros. En mi familia, yo había visto, sobre todo, leer a los demás: mi padre fumando su pipa en el sillón, bajo el cono de luz de una lámpara, pasando distraídamente el anular por la impecable raya de sus cabellos y con un libro abierto sobre las piernas cruzadas; Bernard, en nuestra habitación, recostado, con las rodillas dobladas y la mano derecha sosteniendo la cabeza... Había bienestar en aquellas actitudes. En el fondo, fue la fisiología del lector lo que me impulsó a leer. Tal vez al comienzo solo leí para reproducir aquellas posturas y explorar otras. Leyendo me instalé físicamente en una felicidad que aún perdura".


Sigue luego una enumeración de aquellas lecturas inaugurales, absolutamente plurales, absolutamente libres. Por sus manos pasaron Andersen, Dumas, Lagerlöf, Tolstoi, Dickens, Emily Brontë, Stevenson, London... Y también muchos tebeos. Y fue esa diversidad lo que fue asentando el gusto y el deseo. Pero aún hubo un factor más determinante, más elemental, en aquella afición:

"La primera cualidad de las novelas que llevaba al colegio era que no estaban en el programa. Nadie me preguntaba. Ninguna mirada leía aquellas líneas por encima de mi hombro. Mis autores y yo permanecíamos solos. Al leerlos yo ignoraba que estaba cultivándome, que aquellos libros despertaban en mí un apetito que iba a sobrevivir incluso a su olvido. Esas lecturas de juventud concluyeron en cuatro puertas abiertas a los signos del mundo, cuatro libros de lo más diferentes pero que tejieron en mí, por razones que en parte me siguen resultando misteriosas, estrechos vínculos de parentesco: Las amistades peligrosas de Laclos, A contrapelo de Huysmans, Mitologías de Barthes, y Las cosas de Perec".

A su salvación contribuyeron no sólo las lecturas, sino cuatro profesores concretos -uno de francés, uno de matemáticas, una de historia y uno de filosofía- que lograron lo que nadie hasta ese momento: provocar una metamorfosis liberadora. En el caso que nos ocupa, aquel profesor de francés que tuvo Pennac a los catorce años inició el cambio de un modo tan sencillo como atrevido. Se dio cuenta de la capacidad fabuladora de aquel alumno zoquete y la utilizó a su favor: lo exoneró de las tareas escolares a cambio de que le entregara semanalmente un capítulo de una novela que había de redactar a lo largo del trimestre. La única condición impuesta es que debía entregarla sin faltas de ortografía.

"No creo haber hecho progresos sustanciales en nada aquel año, pero por primera vez en toda mi escolaridad un profesor me concedía un estatuto; existía escolarmente para alguien, como un individuo que tenía una línea que seguir y que la podía aguantar duraderamente. Enorme agradecimiento hacia mi benefactor, claro está, y aunque fuese bastante distante, el viejo caballero se convirtió en el confidente de mis lecturas secretas".

Así comenzó todo. Y por si aún quedan escépticos que enarcan las cejas cuando hablamos de la redención de la lectura, el ejemplo de Pennac viene a testimoniar que esa ambición no es una quimera, no es palabrería de literatos. Leer consuela y alienta y transforma, a cambio de que no hagamos de ese acto una amenaza, una carga o una rutina desangelada y recluida.

2 comentarios:

alejandro dijo...

Bueno,como veis me llamo Alejandro y me acabo de registrar.Me ha interesado mucho este apartado.Estoy leyendo poco a poco el libro de MAL DE ESCUELA de daniel pennac, y es un libro que cuanto mas lo lees, mas disfrutas.Es extraordinario saber que una persona que en su mas sentido la de la palabra se considera un "zoquete", llegue a ser alguien.Segun dice el propio daniel, quien realmente lo sacaron de ese pozo sin fondo fueron unos profesores que se volcaron en su persona.Ahora mismo, no puedo comentar mucho puesto que no he leido el libro entero, pero mi opinión sobre este libro es muy positiva.Creo que puede ser un libro que haga mentalizar a la gente y que a su vez, estos puedan a partir de él sacar varias interpretaciones, que al cabo, es una de las cosas mas importantes.

Juan Mata dijo...

La verdad, Alejandro, es que la lectura del libro de Daniel Pennac provoca sentimientos muy diversos. Supongo que no serán los mismos en un profesor que en un alumno, en un joven que en una persona mayor, en un licenciado universitario que en un estudiante fracasado... Pero en cualquier caso, la historia de Daniel Pennac es conmovedora. Pone antes nuestros ojos la evidencia de lo delgada que es la línea que separa el triunfo del éxito. A veces todo depende de la mano tendida que alguien, en el momento oportuno, te ofreció.

Gracias por tus palabras.