Hace casi una década, el escritor Paul Auster participó en un proyecto admirable de la Radio Pública Nacional estadounidense. En lo que posteriormente se llamó Proyecto Nacional de Relatos, Auster se encargó de coordinar las respuestas que los oyentes de todo el país dieron a una proposición de la emisora de radio: enviar relatos verídicos y breves sobre sus vidas. Es decir, escribir y hacer públicas historias reales que bien pudieran ser una ficción. Cada mes, Auster se encargaría de leer en el programa Weekend All Things Considered algunas de las historias enviadas. En palabras del escritor "todos nosotros sentimos que tenemos una vida interior. Todos sentimos que formamos parte del mundo y que, sin embargo, vivimos exiliados en él. Todos ardemos en las llamas de nuestra propia existencia. Necesitamos palabras para expresar lo que hay dentro de nosotros". Los oyentes no desaprovecharon la oportunidad que se les brindaba y los relatos comenzaron a llegar de modo masivo e inmediato.
Las historias eran realmente conmovedoras y deslumbrantes, pero a la vez efímeras, pues sólo florecían en el breve lapso de su lectura a través de los micrófonos. Para remediar esa desventaja, Auster, finalizada la experiencia radiofónica, decidió prolongar su existencia a través de un libro. Seleccionó 179 de las cuatro mil historias que llegaron a la emisora y las publicó con el título Creía que mi padre era Dios, llevando hasta la portada el título de uno de los relatos incluidos en él. Recomiendo fervientemente su lectura. La desgastada afirmación de que leer ayuda a entender y apreciar a los seres humanos adquiere pleno sentido en las páginas de ese libro.
Pues bien, una de las secciones del libro se denomina, precisamente, Objetos, y como indica su nombre recoge algunas historias en las que las cosas desempeñan un papel preponderante: una antigua vajilla de porcelana extraviada en una mudanza y encontrada azarosamente en un mercadillo muchos años después; el reloj que un soldado lleva pertinazmente consigo durante la guerra y el cautiverio posterior como un signo de supervivencia y de recuerdo de su madre que se lo regaló; la fotografía que descubre repentinamente la inquilina de una casa de alquiler y que representa a los antiguos moradores, uno de cuyos miembros está en ese momento y por casualidad en la casa de enfrente participando en una boda; la cadena con una estrella de David perdida en el mar y descubierta diez años más tarde en el escaparate de una joyería... La vida de la gente ofrece en esos relatos su rostro más enigmático, más inaprensible, más asombroso. Mis alumnos escuchan esas historias con la sensación de que sus nombres habrían podido figurar sin dificultad en el índice de ese libro. Les invito entonces a escribir sus relatos pensando en esa posibilidad.Tal vez no fuera necesario ir más lejos. Que la vida y la literatura son consanguíneas queda irrebatiblemente demostrado. Pero, ya adentrados en ese territorio, ¿por qué no seguir aventurándose en él? Entonces, una oda de Pablo Neruda (a los calcetines o al diccionario, por ejemplo) o un relato de José Jiménez Lozano (sobre las gafas de leer de la abuela o el viejo espejo de la casa), un poema de José Antonio Muñoz Rojas (al paraguas o las llaves perdidas) o un fragmento de alguna obra de Georges Perec (Las cosas o La vida instrucciones de uso, por ejemplo, en las que tan manifiesta es la meticulosidad del autor por describir los objetos que forman parte de la vida cotidiana), pueden conducir al corazón mismo de los ensueños poéticos de la humanidad.
Lo que comenzó como un simple y tímido relato de la propia vida a través de un anillo, un peluche o un pañuelo acaba siendo un hermanamiento feliz con la literatura, que aparece así próxima a sus experiencias, deseable y emocionante. Ése era el objetivo.
Esto es todo cuanto quería contarles sobre el lenguaje de las cosas.












