La entrada del cine estaba abarrotada de chicos y chicas, muy jóvenes, muy impacientes, muy habladores. Sus edades oscilaban entre los diez y los quince años. También había espectadores mayores, algunos podían ser incluso sus abuelos, pero esa tarde prevalecían los niños y los adolescentes. La mayoría iba en grupo, pero algunos otros iban con sus madres o sus hermanas mayores (ese día únicamente vi a mujeres acompañantes). El rumor a la entrada de las salas presagiaba un gran acontecimiento. Para ellos, desde luego, lo era. Pocas veces he visto un fenómeno semejante. Tal vez en los estrenos de las sagas de Harry Potter, Star Wars, El Señor de los Anillos, Las Crónicas de Narnia... Pero en esta ocasión había en el público algo insólito, chocante, pues la película para la cual guardaba cola no ocurría en barcos piratas o en galaxias lejanas, sino en el entorno de un campo de concentración nazi, y no la protagonizaban jóvenes magos o hobbits amenazados, sino dos niños alemanes de ocho años, uno de ellos judío. Sí, el ambiente multitudinario y fragoroso que describo tenía lugar en las puertas de uno de los multicines que proyectaba la película El niño con el pijama de rayas.
Mi asombro iba parejo a mi alegría. Si aquellos muchachos habían decidido concurrir masivamente al estreno de esa película quería decir que algo afortunado había ocurrido previamente y que ese suceso merecía alabanza. Para empezar, la mayoría de los presentes había leído la novela. Ese hecho, en sí mismo, merece celebración. Sólo en mi ciudad se han vendido más de veinte mil ejemplares. Millares de libros que han pasado a su vez por muchas manos, dentro y fuera de las familias, lo que multiplica extraordinariamente las lecturas. Y sé igualmente que en muchas bibliotecas escolares y públicas hay listas de espera para conseguir alguno de los libros disponibles. Nadie, salvo los puritanos y los aristócratas de la literatura, que haberlos haylos, podrá objetar nada a ese hecho. Es algo inaudito, encomiable.
Y quizá convenga ahora advertir que no estoy juzgando la calidad de la novela, llena de defectos leída con mis ojos, ni los factores triviales propios de los fenómenos de masas, sino el simple y admirable hecho de que lectores de muy diversas edades se hayan apropiado de la historia de Bruno y Shmuel y la hayan irradiado en su entorno. Esa actitud me hace pensar que ciertos relatos poseen imágenes tan poderosas, tan simbólicas, tan imborrables, que de inmediato se siente la necesidad de compartirlas. La novela de John Boyne, por supuesto, las tiene. Y es oportuno comentar asimismo que el guionista y director de la película, Mark Herman, ha pulido las debilidades narrativas del autor y a la vez ha resaltado a otros personajes, la madre de Bruno, por ejemplo, lo que ha hecho más verosímil la historia, a lo que también ha contribuido la actuación portentosa de Asa Butterfield y Jack Scanlon.
Los jóvenes lectores que este fin de semana han abarrotado los cines han encontrado en el relato de una amistad imprevisible un motivo de descubrimiento y conversación. Contrariamente a lo que afirman los detractores de la literatura y los desdeñosos del cine, son las ficciones las que han aportado a la mayoría de los ciudadanos, jóvenes incluidos, el conocimiento fundamental de la historia del siglo XX. Lo que conocen de la Guerra Civil española, de las dos guerras mundiales, del holocausto judío, de las dictaduras latinoamericanas... lo han sabido gracias a las novelas y a las películas. Su memoria ha sido construida con relatos literarios. No han leído ensayos ni documentos ni tesis, sino que han abierto libros de cuentos y han ido a los cines. Y eso, a pesar de los temores hacia una banalización de la memoria histórica, es una fortuna. Para la mayoría de la gente, el arte sigue siendo la fuente primordial de información. Por eso me satisface que, más allá de las cualidades literarias o cinematográficas de la historia, tantos jóvenes hagan suya la historia de El niño con el pijama de rayas, que la incorporen a su imaginario, que la consideren parte de su memoria adolescente. Puede que para miles de ellos sea la imagen de la alambrada separando a dos niños de la misma edad jugando a las damas o el trasiego final del "pijama" el principio de una conciencia del horror y la barbarie.
Los adultos harían bien en no alarmarse ni lamentar la vulgaridad de esas aglomeraciones. Ahora es su turno, ahora tienen la oportunidad de asentar ideas, aclarar dudas, explicar contextos, dar sentido al pasado, hablar de la vida.
29 de septiembre de 2008
27 de septiembre de 2008
Páginas y lágrimas
Mientras preparaba materiales y ordenaba anotaciones ante el inminente inicio del curso académico, me he reencontrado con los textos que tengo escogidos para los alumnos acerca del papel de las emociones en la comprensión del mundo y los seres humanos, en la apreciación asimismo de la literatura. Y mientras los revisaba me ha dado por divagar acerca de mi propia historia como lector y mis reacciones sentimentales ante determinados libros. Sin saber muy bien por qué, tal vez por el lacerante modo en que me afectaron, me han venido a la mente, en primer lugar, tres libros que me hicieron llorar. Y no en grado de tentativa, sino de modo cierto e incontenible. Las lágrimas, en esos casos, no fueron un amago o una predicción, sino una salobre realidad. Supongo que otros libros habrán provocado antes un efecto similar, pero no los recuerdo con la nitidez de los tres que hoy rememoro.
Uno de ellos fue Señora de rojo sobre fondo gris, de Miguel Delibes. Levemente enmascarada con las vicisitudes de un pintor en crisis que se ve confrontado a la enfermedad y la muerte de su esposa, la historia cuenta en verdad la aflicción del autor ante la muerte de Ángeles, su propia esposa, a la que tributa con la escritura el mejor homenaje que un hombre abatido puede ofrecer a la mujer que ha compartido su vida: narrar sin pudores ni estridencias, pero con una intensidad descarnada, el inmenso amor que le profesaba. La literatura actuaba en ese caso como un exorcismo, como una liberación emocional de Miguel Delibes, pero para los lectores suponía un encuentro repentino con el puro dolor, con la descripción de un estado de ánimo que, transferido imaginativamente a la propia vida, resultaba abrumador y desconcertante. Llorar era tan inevitable como consolador.
Algo semejante me ocurrió con los relatos de Elie Wiesel La noche, el alba, el día. En esa ocasión el escenario era totalmente diferente, así como el modo de narrar. Cuando leí el libro de Wiesel ya estaba acostumbrado a los libros cuyo tema directo o indirecto era los campos de concentración nazis. Pero por alguna razón que no siempre es fácil de reconocer, ese libro, y sobre todo la primera de las historias, La noche, me conmovió de un modo imprevisto. No me atrevo a afirmar que la descripción que Wiesel hace de las vicisitudes de los judíos en los campos de exterminio sea más veraz o esté narrada de modo más patético que las de otros supervivientes, pero lo cierto es que cuando lo leí no pude evitar el llanto. La conmoción emocional no siempre depende del texto literario, sino del ánimo del propio lector. No cabe duda de que en aquellos días yo estaba predispuesto al estremecimiento. No sé qué ocurriría si lo releyera ahora.
Y más recientemente volvió a ocurrir con otro libro, bien distinto a los anteriores. Se trata de El libro triste, escrito por Michael Rosen e ilustrado por Quentin Blake. En este caso se trata de un álbum ilustrado, publicado por una editorial, Serres, dedicada a los libros infantiles y destinado, por lo tanto, a ser leído por niños y jóvenes. No son pocos los que, de conocerlo, evitarían entregárselo a sus hijos o a sus alumnos, pero de esos temores no es el momento de hablar. Lo que deseo manifestar es que la narración con la que el autor quiso dar cuenta de su profunda desolación por la muerte de su hijo, y las imágenes que con tanta delicadeza le agrega Blake, tienen pocas equivalencias en la literatura que suele denominarse de adultos. La minuciosidad con la que Rosen narra lo que estaba padeciendo y las estériles tentativas de consolarse me parecen inconmensurables. En esta ocasión, la proximidad de un drama similar, explican las lágrimas.
Me doy cuenta de que sobre los tres libros gravita la muerte. No recuerdo haber llorado con los dramas amorosos o los infortunios sociales de otros personajes de ficción. Es posible que, como lector, sea más vulnerable a las representaciones de la ausencia, del dolor por la pérdida de los seres amados.
Uno de ellos fue Señora de rojo sobre fondo gris, de Miguel Delibes. Levemente enmascarada con las vicisitudes de un pintor en crisis que se ve confrontado a la enfermedad y la muerte de su esposa, la historia cuenta en verdad la aflicción del autor ante la muerte de Ángeles, su propia esposa, a la que tributa con la escritura el mejor homenaje que un hombre abatido puede ofrecer a la mujer que ha compartido su vida: narrar sin pudores ni estridencias, pero con una intensidad descarnada, el inmenso amor que le profesaba. La literatura actuaba en ese caso como un exorcismo, como una liberación emocional de Miguel Delibes, pero para los lectores suponía un encuentro repentino con el puro dolor, con la descripción de un estado de ánimo que, transferido imaginativamente a la propia vida, resultaba abrumador y desconcertante. Llorar era tan inevitable como consolador.
Algo semejante me ocurrió con los relatos de Elie Wiesel La noche, el alba, el día. En esa ocasión el escenario era totalmente diferente, así como el modo de narrar. Cuando leí el libro de Wiesel ya estaba acostumbrado a los libros cuyo tema directo o indirecto era los campos de concentración nazis. Pero por alguna razón que no siempre es fácil de reconocer, ese libro, y sobre todo la primera de las historias, La noche, me conmovió de un modo imprevisto. No me atrevo a afirmar que la descripción que Wiesel hace de las vicisitudes de los judíos en los campos de exterminio sea más veraz o esté narrada de modo más patético que las de otros supervivientes, pero lo cierto es que cuando lo leí no pude evitar el llanto. La conmoción emocional no siempre depende del texto literario, sino del ánimo del propio lector. No cabe duda de que en aquellos días yo estaba predispuesto al estremecimiento. No sé qué ocurriría si lo releyera ahora.
Y más recientemente volvió a ocurrir con otro libro, bien distinto a los anteriores. Se trata de El libro triste, escrito por Michael Rosen e ilustrado por Quentin Blake. En este caso se trata de un álbum ilustrado, publicado por una editorial, Serres, dedicada a los libros infantiles y destinado, por lo tanto, a ser leído por niños y jóvenes. No son pocos los que, de conocerlo, evitarían entregárselo a sus hijos o a sus alumnos, pero de esos temores no es el momento de hablar. Lo que deseo manifestar es que la narración con la que el autor quiso dar cuenta de su profunda desolación por la muerte de su hijo, y las imágenes que con tanta delicadeza le agrega Blake, tienen pocas equivalencias en la literatura que suele denominarse de adultos. La minuciosidad con la que Rosen narra lo que estaba padeciendo y las estériles tentativas de consolarse me parecen inconmensurables. En esta ocasión, la proximidad de un drama similar, explican las lágrimas.
Me doy cuenta de que sobre los tres libros gravita la muerte. No recuerdo haber llorado con los dramas amorosos o los infortunios sociales de otros personajes de ficción. Es posible que, como lector, sea más vulnerable a las representaciones de la ausencia, del dolor por la pérdida de los seres amados.
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24 de septiembre de 2008
Cortázar y una lectora
Puntual, como las garzas y los ánsares del otoño, me llega el anuncio del comienzo del Taller de Lectura de las obras de Julio Cortázar, que tiene lugar en el Centro de Arte Moderno de Madrid, calle Galileo, 52, y que lleva a cabo, como cada año, Mariángeles Fernández.
Si la palabra devoción puede tener sentido aplicada a un lector, no dudo en adjudicársela a Mariángeles Fernández y su amor por el autor de relatos tan irreemplazables como Las armas secretas, El perseguidor o Todos los fuegos el fuego. No digo que sea el exclusivo ni acaso el principal objeto de sus lecturas, máxime en alguien que tiene la edición como oficio, pero no creo equivocarme si afirmo que, en su panteón de escritores, Julio Cortázar ocupa un lugar eminente, indemne. Conozco pocos lectores tan leales, tan agudos, tan entusiastas como ella con respecto a un autor. En Mariángeles se da además una cualidad que ensalza su celebración: es, por encima de todo, una lectora. Lee y relee a Cortázar, pero no lo hace por exigencias de la profesión, sino por exigencias de la pasión. Está convencida de que el mundo entero está condensado en los cuentos y poemas del autor argentino y querría que todos lo entendieran así. Lo que hace anualmente es dar cuenta pública de sus lecturas, mostrar y mostrarse como lectora. ¿Hay mejor modo de homenajear a quien uno admira? ¿Puede haber un más claro testimonio del gozo de leer? ¿No debería suceder siempre así en las aulas o en la prensa o en las bibliotecas?
Y pues hablamos de Cortázar me gustaría evocar unas declaraciones acerca del sentido de su trabajo:
"Yo creo que desde muy pequeño, mi desdicha y mi dicha al mismo tiempo fue el no aceptar las cosas como dadas. A mí no me bastaba que me dijeran que eso era una mesa, o que la palabra 'madre' era la palabra 'madre' y ahí se acababa todo. Al contrario, en el objeto mesa y en la palabra madre empezaba para mí un itinerario misterioso que a veces llegaba a franquear y en el que a veces me estrellaba.
En suma: desde pequeño, mi relación con las palabras, con la escritura, no se diferencia de mi relación con el mundo en general. Yo parezco haber nacido para no aceptar las cosas tal como me son dadas".
Si la palabra devoción puede tener sentido aplicada a un lector, no dudo en adjudicársela a Mariángeles Fernández y su amor por el autor de relatos tan irreemplazables como Las armas secretas, El perseguidor o Todos los fuegos el fuego. No digo que sea el exclusivo ni acaso el principal objeto de sus lecturas, máxime en alguien que tiene la edición como oficio, pero no creo equivocarme si afirmo que, en su panteón de escritores, Julio Cortázar ocupa un lugar eminente, indemne. Conozco pocos lectores tan leales, tan agudos, tan entusiastas como ella con respecto a un autor. En Mariángeles se da además una cualidad que ensalza su celebración: es, por encima de todo, una lectora. Lee y relee a Cortázar, pero no lo hace por exigencias de la profesión, sino por exigencias de la pasión. Está convencida de que el mundo entero está condensado en los cuentos y poemas del autor argentino y querría que todos lo entendieran así. Lo que hace anualmente es dar cuenta pública de sus lecturas, mostrar y mostrarse como lectora. ¿Hay mejor modo de homenajear a quien uno admira? ¿Puede haber un más claro testimonio del gozo de leer? ¿No debería suceder siempre así en las aulas o en la prensa o en las bibliotecas?
Y pues hablamos de Cortázar me gustaría evocar unas declaraciones acerca del sentido de su trabajo:
"Yo creo que desde muy pequeño, mi desdicha y mi dicha al mismo tiempo fue el no aceptar las cosas como dadas. A mí no me bastaba que me dijeran que eso era una mesa, o que la palabra 'madre' era la palabra 'madre' y ahí se acababa todo. Al contrario, en el objeto mesa y en la palabra madre empezaba para mí un itinerario misterioso que a veces llegaba a franquear y en el que a veces me estrellaba.
En suma: desde pequeño, mi relación con las palabras, con la escritura, no se diferencia de mi relación con el mundo en general. Yo parezco haber nacido para no aceptar las cosas tal como me son dadas".
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21 de septiembre de 2008
Alguien nos habla
Desde hace poco más de tres lustros, soy testigo leal de un rito de amistad que se repite tres veces al año. Participo de lleno en él, pero siempre he tenido la impresión de que en realidad soy un invitado, mimado y bienvenido, por supuesto, lo que no evita que piense que lo que ocurre trimestralmente ante mis ojos se originó al margen de mí, sin que yo lo ocasionara o lo previera. En primavera, otoño e invierno, cuatro mujeres se reúnen en tres ciudades distintas para conversar, recordar, lamentarse, reír, comer, beber, consolarse..., pero sobre todo para celebrar que su amistad sigue incólume. En esas reuniones, de las que soy testigo privilegiado, Ana, Andrea, Lola y Trini, profesoras respectivamente de Griego, Lengua y Literatura, Latín y Matemáticas, rememoran indefectiblemente el lejano momento en que se conocieron en un instituto de enseñanza secundaria de la provincia de Málaga y cómo los destinos vitales las fueron luego dispersando aunque nunca separando. Urdir unas horas de felicidad sigue siendo el objetivo primordial del encuentro, pero nada que sea necesario hablar, por incómodo o pesaroso que sea, queda al margen de las conversaciones.
En las sobremesas siempre hay un intercambio de regalos -pendientes, bombones, libros, vinos, cuadernos, discos, mermeladas...- que siempre se dan y se reciben con una algarabía nada fingida. Esos regalos también me alcanzan. Ayer, en el encuentro de otoño, me obsequiaron el libro Tumbas de poetas y pensadores, escrito por Cees Nooteboom y colmado de bellas fotografías de Simone Sassen. Es un libro cautivador. Concebido como un tributo del escritor holandés a los autores que admira, la evocación está hecha junto a sus tumbas, a las que afirma que se acerca para estar cerca de las palabras que ya se han dicho, para dar cuenta de que aunque quien las escribió ya está muerto, sus palabras siguen viviendo. Le parece que decirlas en voz alta junto a sus tumbas es un modo de escucharlas en el silencio de la muerte y a pesar de la muerte.
En ese libro acabo de leer lo siguiente:
"He vivido con la poesía toda mi vida y a estas alturas sé que esto no es en modo alguno fácil de explicar. Para la mayoría de las personas, la poesía apenas existe o existe sólo de manera ocasional. Sólo raras veces sucede que una relación especial con la poesía domine la vida entera: no sólo escribirla, sino también leerla. No es algo que uno se proponga; esto se deduce fácilmente. A la mayoría de las personas les hace aborrecer la poesía la manera en que se les pone frente a ella en el colegio, donde resulta obligatoria, algo de lo que uno no puede librarse. Un lenguaje que se comporta de un modo distinto del habitual, que se torna extraño de repente. Las mismas palabras de siempre, pero como si vinieran de otra tierra. Se supone que todo el mundo tiene que conocer a los clásicos de su país, si bien son precisamente lo que se debería leer en último lugar, cuando la superficie técnica de los versos, la vetusta ortografía, la alienante gimnasia de los pies métricos ya no nos impidan el acceso a la emoción y por fin podamos penetrar con la mirada a través de un lenguaje solemne, o quizá de otro que se nos antoja de corto aliento. Éste es el prodigioso instante en el que comprendemos que allí, al otro lado del muro del tiempo, hay alguien que nos habla".
Me reconozco en esas palabras y pienso que quizá la amistad no sea en el fondo algo muy distinto a la poesía: la emoción de saber que, a pesar de la distancia o la ausencia, siempre hay alguien dispuesto a hablarnos.
En las sobremesas siempre hay un intercambio de regalos -pendientes, bombones, libros, vinos, cuadernos, discos, mermeladas...- que siempre se dan y se reciben con una algarabía nada fingida. Esos regalos también me alcanzan. Ayer, en el encuentro de otoño, me obsequiaron el libro Tumbas de poetas y pensadores, escrito por Cees Nooteboom y colmado de bellas fotografías de Simone Sassen. Es un libro cautivador. Concebido como un tributo del escritor holandés a los autores que admira, la evocación está hecha junto a sus tumbas, a las que afirma que se acerca para estar cerca de las palabras que ya se han dicho, para dar cuenta de que aunque quien las escribió ya está muerto, sus palabras siguen viviendo. Le parece que decirlas en voz alta junto a sus tumbas es un modo de escucharlas en el silencio de la muerte y a pesar de la muerte.
En ese libro acabo de leer lo siguiente:
"He vivido con la poesía toda mi vida y a estas alturas sé que esto no es en modo alguno fácil de explicar. Para la mayoría de las personas, la poesía apenas existe o existe sólo de manera ocasional. Sólo raras veces sucede que una relación especial con la poesía domine la vida entera: no sólo escribirla, sino también leerla. No es algo que uno se proponga; esto se deduce fácilmente. A la mayoría de las personas les hace aborrecer la poesía la manera en que se les pone frente a ella en el colegio, donde resulta obligatoria, algo de lo que uno no puede librarse. Un lenguaje que se comporta de un modo distinto del habitual, que se torna extraño de repente. Las mismas palabras de siempre, pero como si vinieran de otra tierra. Se supone que todo el mundo tiene que conocer a los clásicos de su país, si bien son precisamente lo que se debería leer en último lugar, cuando la superficie técnica de los versos, la vetusta ortografía, la alienante gimnasia de los pies métricos ya no nos impidan el acceso a la emoción y por fin podamos penetrar con la mirada a través de un lenguaje solemne, o quizá de otro que se nos antoja de corto aliento. Éste es el prodigioso instante en el que comprendemos que allí, al otro lado del muro del tiempo, hay alguien que nos habla".
Me reconozco en esas palabras y pienso que quizá la amistad no sea en el fondo algo muy distinto a la poesía: la emoción de saber que, a pesar de la distancia o la ausencia, siempre hay alguien dispuesto a hablarnos.
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SIMONE SASSEN
19 de septiembre de 2008
Gente que lee IV
"¿Y por qué leemos y nos importa tanto que otros lean? Porque con cada página leída y que hacemos leer se construye el pensamiento propio. Con cada libro que se lee se coloca un ladrillito más en lo alto de la gran muralla que es el conocimiento. Con cada lectura damos un paso adelante y retrocede la ignorancia. Me podrán decir que no todo lo que se lee es bueno y provechoso, y es verdad; pero yo responderé que el que más lee diferencia mejor. No sabe de panes el que come vidrio, sino el que prueba todos los trigos. Por eso leemos tanto y por eso fomentamos la lectura. Porque cada texto bien leído es desmentir a los corruptos, a los autoritarios, a los que medran con el engañoso fin de la historia, a los globalizados que nos gobiernan. Cada lectura demuestra que la historia sigue su curso, siempre en movimiento. Y cada poema y cada cuento demuestra que lo importante de las utopías es soñarlas, porque eso hace más digna la vida y además nos permite entrar en la hermosura. La humanidad, nuestros pueblos, la gente más simple, todos, siempre, necesitan de la poesía -aunque no lo sepan y aunque lo nieguen- para soportar mejor la propia tragedia."
Mempo Giardinelli, Volver a leer
Mempo Giardinelli, Volver a leer
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LECTORES,
MEMPO GIARDINELLI
17 de septiembre de 2008
Lectura y fascismo
Una vez más, las pintadas que leo en los muros y setos de la Universidad de Granada me hacen pensar. Los autores de la inscripción arriba reproducida (o mejor dicho, de la primera parte de esa inscripción) manifiestan una certidumbre en la potestad de la lectura que no comparto del todo. Comparto, eso sí, una cierta confianza en la virtud ilustrativa y civilizadora de las palabras, pero me resulta del todo imposible corroborar la afirmación que los autores hacen en su pintada (lo que me hace dudar de ese sueño es la advertencia que la continúa, que no sólo invalida lo anterior, sino que demuestra poca confianza en sus propias ideas: es justamente la lectura lo que debería hacer innecesarios los palos o hacerlos reprobables). Participaría plenamente de las intenciones de los autores si hubieran escrito, por ejemplo, "el fascismo puede prevenirse, y no es seguro del todo, leyendo". Pero, claro está, las pintadas no son ensayos filosóficos, no admiten matices ni oraciones subordinadas. Por su propia naturaleza deben ser escuetas y rotundas, indudables. Las inseguridades se manifiestan en los libros y las revistas, pero no en las paredes. Por eso me resulta difícil adherirme sin reservas a esa declaración. Querría creerla, y de hecho esa esperanza me sigue alentando, pero lo cierto es que no hay una correspondencia exacta entre la lectura y la erradicación del mal. Prevenir, quizá; curar, improbable.
Y no es necesario recurrir al usual ejemplo de los jerarcas nazis, gran parte de los cuales, es cierto, eran personas sensitivas e instruidas, amantes de las artes y la música, lectores exquisitos (uno de los personajes literarios más logrados en ese sentido es Maximilien Aue, el protagonista de Las benévolas, la abrumadora novela de Jonathan Littell), lo que no les impidió actuar como metódicos y despiadados verdugos. Lamentablemente, los ejemplos han sido demasiados abundantes en el siglo XX y han afectado a todo tipo de ideologías y regímenes políticos (no olvidemos que muchos gobernantes democráticamente elegidos no han dudado, mientras leían antes de acostarse poemas o relatos de honda y estremecedora rectitud moral, en declarar guerras e invadir países a sabiendas de las muertes que causarían). La benevolencia y la integridad personales no coinciden necesariamente con la excelencia de las lecturas.
Cuenta Alberto Manguel en su libro En el bosque del espejo que el profesor de literatura que marcó su pasión por los libros, que recomendaba la lectura de las obras literarias más sublimes, que leía en clase con agudeza y emoción los pasajes más controvertidos, que, en definitiva, le enseñó a leer, fue al mismo tiempo un confidente de los militares argentinos durante los años más terribles de su dictadura, lo que lo llevaba a delatar a sus alumnos, de los que enviaba minuciosos informes acerca de su formación y sus gustos, lo cual permitió que muchos de ellos fueran posteriormente detenidos y torturados. Las explicaciones que ensaya Manguel merecen ser reproducidas:
"- Puedo decidir que la persona que tuvo una importancia fundamental en mi vida y en cierto modo me permitió ser el que soy, que fue la esencia misma del profesor iluminador e inspirador, era en realidad un monstruo; que todo lo que me enseñó y me alentó a querer estaba corrompido.
-Puedo hacer el intento de justificar sus actos injustificables y pasar por alto que éstos condujeron a la tortura y a la muerte de mis amigos.
- Puedo aceptar que Rivadavia era a la vez el buen profesor y el colaborador de torturadores, y dejar esa descripción incólume, como fuego en el agua.
No sé cuál de las tres es la correcta."
Tampoco yo tengo una respuesta irrefutable. Es un dilema moral de extraordinaria complejidad. Uno querría creer que los monstruos son, por definición, insensibles y taimados, pero no estoy seguro del todo. He constatado demasiadas veces que comparto gustos literarios y pasiones musicales con personas de ideas y conducta deplorables como para pensar que lo que a mí me mejora también enaltece a otros. Sin embargo, la creencia en las virtudes cognoscitivas y éticas de la lectura me sigue ayudando a ejercer honestamente mi profesión y a defender sin imposturas mis opiniones sobre los libros. Y eso me anima y me consuela. En cualquier caso, el valor de esos desafíos, como el de las pintadas, es las oportunidades que ofrecen para el razonamiento y el debate.
No sé qué pensarán los lectores de todo esto.
Y no es necesario recurrir al usual ejemplo de los jerarcas nazis, gran parte de los cuales, es cierto, eran personas sensitivas e instruidas, amantes de las artes y la música, lectores exquisitos (uno de los personajes literarios más logrados en ese sentido es Maximilien Aue, el protagonista de Las benévolas, la abrumadora novela de Jonathan Littell), lo que no les impidió actuar como metódicos y despiadados verdugos. Lamentablemente, los ejemplos han sido demasiados abundantes en el siglo XX y han afectado a todo tipo de ideologías y regímenes políticos (no olvidemos que muchos gobernantes democráticamente elegidos no han dudado, mientras leían antes de acostarse poemas o relatos de honda y estremecedora rectitud moral, en declarar guerras e invadir países a sabiendas de las muertes que causarían). La benevolencia y la integridad personales no coinciden necesariamente con la excelencia de las lecturas.
Cuenta Alberto Manguel en su libro En el bosque del espejo que el profesor de literatura que marcó su pasión por los libros, que recomendaba la lectura de las obras literarias más sublimes, que leía en clase con agudeza y emoción los pasajes más controvertidos, que, en definitiva, le enseñó a leer, fue al mismo tiempo un confidente de los militares argentinos durante los años más terribles de su dictadura, lo que lo llevaba a delatar a sus alumnos, de los que enviaba minuciosos informes acerca de su formación y sus gustos, lo cual permitió que muchos de ellos fueran posteriormente detenidos y torturados. Las explicaciones que ensaya Manguel merecen ser reproducidas:
"- Puedo decidir que la persona que tuvo una importancia fundamental en mi vida y en cierto modo me permitió ser el que soy, que fue la esencia misma del profesor iluminador e inspirador, era en realidad un monstruo; que todo lo que me enseñó y me alentó a querer estaba corrompido.
-Puedo hacer el intento de justificar sus actos injustificables y pasar por alto que éstos condujeron a la tortura y a la muerte de mis amigos.
- Puedo aceptar que Rivadavia era a la vez el buen profesor y el colaborador de torturadores, y dejar esa descripción incólume, como fuego en el agua.
No sé cuál de las tres es la correcta."
Tampoco yo tengo una respuesta irrefutable. Es un dilema moral de extraordinaria complejidad. Uno querría creer que los monstruos son, por definición, insensibles y taimados, pero no estoy seguro del todo. He constatado demasiadas veces que comparto gustos literarios y pasiones musicales con personas de ideas y conducta deplorables como para pensar que lo que a mí me mejora también enaltece a otros. Sin embargo, la creencia en las virtudes cognoscitivas y éticas de la lectura me sigue ayudando a ejercer honestamente mi profesión y a defender sin imposturas mis opiniones sobre los libros. Y eso me anima y me consuela. En cualquier caso, el valor de esos desafíos, como el de las pintadas, es las oportunidades que ofrecen para el razonamiento y el debate.
No sé qué pensarán los lectores de todo esto.
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ALBERTO MANGUEL,
JONATHAN LITTELL,
PINTADAS,
UNIVERSIDAD DE GRANADA
14 de septiembre de 2008
En recuerdo de Ana
"La poesía no debe ser -como se ha formulado y se mantiene- moralizadora, utilitaria. No es posible reducirla a una enumeración de virtudes, enseñanza de tópicos escolares o composiciones improvisadas para una fecha clave, porque éste es el procedimiento más eficaz para despertar en el niño la repulsión al lenguaje poético. Es desvirtuar la esencia poética, es clasificarla dentro de normas científico-pedagógicas, es convertirla -como lo afirmara Gabriela Mistral- 'en un absurdo, que podríamos llamar balbuceos de docentes'."
Éstas palabras son de Ana Pelegrín y están extraídas de la introducción al libro Poesía española para niños, una antología realizada por ella y publicada en 1969 en la editorial Taurus. Me sorprenden, leídas casi cuatro décadas después, por su claridad y atrevimiento. Escritas entonces, cuando, en efecto, la poesía en las aulas apenas era otra cosa que una excusa para las conmemoraciones o la propagación de una moralina cursi y sentimental, tenían el valor de las ideas lúcidas y precursoras. Ahora nos parecen elementales, pero hace cuarenta años resultaban subversivas. Los poemas seleccionados, tanto de la poesía oral popular como de autores contemporáneos, demostraban que era posible un nueva forma de acercar la palabra poética a los niños. Ana amaba la poesía como se ama el aire.
Las recupero ahora, cuando Ana acaba de morir, como una íntima forma de homenaje. He buscado los libros que poseo de ella y, por su aspecto, me doy cuenta de que han sido muy usados, por mí y por los alumnos a quienes se los he ido prestando. Están descuadernados, los lomos rotos, las páginas sueltas, lo que significa que han sido leales acompañantes de mi andadura profesional. Su deterioro es el mejor reconocimiento que puedo ofrecerle a la autora.
La recuperación de la memoria formó parte del trabajo de Ana Pelegrín. Fue pionera en la divulgación de la tradición literaria popular, desde los cuentos y los juegos a las retahílas y las canciones, y muchos de nosotros acudimos a sus libros como el sediento a la fuente. Descubrimos el valor de las voces anónimas que guardaban el tesoro milenario de la literatura oral y aprendimos a protegerlas y propagarlas.
Abro al azar La aventura de oír y encuentro subrayadas estas palabras: "La poesía, el cuento (el cuento maravilloso o de encantamiento), encierra en sí materia de símbolo. Y el símbolo se despliega en la palabra irradiando multiplicidad de significados. Esta irradiación invita al niño a un viaje emocional y mental, le acerca a la imaginación literaria, hace posible la conjetura de que literatura y vida pueden estar ensamblados, literatura-vida, un solo ritmo". Lo que hace décadas me pareció sorprendente, forma hoy parte sustancial de mi pensamiento. Qué insólitos son los caminos del conocimiento.
El último gran proyecto de su vida fue rescatar del olvido los libros infantiles del exilio. Consideraba una tremenda injusticia el desconocimiento de la excelente labor de los escritores e ilustradores que abandonaron España y siguieron publicando en los respectivos países de acogida. Era su particular modo de reparar el agravio. En ese rescate ha estado trabajando hasta el último aliento. A punto de salir de la imprenta el fruto de su trabajo, Ana falleció. Lamentablemente, no pudo ver editado el libro. Sus amigos más íntimos decidieron armar con urgencia uno de los libros que en pocas semanas saldrán a la calle y colocarlo en su ataúd. El hecho de que sus cenizas se hayan mezclado con las de su obra adquiere el carácter límpido de un símbolo. La última vez que conversé telefónicamente con ella fue a propósito de la invitación que me hizo a participar en ese libro-homenaje. El recuerdo de su risa fácil y su suave voz argentina adquiere de pronto los rasgos de una despedida.
Éstas palabras son de Ana Pelegrín y están extraídas de la introducción al libro Poesía española para niños, una antología realizada por ella y publicada en 1969 en la editorial Taurus. Me sorprenden, leídas casi cuatro décadas después, por su claridad y atrevimiento. Escritas entonces, cuando, en efecto, la poesía en las aulas apenas era otra cosa que una excusa para las conmemoraciones o la propagación de una moralina cursi y sentimental, tenían el valor de las ideas lúcidas y precursoras. Ahora nos parecen elementales, pero hace cuarenta años resultaban subversivas. Los poemas seleccionados, tanto de la poesía oral popular como de autores contemporáneos, demostraban que era posible un nueva forma de acercar la palabra poética a los niños. Ana amaba la poesía como se ama el aire.
Las recupero ahora, cuando Ana acaba de morir, como una íntima forma de homenaje. He buscado los libros que poseo de ella y, por su aspecto, me doy cuenta de que han sido muy usados, por mí y por los alumnos a quienes se los he ido prestando. Están descuadernados, los lomos rotos, las páginas sueltas, lo que significa que han sido leales acompañantes de mi andadura profesional. Su deterioro es el mejor reconocimiento que puedo ofrecerle a la autora.
La recuperación de la memoria formó parte del trabajo de Ana Pelegrín. Fue pionera en la divulgación de la tradición literaria popular, desde los cuentos y los juegos a las retahílas y las canciones, y muchos de nosotros acudimos a sus libros como el sediento a la fuente. Descubrimos el valor de las voces anónimas que guardaban el tesoro milenario de la literatura oral y aprendimos a protegerlas y propagarlas.
Abro al azar La aventura de oír y encuentro subrayadas estas palabras: "La poesía, el cuento (el cuento maravilloso o de encantamiento), encierra en sí materia de símbolo. Y el símbolo se despliega en la palabra irradiando multiplicidad de significados. Esta irradiación invita al niño a un viaje emocional y mental, le acerca a la imaginación literaria, hace posible la conjetura de que literatura y vida pueden estar ensamblados, literatura-vida, un solo ritmo". Lo que hace décadas me pareció sorprendente, forma hoy parte sustancial de mi pensamiento. Qué insólitos son los caminos del conocimiento.
El último gran proyecto de su vida fue rescatar del olvido los libros infantiles del exilio. Consideraba una tremenda injusticia el desconocimiento de la excelente labor de los escritores e ilustradores que abandonaron España y siguieron publicando en los respectivos países de acogida. Era su particular modo de reparar el agravio. En ese rescate ha estado trabajando hasta el último aliento. A punto de salir de la imprenta el fruto de su trabajo, Ana falleció. Lamentablemente, no pudo ver editado el libro. Sus amigos más íntimos decidieron armar con urgencia uno de los libros que en pocas semanas saldrán a la calle y colocarlo en su ataúd. El hecho de que sus cenizas se hayan mezclado con las de su obra adquiere el carácter límpido de un símbolo. La última vez que conversé telefónicamente con ella fue a propósito de la invitación que me hizo a participar en ese libro-homenaje. El recuerdo de su risa fácil y su suave voz argentina adquiere de pronto los rasgos de una despedida.
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ANA PELEGRÍN
12 de septiembre de 2008
La literatura intoxicada
Amy Bellette, un personaje de la última novela de Philip Roth, Sale el espectro, escribe una carta al diario New York Times mostrando su indignación por la deriva que va tomando la crítica literaria, más ocupada en el sensacionalismo y el chismorreo que en hablar seriamente de literatura. Piensa que ha llegado a su fin la época en que la literatura se usaba para pensar y que se había entrado en otra en la que lo único que interesa es hurgar en la vida privada de los escritores y en su cotización monetaria, así como criticar con obtusa hipocresía moral el daño que la ficción puede causar en la sociedad. Puro vandalismo, afirma.
Copio aquí el fragmento final de esa carta, pues me parece una lúcida y vehemente declaración del autor a favor de la literatura, una defensa radical de la libertad del lector.
"[...] Si yo tuviera un poder como el de Stalin, no lo dilapidaría en silenciar a los escritores imaginativos. Silenciaría a quienes escriben acerca de los escritores imaginativos. Prohibiría todo debate público sobre literatura en periódicos, revistas y publicaciones académicas. Prohibiría la enseñanza de la literatura en las escuelas, los institutos, los colegios mayores y las universidades de todo el país. Declararía ilegales los grupos de lectura y los foros sobre libros en internet, y sometería a control policial las librerías para asegurarme de que ningún empleado hablará jamás con un cliente sobre un libro y de que los clientes no osaran hablar entre ellos. Dejaría a los lectores a solas con los libros, para abordarlos como les pareciese por sí mismos. Haría esto durante tantos siglos como fuese necesario para desintoxicar a la sociedad de sus venenosas majaderías."
No sé qué ocurriría si se cumpliese el drástico deseo de Amy Bellette, pero no me negarán que de llevarse a cabo su programa de desinfección a la vuelta de cien años habría cambiado sustancialmente el modo de leer y la literatura habría recobrado una frescura y una pureza inimaginables ahora. Merecería la pena ver la carta enmarcada en facultades universitarias, redacciones de periódicos y revistas culturales, bibliotecas, librerías, editoriales, colegios o centros cívicos. A todos nos haría bien levantar los ojos de cuando en cuando y recordar sus advertencias.
Copio aquí el fragmento final de esa carta, pues me parece una lúcida y vehemente declaración del autor a favor de la literatura, una defensa radical de la libertad del lector.
"[...] Si yo tuviera un poder como el de Stalin, no lo dilapidaría en silenciar a los escritores imaginativos. Silenciaría a quienes escriben acerca de los escritores imaginativos. Prohibiría todo debate público sobre literatura en periódicos, revistas y publicaciones académicas. Prohibiría la enseñanza de la literatura en las escuelas, los institutos, los colegios mayores y las universidades de todo el país. Declararía ilegales los grupos de lectura y los foros sobre libros en internet, y sometería a control policial las librerías para asegurarme de que ningún empleado hablará jamás con un cliente sobre un libro y de que los clientes no osaran hablar entre ellos. Dejaría a los lectores a solas con los libros, para abordarlos como les pareciese por sí mismos. Haría esto durante tantos siglos como fuese necesario para desintoxicar a la sociedad de sus venenosas majaderías."
No sé qué ocurriría si se cumpliese el drástico deseo de Amy Bellette, pero no me negarán que de llevarse a cabo su programa de desinfección a la vuelta de cien años habría cambiado sustancialmente el modo de leer y la literatura habría recobrado una frescura y una pureza inimaginables ahora. Merecería la pena ver la carta enmarcada en facultades universitarias, redacciones de periódicos y revistas culturales, bibliotecas, librerías, editoriales, colegios o centros cívicos. A todos nos haría bien levantar los ojos de cuando en cuando y recordar sus advertencias.
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LECTORES,
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PHILIP ROTH
10 de septiembre de 2008
Imágenes de la lectura
No sólo los sociólogos o los filósofos o los críticos literarios crean brillantes metáforas de la lectura, también lo hacen los ilustradores, los fotógrafos o los pintores. Muy a menudo, sus imágenes resultan más iluminadoras y significativas que las elaboradas por las palabras. He aquí tres ejemplos.
El primero es del ilustrador Quint Buchholz, quien hace poco más de una década ideó un conjunto de imágenes en torno al libro y al acto de leer que, a mi juicio, poseen un tal poder de evocación que al contemplarlas sientes de inmediato la necesidad de adjuntarles una historia, de escribir las sensaciones que provocan en ti. Eso es lo que pensó su editor nada más verlas. Envió una imagen diferente a 46 escritores de todo el mundo a fin de que le pusieran palabras, de que revelaran la historia escondida en ellas. El resultado fue El Libro de los Libros, un conjunto de 47 estampas, incluyendo la de la portada, y otros tantos textos literarios cuya lectura, la verdad, decepciona un poco. Pocos de ellos están a la altura poética de las ilustraciones de Buchholz. Parecen escritos a vuelapluma, casi por compromiso, sin aliento. No importa. Lo relevante son las ilustraciones, cuya contemplación constituye siempre un renovado placer, un estímulo constante para la imaginación.
El segundo ejemplo es del fotógrafo y diseñador gráfico búlgaro Mladen Penev. La serie que con el título de The power of books realizó hace unos años siguen teniendo un poder extremo de fascinación. Pocas metáforas sobre la lectura tan sorprendentes, tan reveladoras, tan reconocibles. Con una fuerza visual deslumbrante, las imágenes de Penev ilustran las diversas emociones que procura la lectura, desde el impacto brutal de un pensamiento heterodoxo o la descripción de un crimen a la levedad poética de una oda o el relato de un enamoramiento.
El tercero, finalmente, es del ilustrador suizo Jörg Müller, autor de admirables álbumes ilustrados, a uno de los cuales quiero ahora referirme. Se titula El libro en el libro en el libro y muestra con extraordinaria agudeza la entrada del lector en el libro, en este caso de modo físico, pues el niño protagonista atraviesa las páginas del que le acaban de regalar, desde la portada hasta el origen del mismo, es decir, hasta la mano del escritor-ilustrador que lo está confeccionando, con la intención de desvelar el misterio de un dibujo cuyas figuras no encajan del todo con el significado del libro, al menos con el significado que él le da con su lectura. El protagonista regresa más tarde a la realidad más satisfecho, más confiado.
El primero es del ilustrador Quint Buchholz, quien hace poco más de una década ideó un conjunto de imágenes en torno al libro y al acto de leer que, a mi juicio, poseen un tal poder de evocación que al contemplarlas sientes de inmediato la necesidad de adjuntarles una historia, de escribir las sensaciones que provocan en ti. Eso es lo que pensó su editor nada más verlas. Envió una imagen diferente a 46 escritores de todo el mundo a fin de que le pusieran palabras, de que revelaran la historia escondida en ellas. El resultado fue El Libro de los Libros, un conjunto de 47 estampas, incluyendo la de la portada, y otros tantos textos literarios cuya lectura, la verdad, decepciona un poco. Pocos de ellos están a la altura poética de las ilustraciones de Buchholz. Parecen escritos a vuelapluma, casi por compromiso, sin aliento. No importa. Lo relevante son las ilustraciones, cuya contemplación constituye siempre un renovado placer, un estímulo constante para la imaginación.
El segundo ejemplo es del fotógrafo y diseñador gráfico búlgaro Mladen Penev. La serie que con el título de The power of books realizó hace unos años siguen teniendo un poder extremo de fascinación. Pocas metáforas sobre la lectura tan sorprendentes, tan reveladoras, tan reconocibles. Con una fuerza visual deslumbrante, las imágenes de Penev ilustran las diversas emociones que procura la lectura, desde el impacto brutal de un pensamiento heterodoxo o la descripción de un crimen a la levedad poética de una oda o el relato de un enamoramiento.
El tercero, finalmente, es del ilustrador suizo Jörg Müller, autor de admirables álbumes ilustrados, a uno de los cuales quiero ahora referirme. Se titula El libro en el libro en el libro y muestra con extraordinaria agudeza la entrada del lector en el libro, en este caso de modo físico, pues el niño protagonista atraviesa las páginas del que le acaban de regalar, desde la portada hasta el origen del mismo, es decir, hasta la mano del escritor-ilustrador que lo está confeccionando, con la intención de desvelar el misterio de un dibujo cuyas figuras no encajan del todo con el significado del libro, al menos con el significado que él le da con su lectura. El protagonista regresa más tarde a la realidad más satisfecho, más confiado.
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7 de septiembre de 2008
Lugares para leer IV
"Me pregunto si el lector podrá imaginarnos. Estamos sentadas alrededor de la mesa de hierro y cristal un nublado día de noviembre; las hojas amarillas y rojas que se reflejan en el espejo del comedor están envueltas en bruma. Yo y quizá dos más tenemos un ejemplar de Lolita en el regazo. Las demás tienen un pesado fajo de fotocopias. El acceso a estos libros no es fácil. , ya no se pueden comprar en las librerías. Además de los censores, que los prohibieron casi todos, el Gobierno ordenó que se retiraran del mercado: numerosas librerías extranjeras cerraron o sobrevivieron recurriendo a los fondos prerrevolucionarios. Muchos de aquellos libros se podían encontrar en librerías de lance y unos pocos en la Feria Internacional del Libro de Teherán, que se celebraba todos los años. Un libro como Lolita era difícil de encontrar, sobre todo la versión comentada que querían mis chicas. Fotocopiamos las trescientas páginas para las que no tenían ejemplares. Durante el descanso tomábamos té o café con pastas. No recuerdo a quién le tocaba llevar las pastas. Hacíamos turnos y cada semana se encargaba una."
Azar Nafisi, Leer "Lolita" en Teherán
Sí, podemos imaginarlas. O mejor aún: debemos imaginarlas.
La autora del relato es Azar Nafisi, profesora de literatura inglesa en la Universidad Allameh Tabatabai de Teherán en 1979, cuando se produce la revolución islámica encabezada por el imán Jomeini contra la tiranía del Sha Mohammad Reza Pahlevi. En sus inicios fue una revolución apoyada mayoritariamente, pues prometía la restitución de una democracia secuestrada durante décadas. Pero pronto se transformó en una nueva clase de tiranía. Las dementes doctrinas de los clérigos chiítas que la encabezaban impusieron progresivamente nuevas y estrictas normas morales, entre las que no faltaban, claro está, la prohibición de leer los libros que ellos consideraban peligrosos y corruptores (nada distinto a las obsesiones condenatorias de cualquier dictadura, ya se haga en nombre del pueblo, de una casta militar o de la religión). En el caso de Irán, la "revolución cultural" de los clérigos en el poder fue extremadamente restrictiva. Prohibieron a los jóvenes pasear de la mano o besarse en público, separaron a los niños y a las niñas en las escuelas pero también a los hombres y a las mujeres en los autobuses, amonestaban a quienes reían ostentosamente, castigaban a las chicas que usaban colorete en las mejillas, impedían escuchar música occidental... En adelante, las mujeres se vieron obligadas a llevar los reglamentarios pañuelos y mantos oscuros para salir a la calle. La obediencia, el recato, el silencio, la sumisión, la censura, la discriminación, el castigo... fueron desde entonces el proceder cotidiano (en ese sentido, puede ser muy provechoso, además de muy gozoso, leer las maravillosas historietas de la saga Persépolis, escritas y dibujadas por Marjane Satrapi).
Pero he aquí que no todo el mundo se conforma y, además de otros tipos de resistencias, van abriéndose espacios de rebeldía personal y clandestina. Es lo que hacen esas jóvenes estudiantes, alumnas de Azar Nafisi, que deciden reunirse una vez a la semana, los jueves por la mañana, para leer y comentar juntas obras de ficción, un ejercicio literario que consideran necesario para mantener viva su imaginación, para no sentirse humilladas. Y a eso dedican esas horas secretas: a conversar sobre las lecturas de los libros prohibidos.
Las jóvenes llegan desde distintos lugares de la ciudad, tapadas con sus respectivos pañuelos y mantos, hasta la casa de su profesora. Llaman a la puerta y cuando la franquean se quitan la vejatoria vestimenta impuesta y se muestran tal como son. Debajo de sus mantos negros o azules llevan camisas anchas de colores y vaqueros ajustados. Antes de acomodarse en la habitación que cada jueves las acoge, y que es ya su espacio más soberano, colocan flores sobre la mesa, se pintan los labios, se sueltan el pelo. Pueden parecer gestos insignificantes, coquetos, pero para ellas y en ese momento tienen el valor de una liberación. Y entonces, cuando ya están dispuestas, comienzan a hablar de las lecturas que han realizado, de los sentimientos experimentados, de las ideas surgidas, de las fantasías desplegadas. Durante dos años, aquellas horas matutinas fueron poblándose progresivamente con las palabras de Henry James, Virginia Woolf, Gustave Flaubert, Saul Bellow, Jane Austen, James Joyce, Las Mil y Una Noches... Y, sobre todas ellas, las de Vladimir Nabokov, quien ofrece en su Lolita un repertorio de quebrantamientos e insolencias, que leído en aquella enclaustrada habitación de Teherán, resuenan como un grito, como una acusación, como una huida. Las transgresiones literarias se convertían en transgresiones personales. Para aquellas mujeres, leer ficciones era su íntima forma de decir no, de mantenerse erguidas.
Azar Nafisi, Leer "Lolita" en Teherán
Sí, podemos imaginarlas. O mejor aún: debemos imaginarlas.
La autora del relato es Azar Nafisi, profesora de literatura inglesa en la Universidad Allameh Tabatabai de Teherán en 1979, cuando se produce la revolución islámica encabezada por el imán Jomeini contra la tiranía del Sha Mohammad Reza Pahlevi. En sus inicios fue una revolución apoyada mayoritariamente, pues prometía la restitución de una democracia secuestrada durante décadas. Pero pronto se transformó en una nueva clase de tiranía. Las dementes doctrinas de los clérigos chiítas que la encabezaban impusieron progresivamente nuevas y estrictas normas morales, entre las que no faltaban, claro está, la prohibición de leer los libros que ellos consideraban peligrosos y corruptores (nada distinto a las obsesiones condenatorias de cualquier dictadura, ya se haga en nombre del pueblo, de una casta militar o de la religión). En el caso de Irán, la "revolución cultural" de los clérigos en el poder fue extremadamente restrictiva. Prohibieron a los jóvenes pasear de la mano o besarse en público, separaron a los niños y a las niñas en las escuelas pero también a los hombres y a las mujeres en los autobuses, amonestaban a quienes reían ostentosamente, castigaban a las chicas que usaban colorete en las mejillas, impedían escuchar música occidental... En adelante, las mujeres se vieron obligadas a llevar los reglamentarios pañuelos y mantos oscuros para salir a la calle. La obediencia, el recato, el silencio, la sumisión, la censura, la discriminación, el castigo... fueron desde entonces el proceder cotidiano (en ese sentido, puede ser muy provechoso, además de muy gozoso, leer las maravillosas historietas de la saga Persépolis, escritas y dibujadas por Marjane Satrapi).
Pero he aquí que no todo el mundo se conforma y, además de otros tipos de resistencias, van abriéndose espacios de rebeldía personal y clandestina. Es lo que hacen esas jóvenes estudiantes, alumnas de Azar Nafisi, que deciden reunirse una vez a la semana, los jueves por la mañana, para leer y comentar juntas obras de ficción, un ejercicio literario que consideran necesario para mantener viva su imaginación, para no sentirse humilladas. Y a eso dedican esas horas secretas: a conversar sobre las lecturas de los libros prohibidos.
Las jóvenes llegan desde distintos lugares de la ciudad, tapadas con sus respectivos pañuelos y mantos, hasta la casa de su profesora. Llaman a la puerta y cuando la franquean se quitan la vejatoria vestimenta impuesta y se muestran tal como son. Debajo de sus mantos negros o azules llevan camisas anchas de colores y vaqueros ajustados. Antes de acomodarse en la habitación que cada jueves las acoge, y que es ya su espacio más soberano, colocan flores sobre la mesa, se pintan los labios, se sueltan el pelo. Pueden parecer gestos insignificantes, coquetos, pero para ellas y en ese momento tienen el valor de una liberación. Y entonces, cuando ya están dispuestas, comienzan a hablar de las lecturas que han realizado, de los sentimientos experimentados, de las ideas surgidas, de las fantasías desplegadas. Durante dos años, aquellas horas matutinas fueron poblándose progresivamente con las palabras de Henry James, Virginia Woolf, Gustave Flaubert, Saul Bellow, Jane Austen, James Joyce, Las Mil y Una Noches... Y, sobre todas ellas, las de Vladimir Nabokov, quien ofrece en su Lolita un repertorio de quebrantamientos e insolencias, que leído en aquella enclaustrada habitación de Teherán, resuenan como un grito, como una acusación, como una huida. Las transgresiones literarias se convertían en transgresiones personales. Para aquellas mujeres, leer ficciones era su íntima forma de decir no, de mantenerse erguidas.
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VLADIMIR NABOKOV
2 de septiembre de 2008
Lecturas razonables
"La novela nos insta a interpretar metáforas. Pero ahora podemos decir más: la novela se presenta ella misma como una metáfora. Nos sugiere que veamos el mundo de esta manera y no de otra, que miremos las cosas como si fueran esa historia y no como nos recomiendan las ciencias sociales. Al leerla no sólo obtenemos imágenes concretas que nos permiten imaginar este mundo en particular, sino también, y más significativamente, un marco intelectual general para abordar el nuestro.
Insisto en que no existe en esta novela -ni en mi propia postura- desprecio por la razón ni por la búsqueda científica de la verdad. Lo que yo critico es ese enfoque cientificista que pretende hablar en nombre de la razón y de la verdad. A mi entender, no logra hablar en nombre de la verdad porque representa errónea y dogmáticamente la complejidad de los seres humanos y de la vida humana. Y no logra hablar en nombre de la razón porque confía acríticamente en percepciones borrosas y teorías psicológicas burdas. La novela no nos exhorta a desechar la razón, sino a llegar a ella bajo la luz de la fantasía, entendida como una facultad creativa y veraz. [...] La novela indica que los tratados políticos y económicos de estilo abstracto y matemático pueden ser coherentes con su propósito mientras ofrezcan una visión del ser humano que sea tan rica como la visión que propone la novela, mientras no pierdan de vista lo que omiten por motivos de eficiencia. El gobierno no puede investigar la biografía de cada ciudadano como lo hace la novela con sus personajes, pero puede saber que cada ciudadano tiene una biografía compleja, y puede tener en cuenta que en principio la norma sería reconocer la individualidad, la libertad y la diferencia cualitativa de cada uno, tal como la novela."
Las palabras precedentes son de la filósofa Martha Nussbaum, profesora de Derecho y Ética de la Universidad de Chicago, y están extraídas del libro Justicia poética. Y aunque la novela a la que se refiere en el texto es Tiempos difíciles de Charles Dickens, sus reflexiones son perfectamente adjudicables a cualquier otra novela. La autora, una de las más vehementes defensoras de la consideración de la literatura, en especial de las narraciones, como un instrumento privilegiado de conocimiento del mundo y, en particular, de los seres humanos, plantea en el texto una cuestión capital: la voluntad de comprender lo que somos y el tiempo histórico del que somos protagonistas, el deseo de saber qué debemos hacer para vivir con más plenitud y más dignidad, el coraje para dar sentido a la experiencia personal y colectiva, no pueden ser satisfechos únicamente con teorías o discursos o estadísticas. Las narraciones, aunque sean ficticias, pueden contribuir de manera determinante a la búsqueda de la verdad. La literatura posee la admirable cualidad de imbricar las emociones y la imaginación en la exploración del mundo que está más allá de nuestra experiencia individual o cultural, en el acercamiento a otros seres humanos y a sus esperanzas y frustraciones, en el análisis de la propia vida a través de la reflexión sobre la vida de los personajes de la narración. A ese proceso intelectivo lo solemos llamar razonamiento. Razonar no consiste, por tanto, sólo en analizar, sistematizar, experimentar, calcular, verificar, concluir... También es sentir e imaginar. La lectura, por sí sola, no transforma radicalmente al lector. Pero la experiencia de leer sí puede proporcionarle la posibilidad de pensar, interpretar, valorar, optar..., que puede ser el prefacio de la transformación. Luego, claro está, todo depende de la voluntad.
Insisto en que no existe en esta novela -ni en mi propia postura- desprecio por la razón ni por la búsqueda científica de la verdad. Lo que yo critico es ese enfoque cientificista que pretende hablar en nombre de la razón y de la verdad. A mi entender, no logra hablar en nombre de la verdad porque representa errónea y dogmáticamente la complejidad de los seres humanos y de la vida humana. Y no logra hablar en nombre de la razón porque confía acríticamente en percepciones borrosas y teorías psicológicas burdas. La novela no nos exhorta a desechar la razón, sino a llegar a ella bajo la luz de la fantasía, entendida como una facultad creativa y veraz. [...] La novela indica que los tratados políticos y económicos de estilo abstracto y matemático pueden ser coherentes con su propósito mientras ofrezcan una visión del ser humano que sea tan rica como la visión que propone la novela, mientras no pierdan de vista lo que omiten por motivos de eficiencia. El gobierno no puede investigar la biografía de cada ciudadano como lo hace la novela con sus personajes, pero puede saber que cada ciudadano tiene una biografía compleja, y puede tener en cuenta que en principio la norma sería reconocer la individualidad, la libertad y la diferencia cualitativa de cada uno, tal como la novela."
Las palabras precedentes son de la filósofa Martha Nussbaum, profesora de Derecho y Ética de la Universidad de Chicago, y están extraídas del libro Justicia poética. Y aunque la novela a la que se refiere en el texto es Tiempos difíciles de Charles Dickens, sus reflexiones son perfectamente adjudicables a cualquier otra novela. La autora, una de las más vehementes defensoras de la consideración de la literatura, en especial de las narraciones, como un instrumento privilegiado de conocimiento del mundo y, en particular, de los seres humanos, plantea en el texto una cuestión capital: la voluntad de comprender lo que somos y el tiempo histórico del que somos protagonistas, el deseo de saber qué debemos hacer para vivir con más plenitud y más dignidad, el coraje para dar sentido a la experiencia personal y colectiva, no pueden ser satisfechos únicamente con teorías o discursos o estadísticas. Las narraciones, aunque sean ficticias, pueden contribuir de manera determinante a la búsqueda de la verdad. La literatura posee la admirable cualidad de imbricar las emociones y la imaginación en la exploración del mundo que está más allá de nuestra experiencia individual o cultural, en el acercamiento a otros seres humanos y a sus esperanzas y frustraciones, en el análisis de la propia vida a través de la reflexión sobre la vida de los personajes de la narración. A ese proceso intelectivo lo solemos llamar razonamiento. Razonar no consiste, por tanto, sólo en analizar, sistematizar, experimentar, calcular, verificar, concluir... También es sentir e imaginar. La lectura, por sí sola, no transforma radicalmente al lector. Pero la experiencia de leer sí puede proporcionarle la posibilidad de pensar, interpretar, valorar, optar..., que puede ser el prefacio de la transformación. Luego, claro está, todo depende de la voluntad.
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