29 de noviembre de 2009

Con los ojos de la imaginación

No sabría cuantificar las veces que he visitado la Alhambra, casi siempre como feliz guía de amigos y visitantes. No obstante, cada vez que acudo, aun cuando realice el mismo recorrido, tengo la sensación de que lo hago por primera vez. Sobre todo, porque los acompañantes casi nunca son los mismos, pero también porque la conversación con los palacios nazaríes de mi ciudad es inagotable.

El pasado domingo, sin embargo, y gracias a la gentileza del Patronato de la Alhambra y el Generalife, oficié de guía de un modo que nunca hasta ahora había experimentado. Dentro del programa de visitas 'La Alhambra más cerca' propuse contemplar los palacios 'con los ojos de la imaginación', pues la Alhambra, que tan múltiples miradas admite -arquitectónica, histórica, literaria, matemática, antropológica, botánica...-, no ha sido ajena a los vuelos de la fantasía. De hecho, la mirada imaginativa es una de las más arraigadas y la que mayores alicientes proporciona para visitar el monumento. La mayoría de sus visitantes quizá desconoce las fechas de construcción o los nombres de sus artífices, el significado de la epigrafía poética de sus muros o el valor de su estructura, la genealogía de sus jardines o la ciencia que esconden sus azulejos, pero es casi seguro que en algún momento de sus vidas, en su infancia o en su madurez, han escuchado o leído alguna historia de tesoros ocultos o amores frustrados relacionada con la Alhambra. Cuando entran en ella buscan los lugares que previamente visitaron con su imaginación.

Durante siglos, la Alhambra ha sido escenario de las más desbocadas fantasías, sus patios y torres han alentado por igual la nostalgia y los sueños. La literatura sirve a menudo para poblar los vacíos, para ennoblecer lo perdido, para explicar lo ignorado. Alienta asimismo el deseo de conocer. Y la Alhambra, de la que tanto se desconoce aún, ha sido un espacio incitador de la curiosidad humana. Las novelas, los romances, las leyendas o los poemas que se han tejido en torno a ella han conformado el imaginario popular con mucha más intensidad que los tratados, los estudios o los ensayos académicos. No podía ser de otro modo.

La decisión de contemplar la Alhambra con los ojos de la imaginación tenía sin embargo un motivo fundado. Se conmemora en estos días el sesquicentenario de la muerte de Washington Irving, autor, como es bien sabido, de un libro que contribuyó a la divulgación mundial de unos palacios que, si bien hoy forman parte del Patrimonio de la Humanidad, hace dos siglos, cuando Irving los visitó, estaban en un estado deplorable, medio abandonados y casi ruinosos. Y esa propagación la hizo a través de su célebre Cuentos de la Alhambra, donde narra con indisimulado amor su estancia en los palacios y las historias que iba escuchando de boca de los 'hijos de la Alhambra', la heterogénea comunidad de desharrapados y ociosos que la poblaba entonces. Era un modo personal y póstumo de reconocimiento.

Fue una experiencia gratísima guiar a visitantes tan diversos, desde veinteañeros a octogenarias, a través de las palabras de Washington Irving, el vizconde de Chateaubriand, Ibn Zamrak o Manuel Fernández y González. Comenzamos en la explanada de los Aljibes, donde se han querido escuchar los lamentos de Florinda, hija del Conde don Julián, cuya violación por parte del último rey visogodo, don Rodrigo, hizo que su padre en venganza permitiera el desembarco de las tropas árabes en la península, y concluimos en la Torre de los Siete Suelos, sede legendaria de un caballo descabezado y un perro-león llamado El Velludo, que salen a medianoche a recorrer velozmente la ciudad de Granada, y por la que la tradición mantiene que abandonó la Alhambra el rey Boabdil camino del exilio. Es decir, la imaginación del principio y el final de la presencia árabe en España.

Sí, la Alhambra es un lugar propicio a la ficción y la poesía, pues, como escribió Washington Irving, "el encanto peculiar de este viejo palacio de fantasía radica en la facultad de despertar vagos ensueños y evocar el pasado, revistiendo así las desnudas realidades con las ilusiones de la memoria y la imaginación".

25 de noviembre de 2009

Ellas que caminan a nuestro lado


SENEGALESA

Diles que pregunten por mí
en la aldea de Thiaroye, allí me conocen,
saben quién es mi madre y que le llaman
Ndiémé, saben quién es mi hermana Bébé,
cuál es mi casa, allí me conocen.
Diles que pregunten por mí a la vieja Misia
que me vio nacer y que me curó de la fiebre
y estuvo una vez en la ciudad de Thies a por un diente de oro,
que pregunten por mí a mi primo Makalou
que lleva a los turistas en su barca de pesca.
Que pregunten a mi gente, allí me conocen.
Díselo. No tengo papeles, pero allí saben quién soy,
allí me conocen.


He querido que el poema de Berta Piñán, que habla de la insignificancia de quienes pierden su identidad y sus referencias culturales cuando cambian de país y entran a formar parte de la vasta y uniformadora categoría de 'emigrantes' o, aún peor, 'emigrantes sin papeles',
sirva de encabezamiento al anuncio de una exposición titulada Mujeres y fronteras. Un viaje de Senegal a España, que desde ayer, 24 de noviembre, está abierta en la Biblioteca de Andalucía, en Granada.

El proyecto en el que los organizadores, Luna Vives y Javier Acebal, están empeñados tiene como objetivo acercar a las personas atentas "a la experiencia migratoria de un grupo de mujeres senegalesas que viven hoy en Andalucía. Entre estas actividades está una exposición de fotografía, que siguiendo el viaje de varias mujeres, parte de sus ciudades y pueblos de origen, traza los caminos que han seguido para llegar a su situación actual, explora la relación que mantienen con los que quedaron atrás y los sueños que las ayudan a seguir adelante". Las magníficas fotografías que hilvanan la exposición dan cuenta de un viaje que no es sólo geográfico sino emocional, lingüístico y cultural. Un viaje que en muchos casos acaba en tragedia.

Las mujeres senegalesas que han emigrado unen a las contrariedades generales las propias de su condición: la separación prolongada de sus hijos, las dificultades que tienen para obtener trabajos que otras mujeres emigrantes sí pueden alcanzar debido a su color de piel y a sus costumbres, las discriminaciones familiares y sociales... Las fotografías y los textos y los objetos que urden la exposición tienen la virtud de 'humanizar' a personas generalmente invisibles, tantas veces ignoradas. Las dota de rostro, de antecedentes, de biografía. Las hace vecinas, las hace amables. Es ese acercamiento, la tentativa de quebrar los estereotipos y reconstruir su historia, el mayor valor de una exposición que ayuda a afinar la mirada y a fortalecer la comprensión. Se entiende de pronto que a nuestro lado hay pasados, hay sueños.

Como sé que a muchos lectores les resulta imposible acercarse a ella, dejo aquí un enlace para que la puedan visitar de modo virtual.

20 de noviembre de 2009

No al cierre de 'La Opinión de Granada'

La manía contemporánea de llamarle a casi todo 'producto' -los libros son un producto, el territorio es un producto, las películas son un producto...- ha hecho que la vida en su conjunto se entienda de modo predominante según las reglas de la economía y el comercio. De hecho, la palabra 'vender' ha infectado de tal forma el lenguaje y las conversaciones que es ya muy raro que alguien, al hablar por ejemplo de su trabajo o de sus ideas, no emplee la palabra 'vender' o 'venderse' si de lo que se trata es de presentarse, demostrar sus cualidades u ofrecer sus servicios. Todo, en efecto, parece susceptible de ser vendido y comprado, pues todo resulta ser un producto, inclusive los trabajadores.

Tengo esa sensación mientras acompaño a los redactores y empleados del periódico La Opinión de Granada en su concentración diaria en protesta por el cierre repentino y alevoso del mismo, decidido por la empresa con absoluta impunidad y desprecio hacia los trabajadores que lo hacían posible cada día.

Naturalmente, para la empresa, Editorial Prensa Ibérica, cuyo presidente es el empresario Javier Moll de Miguel, ese periódico era simplemente un producto más en la lista de sus negocios y los trabajadores unos meros productos a utilizar o, llegado el caso, liquidar como si fuesen zapatos o ladrillos. Para esos empresarios sin honor, en cuyas bocas no obstante nunca faltan las palabras 'libertad' o 'ética', un periódico es un producto como otro cualquiera, una mercancía que ahora dejan de vender porque no resulta rentable. Lo importante para ellos es el lucro, por qué habría de importarles entonces la suerte de quienes durante algunos años han sido capaces de ofrecer informaciones veraces y comprometidas, de denunciar abusos y corruptelas, de dar voz a personas anónimas pero valiosas, de soportar los desdenes y las miserias morales de alcaldes, concejales, diputados, presidentes de partidos, patronos y demás.

Supongo que en algunos despachos lujosos de la empresa se habrán elaborado informes, se habrán esgrimido estadísticas y cifras, se habrán calculado costos y finalmente habrán decidido la estrategia: presentarse de repente en la redacción del periódico, a media tarde, y anunciar sin demasiado preámbulo que el periódico que se está elaborando será el último. Y así lo hicieron. Desde el día siguiente las puertas de la redacción permanecen cerradas. A los trabajadores apenas les dio tiempo a recoger sus pertenencias. Es la imagen exacta de la cobardía y la arbitrariedad.

Escribo estas palabras en respaldo de unos periodistas a los que conozco bien, con los que he colaborado, y a los que considero excelentes profesionales. Pero también lo hago porque observo con rabia y temor los retrocesos en la libertad de información, las amenazas continuas al ejercicio del periodismo independiente, la progresiva desconsideración de la figura del periodista. Los compañeros de La Opinión de Granada no son los únicos que vienen sufriendo tales abusos empresariales, pero en ellos quiero concretar mi solidaridad con los demás.

13 de noviembre de 2009

A propósito de Juul

Cumplo hoy un deseo muchas veces postergado: escribir algunas reflexiones acerca de un libro que estimo particularmente, Juul, publicado en España por la editorial Lóguez y cuyos autores son Gregie de Maeyer y Koen Vanmechelen.


Desde su publicación en 1996, en Bélgica, Juul ha sido un álbum ilustrado muy controvertido, admirado por muchos y rechazado por muchos otros también. A nadie deja impasible. Estos días, como parte de las reflexiones que estoy haciendo con mis alumnos sobre el significado de la literatura y, específicamente, de la literatura infantil y juvenil, lo he presentado en clase. Su lectura, como viene ocurriendo desde hace años, ha conmovido, ha provocado debates intensísimos, ha reabierto heridas, ha hecho pensar, ha introducido la vida en la clase. Para quienes no conocen el libro les será difícil entender lo que supone leerlo. Únicamente diré que es un libro descarnado y sobrio, terrible y delicado a la vez, capaz de suscitar las catarsis más puras y los pensamientos más agudos. Esos son los argumentos que mejor hablan en su favor. Sentir y pensar: ¿qué más puede ofrecer un libro de ficción? Y hablo no sólo de lo que ocurre en un aula universitaria, sino de lo que origina también en centros de enseñanza primaria y secundaria o en bibliotecas. Es un libro que habla del dolor, pero también del amor. Habla del daño, pero asimismo de la reparación. La extrema violencia que a tantos espanta no debería hacer olvidar el gesto final de Nora, su compasión y su aliento. Es un libro turbador, hermoso, necesario. Léanlo y juzguen. (En la Red está reproducido el texto, pero me parece que pierde relevancia sin el acompañamiento de las ilustraciones. En este enlace pueden encontrar además un muy buen relato de una experiencia con niños en torno a Juul.)

Quiero aportar un texto que ayer mismo me entregó una alumna. Tengo su autorización para reproducirlo. Lo hago como testimonio de un sufrimiento y como demostración de las emociones que la literatura, a través de un pequeño álbum ilustrado, puede provocar. Y también como homenaje y agradecimiento a la alumna que tuvo el valor de hablar públicamente, pues fui testigo del esfuerzo que tuvo que hacer. Ella es en esta ocasión la portavoz de otras muchas víctimas, algunas de las cuales contaron su experiencia en clase. Otras callaron por pudor o por falta de fuerzas. O por no aparecer ante los demás con el estigma de ser una víctima, que es el castigo añadido que deben padecer. Su silencio es legítimo, pero no lo es el de los demás. El silencio de los consentidores o de los indiferentes los convierte en cómplices de los acosadores, de los que establecen su lugar en el mundo a partir de la humillación y el maltrato a los demás. Nuestro deber es dar voz y amparo a quienes en algún momento de sus vidas han soportado el golpe arbitrario de una palabra o de un puño.



He aquí el texto que fue leído en clase y que luego me fue entregado. Por consideración, omito el nombre de su autora. Les ruego que lo lean con la conciencia de estar entrando en una intimidad dañada.

Preferiría no haberme cruzado con este libro jamás. No dejo de reconocer que puede ser útil para la educación de los más pequeños, pero, sinceramente, creo que yo no estaba preparada para afrontarlo. Al llegar a casa rompí a llorar. Preferiría no haber recordado todo aquello que recordé cuando escuché esta historia. Puede que sea porque soy débil, quizás no, quién sabe. Quizás deba afrontar la realidad que presenta este libro y mirar hacia delante. Quizás debiera admitir que, como Juul, me deshago en piezas. Por desgracia, yo sólo sé mirar atrás. A veces el pasado es demasiado doloroso como para ser olvidado.

A veces el pasado quema. A veces el pasado mata. Al fin y al cabo vivir en el pasado no es vivir.

Algunos compañeros participaron en clase para hablar de los problemas que el libro planteaba, yo quise, pero ciertamente no pude. No podía articular palabra acerca de este tema. No podía hacerlo... no tengo fuerzas para ello.

Sé lo que es sufrir burlas y críticas de los demás acerca de tu físico y de tu persona. Pero también sé algo peor, recibir críticas de ti misma. Es increíble cómo la concepción que los demás tengan de ti y de tu físico te puede condicionar. Es increíble cómo sus burlas y comentarios pueden cambiarte la vida.

Ser tratada como alguien inferior, un ser grotesco o "desagradable a la vista", ser aislada por ello... ¿Quién es capaz de aguantar eso? Yo no lo fui. Aún no lo soy.

Sé lo que es dejar de comer. Sé lo que es sentirse obesa. Sé lo que es tener una imagen distorsionada de ti misma. Sé lo que es odiarse, sentirse siempre a disgusto e inferior. Sé lo que es sentir vergüenza de ti misma, odiar tu físico. Lo sé.

Es increíble cómo la opinión de los demás puede cambiarte. Sencillamente, increíble. Aún hoy en día mantengo esta sensación de desaprobación por parte de todos, por mi propia parte inclusive. Es cierto que ya estoy recuperada, pero si algún día luché por ello fue más por mis familiares que por mí. Odio hacer sufrir a los demás, pero sin embargo parece que no odio hacerme sufrir a mí.

Este libro me recordó mis días ingresada en el hospital, mis días sin asistir a clase... tantos días. Aquellos días en los que no era capaz de sonreír.

Hoy por hoy trato de serlo, sonreír, ser feliz. La verdad es que no trato este tema con mucha gente, por no decir que sólo lo trato con mis amigas de mi ciudad. Sin embargo, hoy me animé a hablar. Hablar para liberarme y olvidar. Hablar para dejar de pensar como pienso, sentir como siento, vivir como vivo.

Quiero tratar de ser feliz e intentar aceptarme tal y como soy. Ojalá algún día llegue a gustarme a mí misma. Prometo intentarlo.

Por ello, recomiendo la lectura de este libro, para que tanto acosadores como acosados, oprimidores como oprimidos, sepan las consecuencias que pueden tener las burlas y críticas que los niños suelen realizar.

No todo el mundo es suficientemente fuerte como para afrontar esas cosas.

Yo aún no lo soy, pero algún día lo seré.

7 de noviembre de 2009

Entender o no

Ando estos días empecinado con mis alumnos en definir, dentro de lo posible, qué significa entender un texto literario, o un texto en general. Es habitual que, ante determinados libros, manifiesten sus dudas acerca de si serán o no comprendidos por los niños, bien porque consideren que el lenguaje es complejo, que el tema es arduo o que el punto de vista es inusual. Son dudas pedagógicamente muy útiles, pues a la par que abren interrogantes acerca de la naturaleza de las narraciones o los poemas permiten aclarar confusiones acerca de la infancia y sus modos de entendimiento.

La idea que perdura en la mayoría de los alumnos, y contra la que tengo que pugnar año tras año, es que leer es una actividad de búsqueda del sentido enterrado entre las líneas del texto, como si de encontrar un tesoro o un filón se tratara. Me empeño en hacerles ver que eso no es así, que el significado de un cuento o una novela o un poema no está prefijado y que es cada lector, a partir de sus experiencias y sus expectativas, de sus conocimientos y sus estados de ánimo, de sus lecturas previas o sus prácticas culturales, el que lo construye, es decir, el que determina lo que un texto le dice a él en un momento particular y en unas circunstancias precisas. Me enfrento además al prejuicio de que el sentido debe 'captarse' en su conjunto, pues de lo contrario el texto no puede entenderse. Consideran que el sentido es algo objetivo, homogéneo, permanente, igual para todos.

En esta ocasión, además de la ayuda de algunos ensayos literarios, me he servido de dos poemas de amor escritos por sendos poetas españoles para tratar de que ellos mismos determinaran qué significa 'entender'. El primero de ellos, Vieja canción, es de Eloy Sánchez Rosillo y el segundo, La mujer de Lot, de Amalia Bautista.

VIEJA CANCIÓN

He escuchado en la radio, por azar, hace un rato,
una vieja canción,
una canción romántica que estuvo muy de moda
en la playa, durante los meses de un verano
maravilloso de mi adolescencia.
Muchas veces la oí entonces, junto a alguien
que junio quiso darme y me quitó septiembre.

Mientras la música sonaba,
he sentido en el pecho
la emoción de los días antiguos: tanta luz,
tanta ilusión brotando, tanta vida;
y he cerrado los ojos y he visto a una muchacha
que a través de la niebla del tiempo me sonríe
y con amor me mira.


LA MUJER DE LOT

Nadie nos ha aclarado todavía
si la mujer de Lot fue convertida
en estatua de sal como castigo
a la curiosidad irrefrenable
y a la desobediencia solamente,
o si se dio la vuelta porque en medio
de todo aquel incendio pavoroso
ardía el corazón que más amaba.


Como verán, ambos poemas son, además de bellos, particularmente provocadores para reflexionar acerca de la memoria, las experiencias, las emociones, el conocimiento cultural, la imaginación, las lecturas..., es decir, todo aquello que nos condiciona a la hora de leer y hace que las narraciones o los poemas sean entendidos o no.

Habrán deducido que el poema de Eloy Sánchez Rosillo evocaba de inmediato experiencias similares, aunque todas diferentes, y que por ello les resultaba diáfano y próximo. Y habrán adivinado asimismo que, inicialmente, la mayoría de mis alumnos no 'entendieron' el poema de Amalia Bautista, pues, salvo excepciones, la historia bíblica de Sodoma y Gomorra y las advertencias de Yahvé a Lot y su familia para salvarse del castigo les era ajena. Ignoraban asimismo las milenarias interpretaciones del suceso que inciden en la curiosidad y la desobediencia propias de las mujeres como causa de la conversión en estatua de sal, aunque para mi sorpresa una alumna afirmó que una tía suya acostumbraba a decir "no seas tan curiosa que pareces la mujer de Lot" cuando alguien de la familia, las chicas sobre todo, preguntaba más de la cuenta o fisgoneaba donde no debía. Pero a medida que, aun de modo fragmentario e inconexo, iban aportando la información necesaria, el poema se volvía transparente, lo relacionaban fácilmente con sus propias vidas, les despertaba emociones inesperadas, se identificaban con la mirada heterodoxa de la autora. Es decir, lo habían entendido. Les resultaba muy gratificante descubrir por sí mismos en qué consiste leer y cómo habría entonces que juzgar la capacidad de los niños para entender o no un texto literario. Pueden suponer la satisfacción que, como profesor, se siente cada vez que un alumno o una alumna confiesa públicamente, o en privado, que va entendiendo en qué consiste la lectura.

1 de noviembre de 2009

Ver, leer

Hace unos días vi en televisión la película La mancha humana, dirigida por Robert Benton a partir de un guión de Nicholas Meyer. No la vi cuando la estrenaron en España y sentí ahora curiosidad por saber si el resultado de una nueva adaptación al cine de una novela de Philip Roth alcanzaba a transmitir al espectador algo más que un enunciado de personajes y tramas. No esperaba mucho, la verdad, pero tenía una cierta disposición a la sorpresa. Sin embargo, se confirmaron mis peores presentimientos. No pretendo con esta entrada incurrir en la tan tediosa como infecunda discusión acerca de las posibilidades o diferencias de las adaptaciones de las grandes novelas al cine, pero no quisiera ocultar que tuve la sensación, mientras veía la película, de estar contemplando un arbolillo donde antes, leyendo la novela, había visto una secuoya majestuosa, robusta y frondosa. Cada secuencia de la película me confirmaba las frustradas tentativas de trasladar al lenguaje cinematográfico un mundo verbal tan poderoso y significativo como el de Philip Roth, una decepción a la que contribuían de modo concienzudo los actores protagonistas. Resultaba penoso e inverosímil ver a Anthony Hopkins interpretando a Coleman Silk, a Nicole Kidman tratando de representar a Faunia Farley o a Gary Sinise encarnando a Nathan Zuckerman. Incluso un actor al que tanto admiro, como es Ed Harris, no alcanzaba ni de lejos a transmitir la atormentada y rabiosa psicología de Les Farley.

Como no deseo incidir en la obviedad de declarar que toda adaptación al cine de las grandes novelas supone una irremediable e injusta mutilación, y que lo único que las justifica es considerarlas como anuncios o introducciones a la novela, voy a hacer lo que me pareció que me correspondía tras apagar la televisión: recomendar la lectura de La mancha humana.


Supone al mismo tiempo una excusa para mostrar nuevamente mi sostenida admiración por Philip Roth. Desde hace tiempo estoy entregado a la modesta, paciente y gozosa tarea de leer toda su obra, y con cada nuevo libro que concluyo siento que es uno de los objetivos más felices que me he impuesto como lector. De La mancha humana sólo diré que, como suele ocurrir con Philip Roth, el lector tiene la sensación de asistir a una minuciosa y demostrativa disección de la psique humana, como si en vez de a un novelista estuviéramos escuchando a la vez a Diego de Velázquez mientras pintaba, a Sigmund Freud mientras indagaba en el subconsciente de un paciente, a Pierre Bourdieu mientras analizaba el comportamiento de un grupo social y a Gustav Mahler mientras componía alguna de sus sinfonías, tan intensa y abarcadora es su escritura. Atender al desvelamiento de la biografía de Coleman Silk es enfrentarse a los miedos, los secretos, las mezquindades y las vulnerabilidades de los seres humanos sin dejar de observar al mismo tiempo el daño que las mentiras, los convencionalismos o el puritanismo de la sociedad pueden infligir a los individuos. Y todo ello mostrado a través de un lenguaje tan hondo, tan revelador, que la lectura nos da la sensación de haber adquirido en pocos días una experiencia de años. Entenderán por qué me pareció procedente advertir que la película es poco más que una sinopsis en la cubierta de un libro.

26 de octubre de 2009

Otro regalo

Alguien me pide que dé a conocer otros aforismos de Ángel Crespo y, pues un espacio como éste también debe nutrirse de los deseos ajenos, atiendo esa petición.


El olvido nos obliga a inventar, a descubrir lo que ignorábamos.

Nadie puede decir qué edad tiene, pues nadie sabe qué día va a morir.

La poesía suele preferir a la noche porque las estrellas nos dejan imaginar al sol, mientras éste no permite imaginar a las estrellas.

No es cierto que se pueda encontrar poesía en todas las cosas; sí lo es que todas las cosas pueden encontrarse en la poesía.

No sólo son reaccionarios quienes sólo piensan en el pasado: también lo son aquellos que no piensan más que en el futuro.

Odio deprisa para quemar el odio; amo despacio para conservar el amor.

Lo que hemos vivido con emoción nos es evocado por la música. La poesía, en cambio, nos recuerda que alguna vez debimos emocionarnos y permanecimos impasibles.

Quien no se contradice no se dice.

La rectitud del árbol, no la del poste.

Aferrar al presente, no aferrarse a él.

Quien viendo al sol ponerse no haya temblado alguna vez por temor de que ya nunca amanezca, no lea poesía.

Inventar palabras, sí: para que ellas nos inventen.

Nos acerca lo que nos diferencia: por eso hacemos el amor. Las iglesias y los partidos unen, en cambio, a lo semejante: por eso engendran odio.

Quien no es capaz de imaginar su propio pasado, ése no tiene porvenir.

21 de octubre de 2009

Un regalo

Ofrezco como un regalo, pues como regalo llegaron a mí, unos aforismos del poeta y traductor español Ángel Crespo. Acostumbro a leerlos de cuando en cuando, desordenadamente, cuando la necesidad o el azar me conducen hasta la balda donde están sus libros. Entonces, aunque no sea esa la intención, abro el librito que publicó en su día Huerga & Fierro Editores y leo alguno de los... ¿qué? ¿versos, apuntes, proposiciones, reflexiones filosóficas...? No sabría definir esa escritura. El título afirma que son aforismos, pero eso no es decir mucho. Aunque la nomenclatura es lo de menos. Lo que importa es la transparencia de esas palabras, la emoción y el saber que procuran. A mí, al menos, me avivan el pensamiento.


Protesto porque estoy convencido, no para convencer.

Algunos poetas parecen ignorar a la décima musa: la que aconseja no escribir.

Para ser capaz de decir algo hay que renunciar a decirlo todo.

La tristeza procede de lo que ya hemos hecho; la alegría de lo que nos queda por hacer.

La poesía es un camino de ida, pero sin vuelta. Los que vuelven regresan de otra parte.

Antes de mirar, aprende a cerrar bien los ojos.

¿Qué es la certeza? La renuncia a seguir pensando.

Los que predican el fin de los tiempos pecan de pereza.

Quien no sabe estar solo es incapaz de compañía. ¿Cómo podría sufrir otra compañía quien es incapaz de tolerar la propia?

La poesía es como un niño que juega en la playa con un cubo y una pala. Un sabio que se pasea meditando repara en él y le dice: ¿Cómo pretendes, criatura, sacar toda el agua del mar con ese cubo de juguete? ¿No ves, hijo, que es imposible? Y el niño responde: Yo no pretendo secar el mar, sino quitarle un poco de sed a la arena.

No cambies: varía.

Cuando quiero hablar de lo tengo cerca, pienso en lo que está lejos.

Propón: no aconsejes.

La poesía es como una piedra en medio del camino. El buen poeta tropieza con ella y cae. El mal poeta nos la tira a la cabeza.

La luz del sol está hecha de nuestras preguntas: por eso ciega.

Poesía: compañía en la soledad; música: soledad en la compañía.

Pon de relieve el mérito de los demás para que el tuyo no te produzca remordimiento.

El sentido común carece de sentido.

Quien no descubre el mundo todos los días no lo ha visto nunca.

16 de octubre de 2009

Entre dos culturas

Cedo hoy a una tentación que he venido sujetando en los meses de existencia de este blog. La constatación de que a menudo el comentario elogioso de un libro induce a algunos lectores a comprarlo de inmediato me refrenaba. Los libros de los que sentía deseos de hablar no eran novelas o cuentos o ensayos literarios que pudieran leerse tranquilamente en el autobús o en la playa o en el sillón predilecto una tarde de domingo, de modo que temía que, si alguien lo compraba se sintiera decepcionado, que es algo que, como ya habrán comprobado ustedes, me afecta mucho. Pero por otra parte, y pues esta plataforma es al fin al cabo una declaración de gustos y afectos, me parecía que estaba ocultando una de mis más íntimas pasiones lectoras. Me refiero a los libros de ciencia. Sobre todo, aquellos que hablan del funcionamiento del cerebro.

Recordaré previamente que se cumplen ahora 50 años de una célebre conferencia que C. P. Snow, un científico que asimismo se movía con pericia en el campo literario, dictó en Cambridge, en el marco de la Conferencia Rede, con el título de 'Las dos culturas', una etiqueta que en adelante sirvió para caracterizar la fractura entre las humanidades, específicamente de la literatura, y el de las ciencias. Lamentaba Snow esa separación, la falta de diálogo entre ambos mundos, la voluntaria ignorancia del trabajo que hacían los demás. Medio siglo después podemos pensar que el desencuentro comienza a repararse y una nueva conciencia de mutua colaboración se abre paso lentamente.

Diré entonces que desde hace años me apremia la idea de tender puentes entre la literatura y las ciencias
y, a un nivel primario y personal, no dejo de buscar puntos de encuentro. Por fortuna, he ido encontrando en las investigaciones científicas, sobre todo en las neurociencias, extraordinarios estímulos para mi trabajo. Gran parte de las cosas que pienso y digo, y que ustedes han podido leer aquí o en otros lugares, están alimentadas y sostenidas por la seguridad que me proporcionan las investigaciones recientes sobre el cerebro.

Y como de lo que se trata es de dejar constancia de algunos de los libros que me fascinan, comenzaré por uno que estimo especialmente. Se trata de
En busca de Spinoza. Neurobiología de la emoción y los sentimientos, escrito por el neurocientífico Antonio Damasio. En la Red podrán encontrar abundante información sobre el autor y el libro.

¿Y por qué este libro para empezar? Simplemente porque las reflexiones de Damasio sobre las emociones y los sentimientos, al hilo de los comentarios atentísimos a las ideas filosóficas de Baruch Spinoza, abren un paisaje tan cautivador, tan deslumbrante, que resulta imposible, cuando uno sale del libro, no tener la sensación de que ha entrado en otra dimensión del conocimiento. Y porque su lectura, al menos es lo que me ocurrió a mí, confirma vislumbres y convicciones acerca de la trascendencia de las emociones y los sentimientos para la preservación de la vida pero también como sostén de la experiencia estética. Me siento seguro cuando, pensando en lo que el cerebro es capaz de hacer con los estímulos del mundo exterior, defiendo que la diversidad de emociones y sentimientos que puede proporcionarnos la lectura es una razón más que suficiente para abrir un libro y abandonarse a las palabras allí ordenadas.

Les dejo unas reflexiones de Antonio Damasio contenidas en el libro citado. Alguien no advertido pudiera entender que se trata de las meditaciones de un filósofo. Y, en el fondo, así es. ¿No estaremos en realidad ante los filósofos del siglo XXI?

"Hasta donde puedo comprender, la situación fue resultado, primero, de poseer sentimientos (no simplemente emociones, sino sentimientos), en particular los sentimientos de empatía con los que adquirimos plena comprensión de nuestra simpatía natural y emotiva hacia el otro; en las circunstancias adecuadas la empatía abre la puerta a la pena. En segundo lugar, la situación fue resultado de poseer dos dones biológicos, la conciencia y memoria, que compartimos con otras especies pero que alcanzan mucha más importancia y grado de refinamiento en los seres humanos. En el sentido estricto del término, conciencia significa la presencia de una mente con un yo, pero en términos humanos prácticos, esta palabra realmente significa más. Con ayuda de la memoria autobiográfica, la conciencia nos proporciona un yo enriquecido por los registros de nuestra propia experiencia individual. ...
Si no fuera por este elevado nivel de conciencia humana no habría angustia notable de la que valiera la pena hablar, ahora o en el alba de la humanidad. Lo que no sabemos no puede dañarnos. Si tuviéramos el don de la conciencia pero estuviéramos privados en gran medida de memoria, tampoco habría una aflicción notable. Lo que sabemos, en el presente, pero somos incapaces de situar en el contexto de nuestra historia personal, sólo puede dañarnos en el presente. Son los dos dones combinados, conciencia y memoria, junto con su abundancia, los que originan el drama humano y confieren a dicho drama una condición trágica, antes y ahora. Por suerte, estos mismos dones están también en el origen de la alegría ilimitada, la gloria humana absoluta. Llevar una vida registrada proporciona asimismo un privilegio y no simplemente una maldición. Desde esta perspectiva, cualquier proyecto para la salvación humana (cualquier proyecto capaz de transformar una vida registrada en una vida satisfecha) ha de incluir formas de resistir la angustia que despiertan el sufrimiento y la muerte, neutralizarla y cambiarla por la alegría. La neurobiología de la emoción y el sentimiento nos dice de manera sugerente que la alegría y sus variantes son preferibles a la pena y los afectos asociados, y que son más favorables para la salud y el florecimiento creativo de nuestro ser. Hemos de buscar la alegría, por mandato razonado, con independencia de lo disparatada e irreal que pueda parecer dicha búsqueda. Si no existimos bajo la opresión o el hambre y, no obstante, no podemos convencernos de la gran suerte de estar vivos, quizá es que no lo estemos intentando con la suficiente intensidad."

9 de octubre de 2009

Cien años de vida

Tenía pensada la entrada de hoy desde hace varios meses. Quería que hoy, 9 de 0ctubre de 2009, cuando José Antonio Muñoz Rojas debía cumplir 100 años, mis palabras fuesen un testimonio de homenaje, de introducción a dos poemas que quería reproducir. Hace diez días murió el poeta casi centenario y tuve la tentación de hacer entonces lo que correspondía hacer hoy. Decidí, sin embargo, no alterar mi propósito. Pensé que, si me adelantaba, los dos poemas seleccionados adquirirían de pronto un carácter funeral. No quise utilizarlos como una especie de improvisado obituario, quería que aparecieran como lo que son: celebraciones del amor y de la vida. Y por eso actúo hoy según lo previsto, como si la muerte no hubiera llegado, sabiendo no obstante que estas palabras adquieren de repente un sentido de adiós y gratitud.


Verás, Rosa, que nunca dije nada
que rozara el amor y, sin embargo,
esto no expresa nada si no expresa,
Rosa, que estoy calado hasta los huesos
en tu amor; que sin ti, Rosa, no veo,
no oigo, Rosa. Te digo mis oídos,
te digo mis entrañas, mi aposento,
te digo mis latidos; si algo puedo
es porque tú me ofreces una senda
que me asoma a la dicha; si algo mío
existe que merezca una ternura,
que haga saltar un corazón hermano,
o acudir a la puerta apresurada
algún arma al leerme, y quiera abrirme.
Si algo saca color a la alegría
y descubre algún agua en el secano
de tanto corazón como latimos,
es solamente, Rosa, porque puedo
decir: Rosa, te quiero, y tú me escuchas.

.........

Es otra de las cosas que decimos
sin saber muy bien lo que decimos,
eso de perder el tiempo. No es tan sencillo.
Por lo pronto habría que hallar la alacena
donde guardarlo y cerciorarnos
que sigue. No está claro eso
de que el tiempo se pierde, ni dónde
va si pierde el tiempo. Se pierde
el aire o la noche? Dónde se pierde
el tiempo que dicen que se pierde?
Llevo tanto tiempo perdiendo el tiempo,
sin saber cómo lo pierdo, ni dónde
como no sea en tu regazo. Me gustaría
guardarlo para necesidades urgentes,
como ésta de tu regazo donde
dejar para siempre y nunca el tiempo
que dicen que se pierde.

6 de octubre de 2009

Escritura violada. Respuesta a los comentarios

Me ha parecido conveniente utilizar esta vía para agradecer y responder a los comentarios que ha suscitado mi anterior entrada, 'Escritura violada'.

Comenzaré dando cuenta del porqué de mi enojo y mi protesta.

Creo no ser el único que con frecuencia y sin que medie petición por mi parte recibo mensajes electrónicos que tratan de demostrar el estado deplorable de la educación en España, la degradación de los contenidos de las distintas asignaturas y, sobre todo, la innegable incuria intelectual de los alumnos actuales. Mensajes a los que se adjuntan muy diversos archivos, desde artículos de prensa (¡cuántas vueltas habrá dado el, por lo demás, tópico, faltón e insustancial artículo de Arturo Pérez Reverte!) a exámenes de alumnos con variados disparates o documentos probatorios de la degradación moral de los jóvenes actuales. La carta de amor de la adolescente a la que hacía referencia en la anterior entrada es el último de esos episodios.

Supongo que no soy el único que se ha dado cuenta de que, con el consentimiento o la colaboración inconsciente de muchos profesores, esos mensajes continuamente replicados persiguen un único y venenoso objetivo: desacreditar la educación pública. Puedo imaginar los murmullos de protesta de muchos colegas al leer esto, pero, lamentablemente, no hay en este asunto mucho que debatir. Casi el cien por cien de los mensajes que recorren la Red a este respecto se dedican a denostar a los alumnos por lo mal que escriben, el desinterés que muestran, el abotargamiento de sus mentes. Igual, por lo demás, que se hacía ya hace cuatro mil años. Pero una de dos: o los alumnos actuales son víctimas de una pandemia vírica que los ha dejado inermes y alelados para siempre o su ineptitud es consecuencia de la incapacidad de padres y profesores para instruirlos como corresponde. Porque no es posible que los alumnos actuales sean
en su conjunto una calamidad. Más bien al contrario (me atrevo al respecto recomendar la lectura del número de septiembre de 'Cuadernos de Pedagogía' acerca del nivel educativo en España). Lo paradójico y lo lacerante es que los encargados de solucionar las deficiencias sean quienes se entretengan en propagarlas. ¿No sería más justo y más razonable reflexionar sobre ellas en vez de mofarnos y desentendernos? ¿Qué ganamos mostrando sarcásticamente lo evidente, es decir, que hay alumnos con graves problemas de ortografía, que confunden la pintura neolítica con el cubismo o creen que los quebrados son números que se han roto? ¿Acaso no nos damos cuenta de que con su amplificación estamos celebrando nuestro propio fracaso?

¿Y por qué creo que esto es un ataque a la educación pública? Pues porque todos los documentos y chascarrillos que 'prueban' las dañinas secuelas de la Logse, el descenso de calidad de la enseñanza, la ignorancia supina de los alumnos, la pérdida de valores, etcétera, proceden, sospechosamente, de los centros públicos. ¿Conocen ustedes algún testimonio proveniente de centros privados o, incluso, concertados? Yo no, la verdad. El caso de la autora de la carta que sirve de excusa a estas reflexiones es paradigmático. ¿Dónde creen que está estudiando esa chica? Pues sí, en un centro público. No hace falta ser un lince para darse cuenta. ¿Y cómo lo afrontamos entonces? ¿Nos escandalizamos? ¿Lo lamentamos? ¿Lo remediamos? ¿O humillamos a la autora? Por lo que he observado, muchos colegas han optado por esta última solución.

A mi juicio, el mero hecho de difundir esa carta es un síntoma de negligencia e hipocresía. No sé muy bien qué se pretende demostrar. Casos como el de esa alumna (sí, sí, alumna, no lo olvidemos) hay miles y los ha habido a miles en nuestra historia reciente y, desde luego, durante los años de la dictadura. ¿Ya se nos ha olvidado? ¿Por qué nos empeñamos en ignorar la realidad? ¿Por qué nos negamos a aceptar que la apuesta por la equidad y la inclusión social tiene estas consecuencias? ¿Qué queremos transmitir públicamente con nuestro escándalo: que la Logse, que dio cabida en las aulas a todos los jóvenes sin discriminación, las ha llenado de gente ignorante y zafia? Porque no nos engañemos: la mayoría de los archivos que circulan por la Red no pretenden suscitar la reflexión sino dar motivos para la burla.

Lo cierto es que todavía no he recibido un solo archivo en el que se dé cuenta de los éxitos, los esfuerzos o los compromisos de tantísimos profesores que están haciendo su trabajo con talento, coraje y sensibilidad. ¿Ustedes conocen algún archivo de esa categoríar? Yo, desafortunadamente, no. ¿Y acaso no habría mil motivos para el aplauso y la complacencia?

Y finalmente está la cuestión de la intimidad, sobre la que los comentarios han insistido una y otra vez. No entro a valorar los usos que puedan hacerse del documento al que venimos refiriéndonos. Hay, desde luego, usos perversos y usos aleccionadores. Sin embargo, el asunto de fondo es el origen ilegítimo del mismo. Si, como parece, alguien, un adulto o un profesor, ha interceptado un mensaje privado y lo ha hecho público sin permiso está cometiendo una deslealtad y una afrenta. No tenemos derecho a hurtar y luego propagar, con intenciones generalmente vejatorias, un texto absolutamente íntimo, inviolable. Y me ahorro poner ejemplos que escandalizarían a los adultos si alguien osara usar sin su autorización, incluso con fines bienintencionados, un documento personal. ¿Por qué entonces lo admitimos cuando afecta a los adolescentes? Me constan discusiones en los centros escolares cuando algún profesor muestra como un trofeo valioso una hoja manuscrita que ha logrado capturar furtivamente en un aula o un pasillo. Por fortuna, muchos profesores se sienten ofendidos por los chistes y los sarcasmos de sus compañeros a propósito de los pensamientos y expresiones de los alumnos. Denunciar esa actitud, se manifieste en una sala de profesores o en la Red, era otro de los propósitos de mi anterior entrada. Quería destacar también que esa chica merecía algo más de consideración por parte de quienes han sido delegados por la sociedad para educar e instruir.

Postdata. Releo el texto y me doy cuenta de que está impregnado por el estado de ánimo en el que me encuentro, nada sosegado. Acaba de comenzar el curso escolar y ya estoy envuelto en discusiones acerca de la patológica ignorancia de los alumnos actuales. Y me cansa. Publico esta entrada unos minutos después de acabar una clase que ha sido, para mí y mis alumnos, profundamente intensa y gratificante. Y que nadie piense que en las aulas donde doy clases hay alumnos con brillantes expedientes escolares. No, nunca ha sucedido. Sin embargo, lo que algunos de ellos han demostrado hoy es que son capaces, que son sensibles, que son talentosos. A los ojos de otros profesores probablemente estarían incluidos en el ancho grupo de los mediocres. Pero... Y he observado que tienen faltas de ortografía y no se expresan del todo bien, pero voy a tratar de remediarlo. Disculpen, por tanto, el tono de mis palabras.

2 de octubre de 2009

Escritura violada

Como a tantos otros, y lamentablemente a través de manos amigas y queridas, he recibido una ya célebre y probable carta de amor de una adolescente pidiendo a un amigo explicaciones por la ruptura de relaciones. Circula por la Red como un objeto de mofa e imagino que habrá originado no pocos comentarios despiadados. Reproduzco las primeras líneas de esa carta para que quienes la desconocen se hagan una idea de lo que estoy denunciando.

No tengo la intención de herir a nadie con las palabras que siguen, que están dictadas por el enojo, aunque es previsible que alguien se sienta molesto. Pido disculpas de antemano a quienes incomoden mi lenguaje y mi tono. Pero no puedo ocultar que me siento abochornado sabiendo que son profesores quienes están haciendo circular la carta de correo en correo, de blog en blog. Y a todos ellos pregunto:

¿Cómo consentimos ese atropello? ¿Cómo aceptamos como normal la vulneración de la escritura privada, más aún si la carta es verídica? ¿Cómo permitimos sin avergonzarnos que además se propague con el encabezamiento de 'carta de amor de una alumna de la ESO interceptada por un profesor'? ¿Pero qué imagen de la profesión transmitimos al difundir la carta? ¿Acaso no nos damos cuenta de que ofrecemos el rostro más cruel, más ofensivo, más denigrante de los profesores? ¿Acaso no estamos actuando como vulgares chismosos, al mismo nivel que los más vulgares presentadores de los programas basura de la televisión? ¿Con qué derecho hurtamos y publicamos un documento íntimo, tan personal e inviolable? ¿Para demostrar qué? ¿Que esa alumna es zafia e ignorante? ¿Que su deficiente ortografía y su tosco vocabulario son consecuencia de la degradación educativa propiciada por la Logse? ¿Que esos son los alumnos que ahora tienen la osadía de estudiar? ¿Por qué deberíamos burlarnos de esas deficiencias? ¿No es nuestra misión corregirlas? ¿No reparamos en que con esa actitud estamos desacreditando irreparablemente nuestra profesión? ¿Y qué queremos demostrar: que somos más listos, más cualificados, más aristócratas? ¿No somos conscientes de que la mezquindad que exhibimos al difundir esa carta es más condenable que todos los errores lingüísticos que pueda mostrar una adolescente? ¿O es que ahora, de pronto, nos hemos vuelto mojigatos y de lo que se trata es de denunciar que los adolescentes se soban y se excitan? ¿Por qué nos empeñamos en convertir la Red en un mugriento y vejatorio cotilleo? ¿Por qué contribuimos al desprestigio de las redes sociales? ¿Cómo podemos quejarnos luego de que los alumnos se mofen de los profesores en Tuenti, por poner un ejemplo? ¿Hacemos esto por venganza? ¿O por aburrimiento?

Y aún más: ¿Esa chica no es merecedora de un mínimo respeto? ¿No debería ser la comprensión
más propia de los profesores que el escarnio? ¿Alguien se ha parado a pensar quiénes pueden ser sus padres, su familia, sus amigos? ¿Lograremos al menos que se gradúe o nos felicitaremos por su fracaso? ¿Estaremos más felices si averiguamos que, por fin, ha sido excluida del sistema educativo? ¿Nos sentiremos orgullosos cuando sepamos que ya está donde le corresponde, explotada en la caja de un supermercado o en una peluquería?

En cualquiera de los casos, sea por escrúpulo lingüístico o puritanismo o crueldad, me parece indecente la propagación de esa carta. Y esta protesta es extensible a todos los archivos venenosos, supuestamente demostrativos de la incultura de los alumnos, que circulan por la Red. De modo que quisiera decir que ya está bien, que debemos parar esas inmoralidades, que tenemos que ejercer con dignidad nuestra profesión. Y no me extrañaría que algunos colegas, de los que claman continuamente contra la pérdida de autoridad de los profesores, estuviesen contribuyendo a difundir esa carta u otras semejantes. He aquí una buena oportunidad para recuperar la supuesta autoridad deteriorada, pues quizá en pocos casos como éste estaría justificado hablar de degradación de la enseñanza.

28 de septiembre de 2009

Ficciones, moriscos y destierros

Se cumplen en estos días 400 años de la expulsión de España de los moriscos, los descendientes de los pobladores árabes que habían habitado la península ibérica durante siglos y que se convirtieron al catolicismo de manera voluntaria o forzada tras el triunfo de las tropas cristianas en 1492. Ya en ese mismo año se había llevado a cabo otra expulsión no menos injusta y lacerante, la de los judíos. Las secuelas de ambas decisiones, movidas por ideas religiosas más que por razones políticas o económicas o militares, aún son perceptibles en la cultura y la mentalidad de muchos españoles.

El 22 de septiembre de 1609 se hizo público el bando de expulsión, que había sido decidida unos meses antes, y en él se disponía que en el plazo de tres días los moriscos se concentraran en el lugar que se les indicara para proceder a su destierro, autorizándolos a llevar consigo los bienes que pudiesen transportar. Unos días después, a comienzos del mes de octubre, comenzaron en los puertos de la costa de Alicante y Valencia las primeras deportaciones. Se calcula que en torno a 300.000 moriscos fueron expulsados de España.

Pere Oromig, Embarque de los moriscos en el Grau de Valencia, 1612-1613. Óleo sobre tela.

Unos años antes, en 1569, se había producido una rebelión de moriscos en el Reino de Granada, que acabó en guerra y feroz derrota. Durante unos meses, los sublevados mantuvieron en las Alpujarras una resistencia tan firme como infructuosa. Entonces tuvo lugar el primer destierro, cuando los moriscos fueron dispersados por diversas comarcas de la península ibérica.

Quizá menos conocido, aunque de mayor trascendencia para Granada y el conjunto de la Cristiandad, es el episodio del hallazgo de los Libros Plúmbeos, un suceso en verdad digno del mayor asombro y admiración, protagonizado asimismo por moriscos. Sucedió que en febrero de 1595 dos aficionados a buscar tesoros, una muy persistente tradición de los granadinos a hurgar en las cuevas y en los montes próximos a la ciudad en busca de los supuestos tesoros escondidos por los árabes antes de abandonar Granada (esperanza, por lo demás, que no ha dejado de colonizar la imaginación popular de la ciudad), encontraron en el monte Valparaíso, que se eleva frente a la colina de la Alhambra, unas láminas de plomo que maravillaron al mundo. Estaban cuidadosamente escritas en caracteres 'salomónicos' (en realidad, un vulgar latín escrito con rasgos árabes), en las que se abordaban cuestiones teológicas, litúrgicas y hagiográficas. Lo que se creyó entonces es que eran obra de discípulos directos del Apóstol Santiago, que habían llegado a Granada a predicar la fe cristiana y allí habían sido martirizados. Desde aquel momento el monte Valparaíso pasó a llamarse Sacromonte, en virtud del carácter sagrado de los hallazgos, nombre que ha conservado hasta nuestros días. Allí se erigió una abadía muy hermosa y celebrada y el camino que conduce hasta ella se erizó de cruces de piedra financiadas por los distintos gremios de la ciudad. Los muy obnubilados clérigos de Granada vieron en esos hallazgos una buena oportunidad para disputar a Roma la cuna de la Cristiandad.

Aquellos libros plúmbeos resultaron ser, como se descubrió más tarde, una gran falsificación. Habían sido ideados y realizados por un conjunto confabulado de moriscos, tal vez capitaneados por Alonso del Castillo y Miguel de Luna, quienes inquietos por la suerte adversa que afectaba a los suyos, y temerosos de que tarde o temprano les llegase la hora de ser expulsados de la tierra donde habían nacido y en la que habían vivido sus padres y los padres de sus padres y los padres de estos, se conjuraron para inventar una de las más grandes patrañas históricas. Los libros de plomo, fabricados en la Granada del siglo XVI por manos hábiles de artesanos moriscos, simulaban haber sido redactados por mártires cristianos del siglo I. Entre los supuestos autores de aquellos plomos se encontraría San Tesifón, llamado Aben Attar antes de su conversión al cristianismo, el cual habría sido encargado por Santiago Apóstol para divulgar universalmente los fundamentos de la fe. ¿Qué querrían demostrar las láminas de plomo 'escritas' por aquellos pioneros evangelizadores? Pues sencillamente que la trascendente misión de difundir la palabra de los apóstoles había sido enomendada a musulmanes convertidos al cristianismo, como los moriscos de España, con lo que sería injusto sospechar de su buena fe. Por tanto, no habría motivos para ser perseguidos y, en consecuencia, tendrían todo el derecho a permanecer en su tierra.

La impostura caló en la conciencia de los cristianos y, pese al descubrimiento posterior de la falsificación, parte de las fiestas y tradiciones de Granada siguen basadas
, más de cuatro siglos después, en aquella inmensa ficción. De hecho, el Patrón de la ciudad sigue siendo San Cecilio, cuyos supuestos restos mortales se encontraron en aquellas fechas, y cada 1 de febrero, fecha en la que una de aquellas falsas láminas de plomo afirmaba que había tenido lugar el martirio de San Cecilio, se celebra una romería en la abadía del Sacromonte.

La ficción literaria no ha dejado de hacerse eco de aquel portentoso engaño. Me atrevo a aconsejar la lectura de una excelente novela que rememora aquellos años de turbulencia política e incertidumbre social. Se titula
El segundo hijo del mercader de sedas y su autor es Felipe Romero. Fue escrita en Granada, por alguien que conocía muy bien los entresijos geográficos y morales de la ciudad, y su texto, publicado por primera vez en 1995, ha servido de excusa para armar rutas literarias siguiendo las huellas de la vida de Alonso de Granada Lomellino, el protagonista de la obra, quien en la ficción es alumno de Alonso del Castillo, aquel real y discreto urdidor de ficciones que trastocó la historia de Granada y de España de un modo profundo.

23 de septiembre de 2009

Elogiemos ahora a hombres valientes

Aun a riesgo de parecer obsesivo, dedico una nueva entrada a resaltar aquellos textos que, a mi juicio, ayudan a entender el momento presente. No se me van de la cabeza las penurias actuales. Son textos del pasado, ya lo sé, pero esa condición los hace, paradójicamente, más significativos y elocuentes para un lector de nuestros días.

Hoy quiero hablar de un libro que no es una ficción, pero que puede leerse como una novela subyugante. Se trata de Elogiemos ahora a hombres famosos, escrito por James Agee y al que acompañan las ya muy célebres fotografías de Walker Evans.

Como sabrán, el libro nació de un encargo de la revista Fortune a dos jóvenes periodistas (Agee tenía entonces 27 años y Evans, 33) para que convivieran durante dos meses del verano de 1936 con algunas familias de campesinos de Alabama y mostraran las condiciones de vida de unos aparceros durante el periodo de la Gran Depresión. Lo hicieron con una valentía y una honestidad admirables. A diferencia de Las uvas de la ira, libro del que hablaba en la entrada anterior, en esta ocasión se trataba de elaborar un documento, un reportaje escrito y gráfico. La contigüidad entre ambos textos es, sin embargo, inocultable. Ambos libros se publicaron en las mismas fechas.

Como expresa el propio Agee en el prólogo, el artículo encargado no fue finalmente publicado. Se supone que por la aspereza de su denuncia. Dos años después surgió la posibilidad de publicarlo, ya más extendido, en forma de libro. Tampoco fructificó la empresa y sólo en 1940, y con la condición de eliminar algunos términos malsonantes, una editorial de Massachusetts se atrevió a darlo a la luz.

Las fotografías que Walker Evans hizo en aquel verano forman parte ya de la historia de la fotografía del siglo XX. Es seguro que alguna vez se han cruzado con ellas, sin saber quizá su autoría. Las imágenes de la miseria y la desolación de aquellas familias campesinas no tienen equivalencia. Es imposible observarlas sin un sentimiento de piedad y rabia.

En el preámbulo del libro puede leerse:

"En una novela, una casa o una persona deben su significado, su existencia, exclusivamente al escritor. Aquí, una casa o una persona sólo tiene su significado más limitado a través de mí: su verdadero significado es mucho más vasto. Es porque existe, vive realmente, como ustedes y yo, y como no puede existir ningún personaje de la imaginación. Su gran peso, misterio y dignidad residen en este hecho. En cuanto a mí, sólo puedo contar de ella lo que vi, con la exactitud de que soy capaz en mis términos: y esto a su vez tiene su categoría principal, no en cualquier capacidad mía, sino en el hecho de que yo también existo, no como una obra de ficción, sino como un ser humano. Debido a su peso inconmensurable en la existencia real, y debido al mío, cada palabra que digo de ella tiene inevitablemente una especie de inmediatez, una especie de significado, en absoluto necesariamente 'superior' al de la imaginación, sino de una clase tan diferente, que una obra de la imaginación (por muy intensamente que la extraiga de la 'vida') sólo puede como máximo imitar débilmente una mínima parte de ella.
[...]
Si pudiera, no escribiría nada aquí. Serían fotografías; el resto serían fragmentos de ropa, trozos de algodón, puñados de tierra, frases aisladas, pedazos de madera y hierro, frascos de olores, platos de comida y de excremento. Los libreros lo considerarían toda una novedad; los críticos murmurarías, sí, pero esto es arte; e imagino que la mayoría de ustedes lo usarían como un juego de salón.
Un trozo de cuerpo arrancado de raíz sería lo más indicado.
Pero, tal como están las cosas, haré lo poco que pueda escribiendo. Sólo que será muy poco. No soy capaz de hacerlo; y si lo fuera, ustedes ni se acercarían a ello. Porque, de acercarse, apenas soportarían seguir viviendo."

Con ese ánimo desafiante escribió Agee su libro. Yo espero que ya se estén escribiendo los libros que los lectores del futuro leerán para entender algo de las miserias y las corrupciones de este tiempo nuestro.

(Elogiemos ahora a hombres famosos está publicado en la editorial BackList. La traducción es de Pilar Giralt Gorina)

18 de septiembre de 2009

El monstruo, entonces, ahora

La terrible realidad golpea sin descanso. Paseo por la calle, leo el periódico, escucho la radio, veo el telediario... y los desesperados testimonios de los parados, las abrumadoras cifras de la crisis económica o los impúdicos anuncios de los beneficios de los bancos hacen que me sienta enfurecido e impotente, o enfurecido por impotente. No dejo de pensar en ello mientras camino hacia la clase con los alumnos de la Universidad de California que se preparan para estudiar en los próximos meses en la Universidad de Granada. Pero llego al trabajo y observo que, sentada en las escaleras del edificio, una alumna está leyendo The Grapes of Wrath, de John Steinbeck. Siento una leve punzada de sorpresa y satisfacción. En la conversación emergen entonces recuerdos de pasadas lecturas personales, que equiparo con las de esta joven oriunda de la tierra donde se desarrolla la novela. Hablamos de la historia de la familia Joad y sobre la visión compasiva y airada de Steinbeck. También sobre los paralelismos entre la Gran Depresión de los años 30 del siglo XX y la crisis actual. La literatura actúa, inesperadamente, como enlace entre dos generaciones, como pretexto para el desahogo, la reflexión, tal vez la esperanza.

"Algunos portavoces [de los propietarios] eran amables porque detestaban lo que tenían que hacer, otros estaban enfadados porque no querían ser crueles, y aun otros se mostraban fríos, porque habían descubierto hacía ya mucho tiempo que no se puede ser propietario si no se es frío. Y todos se sentían atrapados en algo que les sobrepasaba. Unos despreciaban las matemáticas a las que debían obedecer, otros tenían miedo, y aun otros adoraban a las matemáticas porque podían refugiarse en ellas de las ideas y los sentimientos. Si un banco o una compañía financiera eran dueños de las tierras, el enviado decía: el Banco, o la Compañía, necesita, quiere, insiste, debe recibir, como si el banco o la compañía fueran un monstruo con capacidad para pensar y sentir, que le hubiera atrapado. Ellos no asumían la responsabilidad por los bancos o las compañías porque eran hombres y esclavos, mientras que los bancos eran máquinas y amos, todo al mismo tiempo. Algunos de los enviados estaban algo orgullosos de ser los esclavos de señores tan fríos y poderosos. Se quedaban sentados en los coches y daban explicaciones. Sabes que la tierra es pobre. Ya has escarbado en ella lo suficiente, Dios lo sabe.
[...]
Bueno, es demasiado tarde. Y los enviados explicaban el mecanismo y el razonamiento del monstruo que era más fuerte que ellos. Un hombre puede conservar la tierra si consigue comer y pagar la renta: lo puede hacer.
Sí, puede hacerlo hasta que un día pierde la cosecha y se ve obligado a pedir dinero prestado al banco.
Pero, entiendes, un banco o una compañía no lo pueden hacer porque esos bichos no respiran aire, no comen carne. Respiran beneficios, se alimentan de los intereses del dinero. Si no tienen esto mueren, igual que tú mueres sin aire, sin carne. Es triste pero es así. Sencillamente es así.
[...]
No podemos depender de eso. El banco, el monstruo, necesita obtener beneficios continuamente. No puede esperar, morirá. No, la renta debe pagarse. El monstruo muere cuando deja de crecer. No puede dejar de crecer.
[...]
Y por fin los enviados llegaban al fondo de la cuestión. El sistema de arrendamiento ya no funciona. Un hombre con un tractor puede sustituir a doce o catorce familias. Se le paga un sueldo y se queda uno con toda la cosecha. Lo tenemos que hacer. No nos gusta pero el monstruo está enfermo. Algo le ha sucedido al monstruo.
[...]
Ya lo sabemos, todo eso lo sabemos. No somos nosotros, es el banco. Un banco no es como un hombre, el propietario de cincuenta mil acres tampoco es como un hombre: es el monstruo."

(Las uvas de la ira, John Steinbeck, Alianza Editorial. Traducción de María Coy Girón)

14 de septiembre de 2009

Literatura, vida, enseñanza

"Si hoy me pregunto por qué amo la literatura, la respuesta que de forma espontánea me viene a la cabeza es: porque me ayuda a vivir. Ya no le pido, como en la adolescencia, que me evite las heridas que podría sufrir en mis contactos con personas reales. Más que excluir las experiencias vividas, me permite descubrir mundos que se sitúan en continuidad con ellas y entenderlas mejor. Creo que no soy el único que la ve así. La literatura, más densa y más elocuente que la vida cotidiana, pero no radicalmente diferente, amplía nuestro universo, nos invita a imaginar otras maneras de concebirlo y organizarlo. Todos nos conformamos a partir de lo que nos ofrecen otras personas: al principio nuestros padres, y luego los que nos rodean. La literatura abre hasta el infinito esta posibilidad de interacción con los otros, y por tanto nos enriquece infinitamente. Nos ofrece sensaciones insustituibles que hacen que el mundo real tenga más sentido y sea más hermoso. No sólo no es un simple divertimento, una distracción reservada a las personas cultas, sino que permite que todos respondamos mejor a nuestra vocación de seres humanos."

Me reconozco plenamente en esa cita. Son palabras que me hacen feliz y que suscribo en su totalidad. Más aún: de una u otra forma las he venido repitiendo, tal vez con más torpeza, en textos e intervenciones públicas. En este mismo blog creo estar dando testimonio de ello. Lo que me llena de satisfacción no son, pues, esas ideas tan familiares sino la autoría de las mismas. Porque quien eso escribe es ni más ni menos que Tzvetan Todorov.

No deja de ser significativo, y a la vez digno de celebración, que uno de los más relevantes teóricos y críticos literarios de los últimos cincuenta años, que tanto contribuyó a la extensión del estructuralismo como método de análisis y conocimiento, y consecuentemente al afianzamiento de los estudios formalistas de la obra literaria, reconozca que se han cometido severos errores en la enseñanza y promoción de la literatura. El título del libro que acaba de publicarse en España, y del que está extraídas las palabras citadas, puede ser entendido a la par como una contrición y una advertencia: La literatura en peligro. Porque lo que viene a decir Todorov es de una obviedad apabullante para muchos de quienes trabajan en las aulas de educación primaria y secundaria, pero al parecer no tanto para quienes lo hacen en las universidades: que el conocimiento de la historia literaria o de los elementos de análisis estructural puede ayudar pero nunca suplantar el verdadero fin de la lectura y el principal objetivo del lector, que es la búsqueda personal del sentido de una obra literaria. Cuántos disgustos y cuántas frustraciones nos ahorraríamos si se asumiera mayoritariamente este principio. Resulta incomprensible la resistencia de tantos profesores a aceptar que una novela o un poema o un ensayo filosófico no se escribieron para ser destripados en un laboratorio o en un aula sino para incrustar un poco de emoción y pensamiento en la vida de un lector anónimo y curioso. Y que en consecuencia las prácticas pedagógicas deben encaminarse a favorecer esa búsqueda.

Citemos de nuevo a Todorov:

"Es preciso también que nos interroguemos sobre la finalidad última de las obras que consideramos dignas de ser estudiadas. En general, tanto ayer como hoy, el lector no profesional lee estas obras no para dominar mejor un método de lectura, ni para obtener información de la sociedad en la que se crearon, sino para encontrar en ellas un sentido que le permita entender mejor al hombre y el mundo, para descubrir en ellas una belleza que enriquezca su existencia. Y cuando lo hace se entiende mejor a sí mismo. El conocimiento de la literatura no es un fin en sí, sino una de las grandes vías que llevan a la realización personal. El camino por el que en la actualidad se ha adentrado la enseñanza de la literatura, que da la espalda a este horizonte ('esta semana hemos estudiado la metonimia, y la semana que viene pasaremos a la personificación'), corre el riesgo de conducirnos a un callejón sin salida, por no decir que difícilmente podrá desembocar en el amor a la literatura."

Creo que es una alentadora reflexión justo cuando comienza el nuevo curso escolar.

(La literatura en peligro está publicado en Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores. Traducción de Noemí Sobregués)

9 de septiembre de 2009

Indignación

Dentro de unos días comenzaré, ante nuevos alumnos, a desgranar los argumentos de siempre a favor de la lectura. Retomaré las explicaciones y hablaré de viejos libros y otros recién editados. Provocaré debates que serán originales aunque para mí sean ecos de otros anteriores. Me enfrentaré a prejuicios y tópicos y despertaré curiosidades y algunas pasiones. Sé que la lectura adquirirá para muchos alumnos una nueva dimensión y un nuevo significado y, si las cosas van bien, conquistaré algunos nuevos lectores. La inauguración de un nuevo curso académico es siempre incierta y excitante. Se presenta lleno de promesas aunque no ignoro que las decepciones me aguardan asimismo en las aulas y en los despachos. Todo esto lo sé, pero las esperanzas son ahora más vigorosas que los previsibles desengaños.

En todo ello voy pensando en el autobús que me conduce al trabajo y cuando agoto el hilo de mis razonamientos mentales bajo otra vez la vista y me pierdo en la novela de Philip Roth que sostengo en mis manos.

Los libros. La lectura. La literatura. El compromiso. La alegría.

Hay un pensamiento sin embargo que regresa obstinado y punzante a poco que mire por la ventana del autobús o me distraiga de las palabras de Roth: la insignificancia de todo ello frente a la magnitud de los problemas sociales que nos acucian. No puedo evitar preguntarme qué relevancia tiene la promoción de los libros y la lectura cuando veo el drama del paro de millones de personas, muchas de las cuales se han lanzado a las calles, avergonzadas y humilladas, a mendigar una limosna para llevar algún dinero a sus casas o cuando compruebo la impune voracidad de los banqueros y los poderosos, la desfachatez verborreica y mentirosa de tantos políticos, la corrupción económica y moral de gobernantes, jueces y funcionarios o cuando la televisión y los periódicos me traen imágenes contemporáneas de guerras antiguas y repugnantes, esclavitudes renovadas, violencias gratuitas, fanatismos ideológicos y religiosos, terrorismos enfermizos y canallas, miserias y hambrunas incesantes, banalidades estúpidas y aplaudidas.

Cierro entonces el libro y dejo de pensar en los discursos académicos y me dejo invadir por la rabia y la impotencia. Pero es precisamente el título del libro que voy leyendo, Indignación, el que me sosiega el ánimo y me hace recuperar las reflexiones iniciales. La palabra INDIGNACIÓN cruza desafiante la cubierta del libro y su sola presencia me estimula. Es la literatura, paradójicamente, la que me acomoda de nuevo en la realidad, la que justifica el acto de leer y conforma mis sentimientos. Ahí están las palabras poderosas de Roth, su denuncia del puritanismo y las convenciones sociales, su enojo cívico, su narración impetuosa y alumbradora. Gracias entonces al leve gesto de desplazar los ojos por las páginas impresas recupero las reflexiones iniciales y pienso de nuevo que los argumentos que empleo en clase tienen sentido y encuentro el aliento necesario para recuperar dentro de unos días la vieja defensa de los libros, la lectura y la literatura.

3 de septiembre de 2009

Léeme las letras

Una madre amiga, que aprecia la inteligencia y la fascinación de los niños pequeños ante la escritura, y a quien agradezco de corazón el gesto, me envía una carta narrando algunos comentarios recientes de su hija, de dos años y medio, a propósito de las 'letras'.

Reproduzco aquí un fragmento de la carta:

Ya te comenté que a su corta edad mi hija es toda una lectora y no hay día que pase sin que leamos varios libros en casa. Este verano hemos disfrutado del mar, de leer libros nuestros y de la biblioteca del pueblo.

También hemos hecho alguna visita al médico y en distintos momentos recogí lo que ella decía para hacértelo llegar. Creo que vas a disfrutar con estas frases tan cortas:

1. Estamos en la playa, mi hija saca mi libro de lectura del bolso, me lo da y me dice: "Léeme". Yo le contesto: "Es que este libro es mío. Y no tiene dibujos". Ella no se queda conforme, se sienta en mi regazo, lo abre y me indica: "Léeme. Léeme las letras".

Juan, me quedé asombrada. ¿Cómo sabía ella tanto de letras y yo no me había dado cuenta? Le leí varios párrafos, claro que le leí. Y ella permaneció atenta, no sé si a mi voz o a lo que estaba escuchando.

Algo parecido pensé el día que llega una amiga y coloca su sombrilla al lado de la nuestra (era una sombrilla de propaganda de una conocida marca de cerveza, distinta a la que traía habitualmente). Se queda muy seria mirándola y nos dice: "La sombrilla de Montse tiene letras... Pero la mía no". Siempre he pensado que una letra o un grupo de letras no tienen ningún significado para niños tan pequeños y por eso usamos tantas imágenes y tantos símbolos en estas edades. No sé si estar acostumbrada a verlas ha hecho que para mi hija sea algo tan cercano como pueden ser un cubo o una pala en su entorno. Ya hablaremos de esto...

2. Días más tarde acudimos a urgencias de madrugada, mi hija tiene mucha fiebre y está adormilada. La atienden. Yo la sujeto en brazos mientras la pediatra consulta el vademécum. Al dejarlo sobre la mesa, mi hija se espabila y añade ilusionada: "Mira... ¡tiene un cuento!".

Son simples anécdotas que han ocurrido en el último mes y medio, pero a mí me han emocionado".

¿Y a quién no emocionan esos comentarios de una niña de dos años y medio? Qué maravilla. En ellos está el pensamiento infantil en estado puro. Y es algo que podría manifestar cualquier niño... siempre que se criara en las mismas condiciones de estímulo y reconocimiento que la hija de mi amiga. Porque sus ideas y sus hipótesis han nacido en un contexto familiar que las promueve y valora. Leerles a los niños, hablar con ellos sobre las lecturas y responder a sus preguntas: eso es todo. Su extraordinaria inteligencia hace el resto.

Extender y afirmar esos ambientes favorables a la alfabetización sigue siendo el principal reto social y educativo de nuestros días. ¡Ay! Cuánto queda por hacer.

28 de agosto de 2009

Juan Eduardo Zúñiga

Hoy, que ningún aniversario ni ninguna defunción ni ninguna novedad literaria me apremia, quiero celebrar públicamente la obra de un escritor al que he leído con fervor y conmoción. Se trata de Juan Eduardo Zúñiga, narrador y traductor español, nacido en Madrid en 1929 y felizmente activo.

(Fotografía de Gorka Lejarcegi. Diario EL PAÍS)

Si alguien me pidiera que le aconsejara algún texto literario para conocer la vida cotidiana durante la Guerra Civil española y, sobre todo, en la plomiza y desoladora posguerra, no tendría dudas. Le recomendaría la lectura de los tres libros de relatos en los que Juan Eduardo Zúñiga aborda ese tiempo de padecimiento y desesperanza: Largo noviembre de Madrid, La tierra será un paraíso y Capital de la gloria.

He escrito 'conocer' con toda intención. Cuando en otras ocasiones he defendido que la literatura procura conocimiento he tenido en mente a autores como Juan Eduardo Zúñiga. Me refiero al conocimiento que se desprende no tanto de la veracidad documental, que es el territorio de los historiadores, cuanto de la verosimilitud ética, cuyo dominio es patrimonio de los grandes, lúcidos narradores. Para que un relato sea histórico no es necesario ubicarlo en siglos remotos ni aderezarlo con sucesos acreditados, basta con armar la ficción con fragmentos de vida, propia o ajena, examinar los sentimientos y los sueños compartidos de un tiempo y fijarlos en gestos y palabras, condensar en unas pocas y significativas imágenes la dispersión natural de la existencia. Entonces, el lector es capaz, por sí mismo, de comprender, de ser testigo, gracias a una ficción, de un acontecimiento verdadero. En ese sentido, toda narración es histórica, todo presente es leído tarde o temprano como pasado.

Esa labor de rescate y reconstrucción es la que emprende Juan Eduardo Zúñiga cuando escribe sobre los vencidos de la Guerra Civil española, sobre quienes debieron aprender a sofocar sus sueños y a sobrevivir soportando todo tipo de penalidades, temores y frustraciones. Pero aunque la guerra está presente en sus relatos como una sombra opresora, en ellos no hay épica ni héroes ni himnos. Los personajes que los atraviesan únicamente muestran la fisonomía de la derrota. Nos hacen ver el reverso del campo de batalla, el día después del último combate. Son las devastaciones cívicas y sentimentales el espejo que mejor reflejan las secuelas de cualquier guerra, secuelas que, en el caso de la que el fascismo provocó en mi país, aún perduran (fosas comunes en las que todavía están enterrados miles de fusilados, monumentos en recuerdo de los promotores de aquella masacre, desprecio público de la memoria de los vencidos, comportamientos autoritarios y despreciativos hacia los ciudadanos). El retrato de la inmediata posguerra, de las penurias materiales y de los comportamientos morales, es el don más valioso de los libros de Juan Eduardo Zúñiga, en los que sobresale, además de un lenguaje conciso y cautivador, el carácter comprensivo, afectuoso y fraternal
de su mirada. Y es así como los personajes ficticios de un tiempo que no conocí se van afincando en mi memoria, me van instruyendo sobre las historias minúsculas que los relatos de la Historia ignoran, van conformando mi conocimiento y mi conciencia.

22 de agosto de 2009

Esa mañana, el oso lloraba

Hace unas semanas, un lector del blog me solicitó consejo acerca de álbumes infantiles que abordaran el tema de la muerte. Una de sus alumnas, de siete años, había fallecido, y se encontraba en la tesitura de tener que afrontar con los demás alumnos el duelo de la ausencia de su compañera.

A los libros recomendados en su día -El pato y la muerte, ¿Cómo es posible??!, Como todo lo que nace, No es fácil, pequeña ardilla...- quiero hoy agregar un nuevo libro. Acabo de leerlo y me parece que el dolor ante la muerte del amigo está tratado con sumo tacto y extraordinaria belleza. Se titula
El oso y el gato salvaje. El texto es de Kazumi Yumoto y las ilustraciones, en blanco y negro con algunas pinceladas de color rosa, son de Komako Sakaï. Está publicado por la editorial Corimbo.

He hablado numerosas veces, en las aulas y fuera de ellas, sobre este tipo de libros, que tanto asustan a los adultos. Los consideran turbadores y peligrosos. A mí me parecen, en cambio, pertinentes y necesarios. En cualquier caso, inevitables. ¿Por qué los libros destinados a la infancia habrían de desentenderse de un asunto tan presente, tan desolador, como la muerte? Los niños están en el centro de la vida, es decir, de la muerte, cuya existencia les afecta y les desconcierta, como a todos. Nadie que se relacione con niños ignora lo que ese suceso les preocupa, las preguntas que les provoca, las hipótesis que elaboran. Muchos adultos consideran, sin embargo, que lo mejor, si llega el momento, es actuar como si nada hubiera ocurrido, desviar sus interrogantes, disimular la pena. Con ello únicamente consiguen acentuar la perplejidad de los niños, acrecentar su incomprensión.

La literatura, naturalmente, no protege, ni extingue el dolor, pero ayuda a distanciarse, a ver la propia historia como algo ajeno. Y ese extrañamiento es una pequeña liberación. Mi experiencia me hace pensar que lo más importante de esos libros es la oportunidad que brindan para hablar, para transformar el estupor en palabras, para poner orden en el caos. Sabemos que las palabras consuelan, que canalizan las emociones, lo cual hace más llevadero el duelo. Es lo que todos necesitamos. ¿Pero hay que darles esos libros a los niños como si tal cosa, como uno de tantos?, preguntan algunos padres, inquietos por la posibilidad de quebrar bruscamente un estado de edénica inocencia. No, no es necesario ilustrar sobre la muerte a nadie que no lo demande o no le interese. Pero es conveniente que esos libros estén cerca, que aparezcan si algo ocurre y es urgente conversar, que actúen de puente entre aflicciones personales, que den forma a la incoherencia. Cuando eso ocurre, les aseguro que los niños no se espantan, no se quedan alelados. Por el contrario, hablan mucho y hablan bien. Esos cuentos les aportan sobre todo ánimo, esperanza, pues no alientan el olvido, sino la memoria, como ocurre con el oso del cuento elaborado por Sakaï y Yumoto, que gracias al violín del gato salvaje, cuya música le hace evocar su vieja amistad con el pájaro, logra abrir un claro en la oscuridad del dolor.