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Ayer, justo al día siguiente de que los iPad se pusieran a la venta en España, tuve oportunidad de manejar uno en casa de unos amigos. 
 Ya sé que es un suceso minúsculo, pero si hablo de ello es para dar cuenta de las gratísimas sensaciones que tuve mientras lo usaba. El mero hecho de tenerlo en las manos ya producía placer y algunas de las aplicaciones que exploré me dejaron admirado. Sólo tuve ocasión de ojear (y de hojear también, pues las páginas de los libros en él contenidos se pasan como las hojas de un volumen de papel) algunas de las Rimas de Bécquer, algunos párrafos de Platero y yo y algún capítulo de Winnie the Pooh (sí, ya sé que el muestrario no es para tirar cohetes, pero eran los textos que estaban instalados en la biblioteca) y debo decir que la lectura fue sorprendente. La calidad de las imágenes, la luminosidad y la facilidad de uso animaron esa primera experiencia. No es mi intención hacer un análisis concienzudo de las características del iPad, simplemente quería que supieran que si el futuro de la lectura, que tan apocalípticamente se vaticina, dependiera de artefactos como el iPad podríamos los lectores estar muy, muy tranquilos.
Ya sé que es un suceso minúsculo, pero si hablo de ello es para dar cuenta de las gratísimas sensaciones que tuve mientras lo usaba. El mero hecho de tenerlo en las manos ya producía placer y algunas de las aplicaciones que exploré me dejaron admirado. Sólo tuve ocasión de ojear (y de hojear también, pues las páginas de los libros en él contenidos se pasan como las hojas de un volumen de papel) algunas de las Rimas de Bécquer, algunos párrafos de Platero y yo y algún capítulo de Winnie the Pooh (sí, ya sé que el muestrario no es para tirar cohetes, pero eran los textos que estaban instalados en la biblioteca) y debo decir que la lectura fue sorprendente. La calidad de las imágenes, la luminosidad y la facilidad de uso animaron esa primera experiencia. No es mi intención hacer un análisis concienzudo de las características del iPad, simplemente quería que supieran que si el futuro de la lectura, que tan apocalípticamente se vaticina, dependiera de artefactos como el iPad podríamos los lectores estar muy, muy tranquilos.
Y ya que hablamos de las primeras experiencias con los iPad les aconsejo que vean, si es que aún no lo han hecho, cómo reaccionan una niña de dos años y medio y una mujer centenaria ante ese mismo dispositivo electrónico.      
 
 
 
            
        
          
        
          
        
Si están interesados en el mundo de la lectura digital y los nuevos soportes de lectura estoy seguro de que les gustará visitar la web Territorio eBook.  El proyecto, iniciativa de la Fundación Germán Sánchez Ruipérez, trata de investigar seriamente las repercusiones de los libros electrónicos en las bibliotecas y las prácticas lectoras. Sobre el futuro del libro o, para ser más precisos, sobre el libro del  futuro, las interrogaciones son todavía más abundantes que las certezas y las alarmas siguen teniendo más audiencia que los razonamientos. No hay muchos estudios fiables y coherentes que nos permitan vislumbrar de qué modo se verá afectada la lectura en las próximas décadas con la sucesiva implantación de los nuevos dispositivos electrónicos: cómo leeremos en ellos, qué clase de textos acogerán preferentemente, qué tipos de lectores promoverán, para qué prácticas de lectura los utilizaremos, qué métodos pedagógicos serán necesarios en adelante... No ha transcurrido un tiempo suficiente desde la aparición de los libros electrónicos, o de los iPad, como para poder esbozar razonablemente el inmediato porvenir. Hoy por hoy, las especulaciones son más prolíficas que la reflexiones.
El proyecto, iniciativa de la Fundación Germán Sánchez Ruipérez, trata de investigar seriamente las repercusiones de los libros electrónicos en las bibliotecas y las prácticas lectoras. Sobre el futuro del libro o, para ser más precisos, sobre el libro del  futuro, las interrogaciones son todavía más abundantes que las certezas y las alarmas siguen teniendo más audiencia que los razonamientos. No hay muchos estudios fiables y coherentes que nos permitan vislumbrar de qué modo se verá afectada la lectura en las próximas décadas con la sucesiva implantación de los nuevos dispositivos electrónicos: cómo leeremos en ellos, qué clase de textos acogerán preferentemente, qué tipos de lectores promoverán, para qué prácticas de lectura los utilizaremos, qué métodos pedagógicos serán necesarios en adelante... No ha transcurrido un tiempo suficiente desde la aparición de los libros electrónicos, o de los iPad, como para poder esbozar razonablemente el inmediato porvenir. Hoy por hoy, las especulaciones son más prolíficas que la reflexiones.    
Por eso, proyectos como este Territorio eBook, que quiere indagar los efectos reales de los libros electrónicos en las bibliotecas, los centros escolares y las universidades, son especialmente oportunos y alentadores. A ustedes corresponde explorar ese territorio, pleno ya de sugerencias y consideraciones, pero les adelanto que uno de los aspectos que más me han llamado la atención es la naturalidad con que los lectores mayores, a los que se les supone más reacios a estos nuevos artefactos, acogen y usan los libros electrónicos. Sus manifestaciones desmontan muchos prejuicios que aún afectan a la lectura digital.
Estoy seguro de que van a sentirse algo más lúcidos al término de la exploración.       
 
 
 
            
        
          
        
          
        
«¿Es usted inocente?», preguntó. «Sí», dijo K. La  respuesta a esta pregunta le causó una total alegría, en especial porque  tenía lugar ante un particular, o sea, sin responsabilidad alguna.  Todavía nadie le había preguntado tan francamente. Para saborear esa  alegría añadió aún: «Soy completamente inocente.» «Bien», dijo el  pintor, hundió la cabeza y pareció reflexionar. De repente, levantó la  cabeza y dijo: «Si usted es inocente, entonces el asunto es muy  sencillo.» La mirada de K. se enturbió, este supuesto hombre de  confianza del tribunal hablaba como un niño ignorante. «Mi inocencia no  simplifica el asunto», dijo K. A pesar de todo tuvo que sonreír y movió  lentamente la cabeza. «Depende de muchas sutilezas en  las que el  tribunal se pierde. Pero al final saca de cualquier parte,  donde al  principio no había nada en absoluto, una gran culpa.» «Sí, sí, claro»,  dijo el pintor como si perturbase de un modo innecesario el curso de sus  pensamientos. «Pero usted es inocente, ¿no?», dijo el pintor. No se le  podía influir con argumentos en contra, lo único era que a pesar de su  decisión no quedaba claro si hablaba así por convicción o sólo por  indiferencia. K. quería comprobar eso en primer lugar, y por ello dijo:  «Seguro que usted conoce el tribunal mucho mejor que yo, yo no sé mucho  más de lo que he oído sobre él a gentes, por otra parte muy distintas.  Pero todos coincidían en que no se hacen acusaciones a la ligera y en  que una vez que el tribunal acusa está firmemente convencido de la culpa  del acusado y es muy difícil apartarlo de esta convicción.»  «¿Difícil?», preguntó el pintor levantando una mano. «Jamás se le aparta  de ella al tribunal. Si yo pinto aquí a todos los jueces juntos sobre  un lienzo y usted tiene que defenderse ante este lienzo, tendrá más  éxito que ante el verdadero tribunal.» «Sí», dijo K. para sí, y olvidó  que sólo había querido sonsacar al pintor.
[El proceso, Franz Kafka. Editorial  Cátedra. Traducción de Isabel Hernández]
***
Es imposible no evocar El proceso cuando uno piensa estos días en la muy perversa suspensión de   funciones del juez Baltasar Garzón. A quien leyere ahora la novela de   Franz Kafka por primera vez le resultaría muy difícil no relacionarla   con la afrenta que sus compañeros de oficio le han infligido. El   término 'kafkiano', tan
utilizado, se entiende muy bien a la luz de  este caso. La sombra de Josef K. nos sigue acompañando.
"Pero, ¿qué ha pasado?", preguntan amigos desprevenidos. Y hay  que explicar entonces a quienes no conocen bien la realidad española  que lo que se ha venido considerando universalmente una ejemplar  conquista de la democracia en nuestro país se ha sustentado en la  aceptación colectiva del silencio y la indulgencia hacia la casta  político-militar, económica y eclesial que gobernó durante el  franquismo. Ningún torturador fue jamás juzgado o condenado aquí por sus  vilezas (por el contrario, la mayoría siguió cobrando como funcionarios  del Estado hasta su jubilación); ningún juez de tribunales represivos  fue jamás reprobado por sus indignas sentencias (muchos de ellos  continuaron juzgando en democracia); ningún ministro firmante de penas  de muerte fue jamás repudiado públicamente (es más: alguno de ellos  dicta aún lecciones de democracia como senador del Partido Popular);  ningún alto mando militar fue jamás apartado del servicio por su  adhesión incondicional a un régimen despótico (los mismos mandos del  ejército siguieron ascendiendo en el escalafón como si tal cosa); ningún  obispo fue jamás censurado por su connivencia agradecida con la  dictadura (muchos de ellos siguieron impartiendo doctrina moral sin  signos de arrepentimiento); ningún periodista fue jamás marginado por su  servilismo y sus mentiras constantes (no fueron pocos los que siguieron  escribiendo en los periódicos sin ningún rubor); ningún mangante fue  jamás desaprobado por sus sucias prácticas empresariales o sus  latrocinios continuados (muchas fortunas actuales tuvieron su origen en  los negocios amparados por los jerarcas franquistas). Es decir, las  brutalidades y las corrupciones de la dictadura quedaron sin castigo.  Por supuesto, el pueblo que con tanta firmeza había apoyado a Franco  dejó de gritar aunque no de añorar. Los españoles demócratas aceptaron  el silencio, no el olvido, como su suprema contribución a la convivencia  pacífica.
Y hay que añadir además que la  poderosa casta de políticos, jueces,  financieros, obispos, periodistas, mafiosos, especuladores...  proveniente del franquismo, así como la  ciudadanía que la apoya y la vota, nunca se sintió  responsable de los exilios o las muertes o los abusos o los fraudes que  asolaron el país y en ningún momento dejó de acallar y acusar de  rencorosos a quienes trataban de esclarecer la verdad y recuperar la  memoria de las víctimas.
La venganza contra el juez Baltasar  Garzón no puede separarse de esas viejas prácticas, aunque los  mandarines de siempre se escuden ahora en leyes, códigos, sentencias. No  crean, pues, otros argumentos que intenten justificar este atropello.  Lo ocurrido es una mezcla onerosa de odios personales, resentimientos  gremiales y revanchas ideológicas. Pues el origen del problema, ya lo  saben, reside en que, a petición de cientos de familias, algunos de  cuyos miembros aún yacen en fosas comunes o enterrados sin dignidad en  las cunetas de los caminos, el juez Baltasar Garzón quiso investigar los  crímenes franquistas como crímenes contra la humanidad,  imprescriptibles por tanto. Algunos jueces, alentados por la fracción  más reaccionaria de la derecha española, vieron llegada la oportunidad  de dar un escarmiento a quien, entre otras actuaciones, había  investigado recientemente una de las mayores tramas de corrupción  política y económica de nuestra democracia, el caso Gürtel. Así es que,  amparados en argucias legales, iniciaron un proceso judicial para  juzgarlo y apartarlo de su puesto. Lo terrible, lo denigrante, es que lo  hicieron a instancia de dos partidos ultraderechistas, xenófobos y  totalitarios.
El daño que esa casta judicial ha causado a la  democracia española va a ser difícilmente  reparable y las razones que han añadido al ya  antiguo desprestigio de la justicia en nuestro país pesarán en la  conciencia ciudadana durante muchos años. ¿Creen que a sus autores les  importa ese descrédito? En absoluto. Se saben poderosos, se saben  impunes.
Josef K. ya nos lo había advertido:
«Mi inocencia no simplifica el asunto»,  dijo K. A pesar de  todo tuvo que sonreír y movió lentamente la cabeza. «Depende de muchas sutilezas en  las que el tribunal se  pierde. Pero al final saca de cualquier parte,  donde al principio no  había nada en absoluto, una gran culpa.» 
 
 
 
            
        
          
        
          
        
Escribí la última entrada con apremio y angustia,  sabiendo que de un momento a otro podía interrumpirla y posponer su  redacción. Quería hacerla ese día, justo cuando se cumplían dos años  desde las primeras palabras que escribí en este blog, pero temía que  fuese imposible. La causa era que uno de mis más antiguos e íntimos  amigos, Joaquín Gallegos Rosillo, estaba en una cama de hospital  perdiendo la vida lentísimamente. En efecto, unas horas después, rodeado  de algunas de las personas que más lo habíamos querido, murió.
Doy  cuenta de la importancia que puede tener la literatura, la poesía en  particular, en los dolorosos trances de la enfermedad y la muerte.
En  los últimos tiempos, cuando la comunicación entre nosotros se fue  volviendo más incierta a causa del cáncer, Andrea, mi mujer, fue  estableciendo con él una sutilísima y distante conversación a través del  teléfono móvil. No hablaban, no era necesario. Bastaban los SMS. Casi a  diario, Andrea le enviaba un haiku o unos pocos versos a modo de  salutación afectuosa y breve. Era un modo delicado de manifestarle  nuestra disposición y nuestra proximidad, cuando ya la presencia física  de los demás lo incomodaba un poco. Él respondía con el mismo código  poético.
Cuando el pasado domingo hubimos de redactar la esquela  pública anunciando su fallecimiento, la poesía nos ayudó de nuevo.  Encabezamos la esquela, sobria y exenta de distintivos religiosos, tal  como él había deseado, con unos versos de René Char, extraídos del libro  El desnudo perdido, que él  tenía en su biblioteca:
Solamente la vida nos  mata. La muerte es el anfitrión. Libera a la casa de su cercado y la  empuja al lindero del bosque.
Mozalbete  sol, te veo: pero ahí donde ya no estás. 
Y unas  horas después, durante la ceremonia laica de despedida que organizamos  en la Sala del Adiós del cementerio de Granada, también la poesía ocupó  un lugar dominante. Nos parecía que los versos de Wislawa Szymborska,  Dylan Thomas y Walt Whitman que utilizamos expresaban bien lo que  queríamos decir, y decirle y decirnos, momentos antes de que su cuerpo  entrara en el crematorio. Con estos fragmentos poéticos lo despedimos:
No existe vida
que, aun por un instante,
no sea inmortal.
La muerte
siempre llega con un instante de retraso.
En vano golpea con la aldaba
en la puerta invisible.
Lo ya vivido
no se lo puede llevar.
***
Y la muerte no tendrá señorío.
Desnudos los muertos se habrán confundido
con el hombre del viento y la luna poniente;
cuando sus huesos estén roídos y sean polvo los limpios,
tendrán estrellas a sus codos y a sus pies;
aunque se vuelvan locos serán cuerdos,
aunque se hundan en el mar saldrán de nuevo,
aunque los amantes se pierdan quedará el amor;
y la muerte no tendrá señorío.
...
Y la muerte no tendrá señorío.
Aunque las gaviotas no vuelvan a cantar en su oído
ni las olas estallen ruidosas en las costas;
aunque no broten las flores donde antes brotaron ni levanten
ya más la cabeza al golpe de la lluvia;
aunque estén locos y muertos como clavos,
las cabezas de los cadáveres martillearán margaritas;
estallarán al sol hasta que el sol estalle,
y la muerte no tendrá señorío.
***
Querido amigo, quienquiera que seas acepta este beso,
especialmente te lo doy. No me olvides,
me siento como aquel que ha terminado la tarea del día y se retira a descansar,
vuelvo a recibir uno de mis numerosos tránsitos, asciendo de mis avatares; mas otros indudablemente me esperan, otros esperan por mí.
Una esfera desconocida y más real que la que soñé, más directa, arroja sobre mí dardos que me despiertan. ¡Hasta luego!
Recuerda mis palabras, tal vez yo vuelva,
te amo, abandono lo material,
soy como algo incorpóreo, triunfante, muerto.
...
Lo mejor de mí quedará cuando yo no sea visible; para ese fin me he preparado sin tregua.
¿Qué más hay que me demoro y me detengo y me agazapo con la boca abierta?
¿Hay acaso un adiós definitivo?
Mis cantos han cesado, los abandono,
desde la mampara que me ocultó, me acerco a ti, sólo a ti.
...
Sé tan feliz como si yo estuviera a tu lado. (No estés demasiado seguro de que no esté contigo.)
***
Para cumplir el deber de amistad y memoria que ese día nos reclamaba, la poesía fue nuestra aliada. Los versos llegaron hasta donde el lenguaje cotidiano no alcanza o se muestra impotente e impostor. Ahí reside una de las potestades de la poesía, su incólume singularidad. 
 
 
 
            
        
          
        
          
        
El día 9 de mayo de 2008, con tanta ilusión como incertidumbre, inicié la redacción de este blog. Pensaba entonces que era llegado la hora de utilizar un instrumento tan poderoso para ensanchar el círculo de interlocutores. Dos años y ciento ochenta y dos entradas después querría compartir algunas reflexiones sobre esta experiencia. Las deben entender como la expresión pública de algunos de los pensamientos que me rondan estos días. Un balance es una mirada al pasado, una forma de darle sentido a un experimento. También una forma de pensar el futuro.
Comenzaré por lo más elemental: las alegrías.
Aunque lo imaginaba, y hasta lo deseaba, no podía suponer hasta qué punto iba a suceder como ha sucedido. Poder conversar, aunque de modo breve y entrecortado, con tantos lectores anónimos, poder conocer sus pensamientos y sus emociones, sus gustos y sus consejos, es un motivo permanente de gozo. Tal vez no soy capaz de medir el alcance exacto de mis palabras, pero me bastan los ecos que percibo para sentirme satisfecho. No aspiraba a más. No pensaba en lucimientos personales, ni en una forma de promoción profesional, ni en hacer propaganda de tal o cual producto. Tan sólo deseaba compartir con más gente lo que acostumbro a decir en círculos  reducidos. Ese objetivo se ha cumplido con creces, con el regalo agregado de numerosas palabras juiciosas, cordiales y valiosas que envían quienes generosamente se acercan al blog. Esa circunstancia, que tanto se aproxima a la idea que tengo del civismo, me hace muy feliz. Repito ahora aquí una palabra que con harta frecuencia escribo en las respuestas a los comentarios de las entradas: gracias.
Pero esas alegrías están entreveradas con incomodidades, dudas e incapacidades que me han creado malestar. Comentaré algunas de ellas.
He comprendido que resulta muy difícil armonizar el deseo de discreción personal con la redacción de un blog abierto al mundo. Hago esfuerzos denodados por evitar el uso del pronombre 'yo', pero no siempre lo consigo. Cuando eso sucede me siento molesto, fracasado. Temo que algún lector pudiera confundir la información con la jactancia y eso me pone nervioso. Por eso casi nunca hablo de lo que hago, de las ciudades que visito, de las conferencias que doy. Pero al mismo tiempo me parece que esa actitud pudiera ser una forma de desconsideración, de descortesía hacia los organizadores y los lectores. ¿Por qué habría de ser una petulancia el hecho de hablar públicamente de las sensaciones placenteras que he vivido tras un encuentro con profesores o jóvenes o familias o bibliotecarios en torno a la lectura? Ya sé que muchos lectores no se sentirían incomodados por un relato de esas actividades, pero no puedo evitar percibirlo así. Soy consciente de que eso limita las posibilidades del blog, de que esa actitud contradice la propia naturaleza de un blog, pero no sé actuar de otro modo.
No estoy dotado para la brevedad o el aforismo. Y eso es causa asimismo de malestar. Tengo una forma de pensar muy discursiva y tiendo por ello a escribir entradas muy largas. Cuando redacto algo sucinto siento que he ocultado algo importante. Me pesan más las supresiones que las aportaciones. Sé que esa proclividad a la extensión no casa bien con la esencia de un blog, pero no soy capaz de actuar en consecuencia. Confieso que uno de los propósitos para el futuro es ser más conciso, pero no estoy muy seguro de poder lograrlo.
Durante muchos años fui columnista habitual en algunos periódicos de mi ciudad. Vivía esa condición con una excitación y una responsabilidad abrumadoras. Cuando se acercaba la hora de entregar el texto semanal me sentía agobiado, temeroso. Mientras desconocí el rostro de los lectores escribí con más libertad y más ligereza. Pero conforme fui identificando a quienes me leían, a quienes aguardaban con ansiedad mi columna semanal, fui perdiendo seguridad y fui ganando en incertidumbre. No era fácil ir a una oficina o a un taller o a un colegio o a un comercio y escuchar de pronto un comentario sobre lo que había escrito unos días antes. ¿Cómo sobrellevar el hecho de que el carnicero de un supermercado o la enfermera de un hospital te leen y te agradecen lo que escribes? Para mí no era sencillo. Porque eso me iba obligando a escribir para ellos, a pensar mientras tecleaba el texto en no decepcionar al taxista o al compañero de trabajo que en un mismo día podían comentarte un artículo reciente. Hace unas semanas, en los prolegómenos de la presentación de la novela de Antonio Rodríguez Almodóvar, de la que les hablé aquí, se acercó una mujer desconocida y me mostró un álbum de recortes de antiguos artículos míos que conservaba con devoción. Me pedía una dedicatoria. Comprenderán que me pusiera muy nervioso. ¿Y quién no en su sano juicio? Me resultaba incomprensible y al mismo tiempo fascinante comprobar que alguien hubiera guardado palabras mías durante años. ¿Qué habían significado para ella y por qué las seguía conservando? Lo único que puedo decir es que esa clase de preguntas se convirtieron en su día en un agobio difícil de soportar. De hecho no lo aguanté y decidí descansar temporalmente. Pero lo que iba a ser un respiro se convirtió en realidad en una renuncia. El blog fue un modo indirecto y más relajado de regresar al espacio público.
Les cuento todo esto para que entiendan que me tomo muy a pecho la redacción de cada entrada, que no soy capaz de frivolizar, que me siento muy contrariado cuando alguna circunstancia me impide escribir con regularidad. Pido disculpas por esta manera de actuar. Me desasosiega la sombra silenciosa de los lectores, aunque desconozca su identidad.
Y he aquí el otro gran fantasma que me abruma: el tiempo. He comprendido que un blog requiere muchas horas, muchas atenciones. No siempre dispongo de esas horas necesarias. Y cuando no escribo me siento mal, peor cuanto más tiempo pasa entre una entrada y otra. Y esa dilatación es otra causa de inquietud. Admiro a quienes son capaces de afrontar diez asuntos a la vez. No es mi caso. Si estoy concentrado en una tarea soy incapaz de distraerme en otra. Y si las circunstancias vitales te reclaman, no escatimo esfuerzos. Por eso habrán notado algunos silencios prolongados. No crean que no me pesan. Pido, por tanto, disculpas.
Bueno, así estoy: feliz y preocupado, con ánimos y con incertidumbres, pensando el pasado e imaginando el futuro. Me siento ante todo un hombre afortunado, con muchas razones para estar agradecido.