28 de diciembre de 2010

Leer y escuchar

Gracias a la amistad de Cristina Novoa he sabido que el mismo día que la Asociación Entrelibros celebraba en el Parque de las Ciencias de Granada el 'Día de la Lectura en Andalucía', como ya informé en la entrada anterior, tenía lugar en Santiago de Compostela la final del I Concurso de lectura en voz alta 'LER E ESCOITAR', que ha implicado a numerosos alumnos gallegos de educación primaria y secundaria en la tarea de preparar y mostrar públicamente sus cualidades lectoras. Feliz casualidad. Me habría gustado ser espectador de esa experiencia, escuchar los textos escogidos, estar atento a las reacciones de los oyentes. Estoy seguro de que hubiera disfrutado mucho, pues me agrada escuchar a los niños dando sonido y sentido a los textos literarios. Me conmueven la fragilidad de sus voces, la temblorosa expresividad de su dicción, la incipiente pasión de sus lecturas. Son las señales tempranas de un aprendizaje que les recompensará con creces en los años venideros, cuando deban leer para otros, para los alumnos, para los amigos, para los hijos, para otros lectores.

Del blog Hora de ler he elegido una imagen de ese día para acompañar estas palabras de reconocimiento y felicitación.


19 de diciembre de 2010

Celebración de la lectura

Como saben, el 16 de diciembre se celebra el 'Día de la Lectura en Andalucía'. Con tal motivo, la Asociación Entrelibros, de la que aún no he hablado en este blog (prometo remediarlo pronto), organizó junto al Parque de las Ciencias de Granada una actividad muy especial. Se pensó que la mejor manera de exaltar la lectura era mostrarla, ofrecerla, para lo cual dedicaron la mañana del jueves a leer a los visitantes del Parque breves textos adecuados a cada edad. Y así fue como las lectoras y los lectores de la Asociación Entrelibros deambularon por el Parque durante varias horas leyendo poemas, cuentos, reflexiones, fragmentos de novelas... a todos cuantos quisieron escucharlos (nadie se negó, por supuesto).

Se leyó a uno...
a unos pocos...
a un pequeño grupo...
o a un grupo numeroso...
Se leyó en los pasillos...
en las escaleras...
en el Mariposario...
en el Planetario...
o en la Sala Explora...
Y se leyó a quienes descansaban...
comían...
trabajaban...
o esperaban...
(Se dio el caso de un visitante que, tras escuchar la lectura ofrecida por una de las lectoras de la Asociación Entrelibros, quiso contribuir él mismo a la celebración leyendo un texto de uno de los libros que en ese momento llevaba. La reciprocidad del regalo)

¿Y qué se leyó? Pues textos de Italo Calvino, Pablo Neruda, Antoine de Saint-Exupéry, Ernesto Cardenal, Franz Kafka, Federico García Lorca, Idea Vilariño, Dylan Thomas, Charles Bukowski, Luis Alberto de Cuenca, Luis Cernuda... y cuentos de Gabriela Keselman, Philip Waechter, Eric Carle, Leo Lionni, Roald Dahl...

En fin, fue una intensa y feliz celebración.


Debo decir, finalmente, que yo también participé en la fiesta, claro está.

13 de diciembre de 2010

La deserción de un lector

Conocedora de mi afición por las imágenes de lectores, una buena amiga me envía esta magnífica fotografía, cuyo color desvaído da cuenta de su antigüedad (se tomó, en efecto, hace ya algunos años). No es la fotografía de una impostura, sino que posee el valor de lo verídico y lo extraordinario. Un joven soldado, en la pausa de unas maniobras militares en el monte, se dedica, mientras sus demás compañeros duermen, a leer. No le importa que el fuego improvisado se haya extinguido. La trama de la novela, pues es una novela lo que lee (el lector aún recuerda el título: Las uvas de la ira), importa más que la baja temperatura o el cansancio. Está realmente absorto en la lectura. Ni el espacio, ni la hora, ni el ambiente parecen disuadirlo, la atracción que ejerce la palabra y la historia es más poderosa que la incomodidad física o la aspereza del lugar. Si la lectura ofrece siempre la oportunidad del aislamiento y el refugio cálido, hay circunstancias (ejército, acuartelamiento, disciplina castrense, simulacros de guerra...) en que esa evasión imaginativa adquiere el carácter de una deserción. El tiempo que se pasa en el libro es un tiempo fuera de la uniformidad, la monotonía y la marcialidad. ¡Qué significativa resulta la escena, qué vigorosa defensa de la lectura, qué retrato más exacto del lector disconforme!

6 de diciembre de 2010

Un libro llega a nuestras manos

El motivo de la cita en el restaurante era la entrega por parte de Alicia Relinque de un ejemplar del primer volumen de Jin Ping Mei, una de las dos novelas clásicas más importantes de la literatura china (la otra es Sueño en el pabellón rojo), que ella ha traducido directamente del chino, no del inglés o el francés, como suele hacerse a menudo.

Conocimos a Alicia Relinque en Beijing, hace más de dos décadas, cuando ella estudiaba lengua china en la Universidad de Beijing y yo impartía clases de lengua y literatura españolas en la misma universidad. Desde entonces hasta ahora, en que aquella aplicadísima investigadora ya es profesora de la Universidad de Granada, hemos mantenido una amistad ininterrumpida y repleta de afectos mutuos.

No sé si seré capaz de hacerles ver la magnitud de su trabajo, pero piensen que se trata de traducir una obra escrita a principios del siglo XVII, en la lengua de entonces, diferente a la actual, como ocurre con el castellano de El Quijote (novela contemporánea de Jin Ping Mei, por cierto) con respecto al de hoy, pero acentuada la dificultad si se tiene en cuenta que el chino no es una lengua alfabética sino ideográfica, es decir, que las palabras no son el resultado de la combinación de unas decenas de letras, como ocurre con la mayoría de las lenguas occidentales, sino que cada carácter de la escritura china representa un concepto, lo que en la práctica significa que es preciso conocer miles de caracteres para entender correctamente un texto. Da una dimensión exacta de la proeza saber que parte de los caracteres utilizados en aquel tiempo no son de uso corriente (piénsese, en nuestro caso, en palabras tales como fementido, omecillo o corcovo, tan cervantinas y sin embargo tan incomprensibles hoy) y que muchos otros caracteres han sido simplificados. Compárense, a título de ejemplo, los caracteres antiguo y moderno para el mismo concepto, amor:

Pues bien, durante cuatro años, Alicia Relinque ha estado entregada a la traducción de tan magna obra, calificativo nada convencional, pues la edición original de Jin Ping Mei consta de unas 1600 páginas de texto (la edición española, en dos volúmenes, alcanzará un total de 2200 páginas), lo que supone aproximadamente un millón de caracteres, muchos de los cuales exigen horas y horas de estudio, de lectura atenta de artículos científicos, para desentrañar su significado. Pueden entender entonces que traducir algunas frases puede llevar días, pues otra de las grandes dificultades de la traducción ha sido la necesidad de verter al castellano los registros lingüísticos de los distintos personajes, con sus particularísimas formas de hablar (no se olvide que muchos de ellos son prostitutas y putañeros, a los que no se les puede hacer hablar en castellano como si fueran miembros de la alta sociedad literaria). Un trabajo, como digo, colosal y admirable.



Imágenes facsimilares de Jin Ping Mei

Compañeras de ese momento feliz, que en realidad era un pretexto para la celebración, fueron Isabel Cervera, una de las más relevantes expertas españolas en arte oriental, profesora de la Universidad Autónoma de Madrid, y Andrea Villarrubia, profesora del IES Ilíberis de Atarfe, Granada, de la que ya conocen los lectores de este blog algunas de sus iniciativas en torno a la lectura. Los cuatro coincidimos en Beijing en un año que será recordado por la trágica matanza de estudiantes en la Plaza de Tiananmen.

Andrea, Isabel y Alicia

Comer, beber, reír, recordar... Y ahora leer serenamente. En fin, las elementales alegrías de la vida.

27 de noviembre de 2010

Leer a los compañeros

Con motivo de la celebración de la Semana del Libro en el IES Ilíberis, ubicado en Atarfe (Granada), la responsable de la biblioteca concibió la idea de reunir a un grupo de alumnas y alumnos para visitar todas las aulas del centro y leer a sus compañeros textos literarios seleccionados cuidadosamente: mitos, poemas y cuentos. En esos días, los primeros quince minutos de cada clase estuvieron dedicados a la lectura y a la escucha. He aquí una experiencia bien inteligente, que ayuda a entender la lectura como un ofrecimiento, como una invitación cercana y amistosa.

20 de noviembre de 2010

Palabras y pétalos. Continuación

Hoy, 20 de noviembre, se conmemora en todo el mundo el centenario de la muerte de Lev Tolstói y he querido contribuir al homenaje con el recuerdo de un texto suyo, justo el que reproduje en la entrada publicada ayer. (A los lectores que no lo han leído les aconsejaría que lo hicieran previamente a la lectura de los comentarios que siguen, pues así los entenderán mejor.)

Sí, el texto era de Lev Tolstói y fue escrito hace ¡150 años! Como saben, su extraordinario interés por la educación lo llevó, entre otras realizaciones, a fundar una escuela para los hijos de los campesinos y los artesanos de la zona en la que pudieran ponerse en práctica las ideas pedagógicas que él consideraba más adecuadas para la instrucción de la infancia. La materializó en un edificio próximo a su residencia, por lo que recibió el nombre de su heredad, Yásnaia Poliana. Así se la conoce desde entonces y así figura en la historia de la pedagogía. Y él mismo, junto a otros maestros, impartió clases en ella, por lo que sus reflexiones sobre las prácticas educativas provienen no sólo de sus lecturas, sus viajes o sus conversaciones con pedagogos europeos sino de su experiencia concreta en las aulas. El texto que ayer reproduje demuestra muy bien ese compromiso.

Naturalmente, no puedo saber qué habrán pensado ustedes al leerlo, pero a mí me hace recapacitar, por ejemplo, en el hecho de que la inquietud por la 'comprensión' de la lectura no es un asunto contemporáneo. Ya entonces andaban preocupados por las mismas cosas que ahora. Lo cual me plantea una duda: o estamos condenados a reproducir generación tras generación los mismos errores o Tolstói fue realmente un visionario. Porque la infructuosa conversación que mantiene con sus alumnos a propósito de la lectura del relato de Gogol bien pudiera ser un reflejo de lo que acontece actualmente en muchas aulas de educación primaria y secundaria, en España y en otros países. ¿Por qué se siguen manteniendo entonces ese tipo de prácticas? ¿Por qué no hemos sido capaces de seguir el ejemplo de Tolstói y reconocer lo absurdo de ciertos modos de encarar la lectura de un texto? ¿Por qué se continúa exigiendo a los alumnos respuestas estereotipadas a sus lecturas en vez de alentar estrategias propias de comprensión de los textos? No tengo una respuesta clara a esas preguntas. Me abruma pensar, sin embargo, que ha pasado siglo y medio desde entonces y nada parece haber cambiado.

Algo en cambio hay en su relato que me reclama y me estimula: la capacidad de Lev Tolstói para pensar críticamente sobre su práctica docente. Tal vez sea ésa la lección más fructífera, el reconocimiento de su equivocación y la aceptación de la inteligencia de los niños para dar sentido a un texto si se les brinda oportunidades y se guía con delicadeza sus razonamientos. Una actitud que aún nos estimula.

19 de noviembre de 2010

Palabras y pétalos

Les pido que lean atentamente el texto que sigue y le den vueltas en su mente. Oculto, por hoy, su autor. Mañana a última hora lo desvelaré. Lo que me gustaría es que pensaran en el meollo de la experiencia que aquí se describe y en las reflexiones que hace el autor sobre su proceder y los comportamientos de sus alumnos. Si hubiese oportunidad, si estuviésemos frente a frente, los invitaría a adivinar el nombre del autor, como un juego. Basta, sin embargo, con la sugerencia de meditar un poco sobre el texto. No obstante, me atrevo a asegurar que pueden sorprenderse cuando conozcan quién lo escribió.

......................

"Generalmente, no es la palabra lo que es tan oscuro; es la idea expresada por ella lo que escapará a la comprensión del alumno. Este encuentra casi siempre la palabra cuando ha encontrado la idea. Además, la relación justa de la palabra con la idea y la formación de nuevas ideas constituyen para un alma de niño fenómenos tan complejos, tan delicados, tan misteriosos, que la menor intervención aparece como una fuerza ruda, incoherente, que detiene el desenvolvimiento del progreso.

'Comprende', se dice pronto; pero no todos comprenden, y ¡qué cosas tan diferentes se pueden comprender al mismo tiempo, leyendo el mismo libro! Tal escolar que no comprendió dos o tres palabras de una frase, escogerá la unión más aproximada a una idea y su conexión con las precedentes. Vosotros, el maestro, os apoyáis en cierto punto de vista; pero el alumno no siente la necesidad de comprender lo que pretendéis explicarle. A veces os ha comprendido sin poder demostraros que os ha comprendido; pero al mismo tiempo busca, adivina, asimila absolutamente una cosa del todo distinta que él siente más útil y más importante para sí. Vosotros, no obstante, le instáis a que se explique; le es preciso, pues, expresar con palabras la impresión que las palabras han producido en él; entonces calla, o se pone a declamar absurdos; miente,engaña, procura encontrar lo que le preguntáis, lo que es preciso, lo que os satisfaga; o bien se forja alguna dificultad que no existe, y lucha con ella; pero durante ese tiempo, la impresión general producida por el libro, el aroma poético que le ha ayudado para penetrar el sentido, se escapan de su entendimiento y desaparecen.

Hemos leído el Wig, de Gogol, repitiendo cada frase en los términos usuales. Todo marchó bien hasta la página tercera, en que se encuentra la siguiente frase: 'Todas estas gentes de estudio, tanto en el seminario como en el colegio, que alimentaban entre sí una aversión hereditaria, estaban absolutamente privadas de recursos, y con esto tan hambrientos, que fuera cosa imposible de contar las albondiguillas que cada uno de ellos engullía durante la cena, de modo que las generosas ofrendas de los bienhechores opulentos no podían bastarles.'

Casi todos los alumnos son niños muy adelantados.
EL MAESTRO. -Bien, y... ¿habéis leído?
EL MEJOR ALUMNO. -En el colegio se está siempre hambriento, pobre, y durante la cena se engullen albondiguillas.
EL MAESTRO. -¿Y qué más?
UN ALUMNO (travieso, tiene buena memoria y dice lo que se le viene a las mientes). -Cosa imposible... bienhechores generosos.
EL MAESTRO (disgustado). -Es preciso reflexionar. No es eso. ¿Qué es, pues, esa "cosa imposible"?
Silencio general.
EL MAESTRO. -Leed otra vez.
Se le obedece. Uno de los alumnos, dotado de excelente memoria. añade todavía algunas palabras que ha retenido: "seminario... las generosas ofrendas de los bienhechores opulentos no podían bastarles". Nadie lo ha comprendido. No dicen más que absurdos inauditos. El maestro les estrecha más el cerco.
EL MAESTRO. -¿Cuál es, por tanto, esta cosa imposible?
Quería hacerles decir que "fuera cosa imposible de contar".
UN ALUMNO. -El colegio... cosa imposible.
OTRO. -Muy pobre... cosa imposible...
Se vuelve a leer de nuevo. Se busca como una aguja la palabra que reclama el maestro; se citan todas, menos la palabra contar; y, finalmente, todos se desesperan.

Yo -el maestro- no renuncio, y consigo hacerles desarrollar todo el período; pero entonces lo ven más oscuro que en el momento en que lo ha repetido el primer alumno.

Por lo demás, en ello no había nada que comprender. De ese período negligentemente ligado, desleído, sin interés para el lector, había sido comprendido el fondo desde el primer momento: "gentes pobres y hambrientas engullían albondiguillas", el autor no había querido decir más. Me había obstinado únicamente sobre la forma, que era maña, y por esto había echado a perder toda la clase durante una hora entera, había marchitado y pulverizado todas estas flores de inteligencia, poco antes abiertas en todos sentidos. [...]

Es necesario poner al alumno en estado de comprender nuevas ideas y nuevas palabras con arreglo al sentido general del discurso. Oirá o leerá una palabra incomprensible, una vez en una frase incomprensible, otra vez en otra: la idea que expresa comenzará a ofrecérsele, a frecuentarla, y acabará por sentir la necesidad de emplear esa palabra de vez en cuando; la empleará una vez y la palabra con la idea llegarán a ser suyas. Y así las demás, hasta el infinito. Pero querer inculcar en el alumno por la demostración ideas y formas nuevas, es tan imposible, tan inútil, como querer enseñar a un niño a marchar siguiendo las leyes del equilibrio.

Cada una de estas tentativas, lejos de desenvolver al niño, le aleja del fin propuesto, como la mano ruda de un hombre que, por ayudar a que se abra la flor, desarrollase los pétalos violentamente."

12 de noviembre de 2010

En las paredes

Paseando por mi ciudad, compruebo que sigue habiendo gente que nos recuerda lo elemental, lo que nunca debería ser olvidado.

6 de noviembre de 2010

La virtud de la sonrisa

Los martes por la tarde, en la octava planta del Hospital Materno Infantil de Granada, me cruzo con la Doctora Sapofrita y el Doctor Cambembo. Nada más verlos esbozo una sonrisa que, casi siempre, se torna en carcajada si tengo la oportunidad de escuchar sus diálogos con los niños enfermos o participo en algunas de sus improvisadas 'payasadas'. Porque la Doctora Sapofrita y el Doctor Cambembo son payasos. Unos payasos muy singulares, que trabajan en un escenario muy delicado. Con sus narices rojas, sus batas estrafalarias y coloristas, sus bolsillos llenos de objetos insólitos, ambos doctores transitan por los pasillos y entran en las habitaciones del hospital dispensando un medicamento inmaterial y benéfico: sonrisas. En realidad no las reparten sino que las provocan. Son los propios niños enfermos los que, gracias a ellos, las componen y las ofrecen.

La Doctora Sapofrita y el Doctor Cambembo son miembros de la Fundación Theodora, que como saben tiene como objetivo principal el alivio de los padecimientos de los niños hospitalizados mediante la medicina de la risa. Doy testimonio de su eficacia.
Hace unos días, para conmemorar el décimo aniversario de la presencia de los 'doctores sonrisa' en España, ha editado un libro cuya lectura recomiendo. Se titula Cuentos a la orilla del sueño. 26 sonrisas y una ilusión y ha sido escrito expresamente para la ocasión.

Coordinado por Antonio Ventura, el libro está compuesto por 26 cuentos, pues veintiséis son los Doctores Sonrisa españoles, escritos por autores que habitualmente escriben para niños y jóvenes (Pablo Albo, Eliacer Cansino, Daniel Nesquens, Fina Casalderey, Fernando Alonso, Teresa Duran, Xabier P. Docampo...), a los que acompaña una ilustración de autores (Isidro Ferrer, Noemí Villamuza, Pablo Auladell, Elena Odriozola, Teresa Novoa, Fernando Vicente, Paula Alenda...) que asimismo ilustran libros infantiles. Culmina con un romance escrito por Ángel Idígoras que rinde homenaje a cada uno de los payasos que ejercen como Doctores Sonrisa.

Es un libro concebido desde y para la sonrisa, cuyo argumento central es la defensa de la sonrisa, que reconoce la extraordinaria virtud de la sonrisa. Leer, y en esta ocasión más que nunca, es una forma de sonreír.

29 de octubre de 2010

Esperar la alegría

No sé si a ustedes les sucede lo mismo, pero hay momentos en los que uno se siente tan abrumado por el mundo que lo rodea, tan inerme ante la brutalidad y la estupidez contemporáneas, el triunfo universal de las mafias y la corrupción, las agresiones impunes contra los derechos sociales, la depredadora voracidad de los bancos y las agencias financieras, la sonriente desfachatez y las mentiras de los gobernantes, la desvergüenza de intelectuales pederastas que dan continuamente lecciones de moral, la miseria que no cesa..., que me da por pensar que las reflexiones sobre la lectura y la literatura son nimiedades, una ilusoria manera de entender la vida. En esos días siento que lo que uno hace tiene poco sentido, que los enemigos contra los que batallamos son tan invulnerables que la confianza en la potestad de los libros es una pura quimera. Cuando eso ocurre, me acucia la tentación del silencio.

Pero luego, como la luz entre las nubes tras la tormenta, reaparece el entusiasmo y el pensamiento oscuro se disipa. ¿Y si la defensa de los libros fuese en realidad una manera de decir no? ¿Y si leer fuese un modo de permanecer alerta y desafiante? ¿Y si la literatura fuese, en última instancia, una oposición al lenguaje trivial y embustero del poder? Pienso entonces que realmente es así y para recuperar el ánimo me bastan una sesión de lectura ante los niños del Hospital Materno Infantil de Granada, una clase bien dada ante mis alumnos, una conversación feliz con las personas que estimo, la lectura reveladora de una novela o un ensayo... En fin, el tipo de actos que ayudan a defender la esperanza de los zarpazos del cinismo o la indiferencia.

Así, los actos de homenaje al poeta Miguel Hernández que en estos días se convocan con motivo del centenario de su nacimiento me procuran también cierto alivio. Me reconforta comprobar que aquí y allá, en una escuela o en una biblioteca, en un programa de radio o una cafetería, brotan reconocimientos, modestas iniciativas que interpreto como gestos de denuncia y oposición.

Como recuerdo y como aliento, quiero traer aquí algunos versos de Miguel Hernández que proclaman la necesidad vital de la sonrisa, la risa y la alegría aun en los momentos más sombríos, de los que tanto él sabía.

Sonreír con la alegre tristeza del olivo,
esperar, no cansarse de esperar la alegría.
Sonríamos, doremos la luz de cada día
en esta alegre y triste vanidad de ser vivo.

*

Herramienta es tu risa,
luz que proclama
la victoria del trigo
sobre la grama.
Ríe. Contigo
venceré siempre al tiempo
que es mi enemigo.

*

Alondra de mi casa,
ríete mucho.
Es tu risa en los ojos
la luz del mundo.
Ríete tanto
que en el alma, al oírte,
bata el espacio.

Tu risa me hace libre,
me pone alas.
Soledades me quita,
cárcel me arranca.
Boca que vuela,
corazón que en tus labios
relampaguea.

*

Fue una alegría de una sola vez,
de esas que no son nunca más iguales.
El corazón, lleno de historias tristes,
fue arrebatado por las claridades.

23 de octubre de 2010

Una sorpresa

En un viaje reciente a Serbia he descubierto algo sorprendente, al menos para mí. De las varias jóvenes que he conocido y que hablaban español la mayoría había comenzado a interesarse en nuestra lengua gracias a las telenovelas venezolanas y mejicanas y a las series televisivas españolas (me nombraron a 'Los Serrano', 'Los hombres de Paco', 'Un paso adelante'...). La verdad es que tenía vagas informaciones sobre ese fenómeno, pero nunca hasta ahora lo había comprobado de modo tan fehaciente. Me resultó fascinante la espontaneidad con que manifestaban que las primeras punzadas de afecto hacia nuestra lengua las habían sentido escuchando a actores y actrices que encarnaban personajes cuyo atractivo me resultaba sin embargo muy ajeno.

Uno tiende a pensar que los estímulos iniciales proceden de ámbitos literarios más elevados -un cuento, una novela, un poema, una canción...-, sin caer en la cuenta de que las palabras seductoras pueden aparecer también en la boca de tenderos cándidos o policías gritones. Al fin y al cabo, la sonoridad de las palabras es siempre la misma, estén en un poema de Jorge Luis Borges o en las recriminaciones de dos amantes despechados. Mientras escuchaba a las jóvenes serbias me reprochaba no haber pensado que las palabras que encienden una pasión pueden proceder de escenas que representan una conversación jocosa en un bar o una discusión entre una madre y su hija adolescente, a las que no habría concedido apenas importancia de haberlas escuchado como espectador. Pero, ¿acaso no tienen más viveza y más encanto esos diálogos que las simulaciones hechas en las aulas para aprender la gramática de una lengua?

Támara, una de esas jóvenes atraídas desde la pubertad por las series televisivas españolas, admiraba profundamente la poesía de Quevedo y aspiraba a estudiar un máster sobre literatura española. El itinerario que la había conducido a algunas de las cimas de la literatura en lengua castellana me resultaba a la vez chocante y admirable. Estoy pensativo desde entonces.

15 de octubre de 2010

Será la memoria

Cuando uno lee un libro que, por alguna razón, le conmueve profundamente siempre se hace la misma pregunta: ¿por qué no lo habré leído antes? Es un sentimiento absurdo, pues la felicidad sentida no habría sido más intensa de haberlo leído con anterioridad. Pero es inevitable pensar que, aun siendo la misma, esa felicidad debería haber llegado antes, como los buenos amigos o los buenos viajes, para gozarlos durante más tiempo.

Una vez más me ha ocurrido. He leído ahora El olvido que seremos, del escritor colombiano Héctor Abad Faciolince, y no he podido evitar la fatídica pregunta: ¿por qué no leí en su día este libro? Pienso que todo lo que estoy haciendo ahora -releer ciertos pasajes, hablar de él, recomendarlo vivamente- debería haberlo hecho antes, como si eso me deparara un deleite distinto.

De lo dicho se deduce fácilmente que la lectura de El olvido que seremos me ha cautivado. Durante unos días he permanecido absorto en una vida real que, gracias a la escritura, adquiría la cualidad de un personaje literario. La vida de Héctor Abad Gómez, un prestigioso médico colombiano, luchador notorio por los derechos humanos, asesinado en 1989 por un grupo paramilitar (a estas alturas aún no se conocen los nombres de los sicarios ni de los instigadores) a causa precisamente de sus ideas y de su compromiso cívico, se me ha presentado con los atributos de una figura de ficción, al contrario de lo que suele suceder cuando uno lee una novela. Y la causa no es otra que el emocionante, luminoso y admirativo relato que su hijo, Héctor Abad Faciolince, ha escrito en recuerdo de un hombre generoso y vitalista, cuya inteligencia iba pareja a su sentido de la decencia y la defensa de la dignidad humana.

La literatura se presenta en este caso como una aliada más que como un adversario. Esa vida admirable podía haber quedado distorsionada, sin relieve, si hubiese sido narrada con un estilo ramplón o hagiográfico, que habría sido lo mismo, pues en ambos casos la biografía de Héctor Abad Gómez hubiese parecido irreal. En cambio, la escritura exquisita y ardiente de Héctor Abad Faciolince, llena de matices y recodos, atravesada por la sinceridad y el amor, otorga a la historia de su padre la cualidad de los grandes relatos.
El tributo al padre se convierte así en una narración que se lee con el mismo fervor que se lee una novela, con el mismo arrobo ante el protagonista que despiertan los grandes personajes inventados. El hijo ha conseguido que el lector acabe cautivado por el padre (así me ha ocurrido a mí). No cabe mayor homenaje. Uno lee el libro confirmando a cada página que la literatura puede hacer memorable una vida concreta y puede a la vez dar aliento a la vida de los lectores.

30 de septiembre de 2010

Otoño con libros

Tal día como hoy, 3o de septiembre, pero del año 1970, el poeta español Blas de Otero fechó el poema que reproduzco a continuación. He querido rememorarlo en estos días de tribulación y hastío. Es un homenaje literario y a la vez un recordatorio de aquellas personas íntegras que, aún en las peores adversidades, no se rinden y encuentran consuelo en los libros para continuar bregando, para seguir abonando la esperanza.


NO ME MOVERÁN

Cuando se alcanza la edad de los libros un poco amarillentos y
[manoseados,
y el cuerpo comienza a tropezar consigo mismo si intenta
[adelantar un paso más de lo establecido,
y hablamos con cierta gravedad y un poco de escepticismo y
[resignación,
entonces que no nos vengan con la declaración de los derechos
[del hombre,
los deberes de la mujer y la rebeldía de los jóvenes,
sabemos de sobra,
conocemos a fondo la marcha de los acontecimientos
en Vietnam, en Rodesia, en Portugal y en Puerto Rico,
nos limitamos a amar a una mujer y con un poco de
[distanciamiento a los hombres en general,
fui niño pisoteado por una cruz de palo,
muchacho alegre entre las calles de Madrid,
joven meditativo, y ahora alcanzo la madurez como quien un libro
[alcanza del penúltimo estante de la biblioteca,
verbi gratia, Fortunata y Jacinta que vuelvo a leer esta tarde del
[otoño
en que el mundo sigue enredado en sus propios hilos
manejados un poco abusivamente por dos poderosos trujamanes,
sabemos de sobra
que abunda la injusticia y sobran el hambre y la falta de libertad,
hicimos cuanto pudimos para evitarlo,
continuaremos leyendo a Galdós y manteniendo nuestra integridad
[de mera persona humana,
no me moverán
los sueños ni las imposturas,
prolongaré hasta el final el timbre de mi voz directamente dirigida
[a los hombres
y algún pedazo de pared que otro.

Blas de Otero, Hojas de Madrid

23 de septiembre de 2010

Entre Tolstói

He sabido de algunas muy buenas lectoras que este verano han dedicado horas y horas a leer novelas de Lev Tolstói. Han estado durante semanas enredadas en las atmósferas, las tramas y los personajes del escritor ruso, vagando como confiados viajeros en una metrópolis inabarcable y seductora. Todas, al término de sus lecturas, expresaban muy parecidos elogios hacia sus obras y mostraban el sentimiento común de una honda tristeza al abandonar esos espacios de ficción, como si hubieran sufrido una inmerecida expulsión del paraíso. ¿Qué empujaba a esas lectoras a perderse en los cientos y cientos de páginas de Ana Karenina o Guerra y paz? La conmemoración este año del centenario de la muerte de Tolstói ha podido influir en su elección, pero la fascinación sentida no creo que haya tenido mucho que ver con los reclamos de la actualidad. Esa atracción procede de las propias obras, de su viejo poder cautivador, de algo que va más allá de las urgencias del presente y sigue conquistando la atención y la emoción de los lectores de todo el mundo.

Quizá la explicación pudiera dárnosla Juan Eduardo Zúñiga, leyendo su libro
Desde los bosques nevados. Memoria de escritores rusos, que es un apasionado memorial de lector además de un homenaje a la literatura rusa. La lectura de los breves y conmovedores ensayos que componen el libro permite observar las cualidades de lector de un excepcional narrador. Sus confidencias nos atrapan con la misma fuerza que sus relatos. Y aunque habla de él, en realidad habla de todos nosotros. Las palabras que siguen inician el capítulo titulado Mujeres leídas, soñadas.

"Todos los lectores acariciaron el perfumado cuerpo de Anna Karénina. Todos besaron, seducidos, las manos de Tatiana o mantuvieron la mirada altiva de Grúshenka, la amante de los hermanos Karamázov. Así, muchos lectores de novelas rusas se enamoraron de mujeres soñadas. Al abrir el libro ellas les esperaban para acompañarles quizá durante meses, como radiante ideal femenino, esbozado en una novela o en un cuento y completado con la fantasía de todos los lectores de Gorki, Tolstói, Goncharov o Turguénev. En estos libros la mujer era emblema primordial y su persona subyugante llevaba al lector a reconocerse amante suyo. Durante años de incierta adolescencia y juventud, estas heroínas convivieron con ellos, fueron visitantes invisibles de sus casas, su presencia evocadora las convertía en remanso de ensueños. A ellas deben haber olvidado las penurias, los desamores, la mezquindad; imaginaban su apasionamiento, su belleza, su consagración a causas generosas y así aprendieron a amar y así compensaban no alcanzar nunca figuras tangibles sino simples quimeras.

Leían: en el capítulo V, un hondo desaliento aflige a una mujer -está sola, junto a una ventana, mira a la calle cubierta de nieve, las pobres casas de madera y, lejos, una iglesia de cúpulas doradas: está acaso en Riazán, en Vologda, en Penza-, aunque sus ojos estén secos su garganta se contrae; desea hundirse en la muerte, hundirse aniquilada en un abismo negro y terminar de soportar un sufrimiento diario, inacabable, humillante, pero impuesto por costumbres centenarias. Si pertenecía a la clase elevada, sólo la esperaba la ignorancia, estar encerrada hasta su matrimonio y luego dar hijos, hijos, la decrepitud ineludible. Si era de clase humilde, trabajar sin descanso y ser apaleada por el brutal marido, ajena al uso de los sentimientos.

En el lector de novelas rusas crecía un deseo de proteger a aquella mujer cuyo aislamiento indefenso le parecía reconocerlo como propio, pero la barrera entre su impulso y la irrealidad literaria frustraba siempre su propósito.

La ventisca en un camino solitario golpea el rostro de otra mujer: capítulo VIII; el bosque la rodea..."

16 de septiembre de 2010

Henry Miller habla de libros

Las citas que siguen son de Henry Miller. Está extraídas de Los libros en mi vida, una suerte de autobiografía de lector a la par que un ensayo sobre el valor de la lectura y la literatura. Es un libro que he leído siempre con mucho placer, picoteando en uno u otro capítulo, pues en cada página es posible encontrar alguna frase brillante, alguna confesión especialmente estimuladora. Aprendo mucho leyendo las opiniones de los lectores sobre sus propias lecturas, sobre todo de aquellos lectores que, como Henry Miller, poseen además el don de la escritura. Resultan muy reveladoras sus reflexiones. Lamentablemente es un libro que, por lo que sé, es ya una reliquia, un objeto propio de librerías de viejo. Si las frecuentan y se topan con él, no duden en comprarlo. Búsquenlo, por supuesto, en las bibliotecas.

.................

¿Que factor confiere vida a un libro?
¡Con cuánta frecuencia se plantea este interrogante! La respuesta, en mi opinión, es sencilla. El libro vive a través de la apasionada recomendación de un lector a otro. Nada podría estrangular este básico impulso del ser humano. A pesar de las opiniones de los cínicos y misántropos, sostengo que el hombre siempre se empeñará en compartir sus más profundas experiencias.

Mi debilidad es gritar desde lo alto de los tejados siempre que creo haber descubierto algo de vital importancia. Al terminar de leer un libro maravilloso, por ejemplo, casi siempre me siento a escribir cartas a mis amigos, a veces al autor y en ocasiones al editor. La experiencia se convierte en parte de mi conversación diaria, penetra en los alimentos y en las bebidas mismas que consumo. He dicho que esto era una debilidad. Puede que no lo sea. "¡Creced y multiplicaos!", ordenó el Señor. E. Graham Howe, autor de War Dance (La Danza Guerrera), lo ha dicho de otra manera, que me gusta todavía más: "¡Cread y compartir!". Y si bien a primera vista la lectura podrá no parecer un acto de creación, en un sentido profundo lo es. Sin el lector entusiasta, que en realidad es el equivalente del autor y muchas veces su más secreto rival, el libro moriría. El hombre que propaga la buena palabra, no solamente aumenta la vida del libro en cuestión sino también el acto de la creación misma. Sopla espíritu a los demás lectores.

Creo que están completamente equivocados quienes afirman que los cimientos del conocimiento o de la cultura, o cualquier otro cimiento, son necesariamente los clásicos que figuran en cualquier lista de los "mejores" libros. Sé que varias universidades basan todos sus programas en tales listas selectas. Sostengo que cada individuo tiene que construir sus propios cimientos. El hecho de que uno sea un individuo se debe a su singularidad. No importa cual haya sido el material que afectó vitalmente la forma de nuestra cultura, cada hombre debe decidir por sí mismo los elementos de la misma que habrán de penetrar en él para modelar su propio destino personal. Las grandes obras que son elegidas por las mentes magistrales representan sus preferencias exclusivamente. Está en la naturaleza de tales intelectos presumir que son nuestros guías y mentores designados. Puede ser que, librados a nosotros mismos, con el tiempo llegaríamos a compartir su punto de vista. Pero la forma más segura de conspirar contra ese fin es promulgar la lectura de listas selectas de libros, las llamadas piedras fundamentales. El hombre debe comenzar con sus propios tiempos. Debe familiarizarse ante todo con el mundo en que vive y participa. No debe temer leer ni demasiado ni demasiado poco. Debe recibir su lectura como recibe sus alimentos o su ejercicio. El buen lector gravitará hacia los libros buenos. Descubrirá por sus contemporáneos lo que sea inspirador o fecundo, o simplemente agradable, en la literatura del pasado. Deberá tener el placer de hacer esos descubrimientos por su propia cuenta y a su manera. Lo que tiene valor, encanto, belleza y sabiduría, no puede perderse ni olvidarse. Pero las cosas son susceptibles de perder todo su valor, todo su encanto y atractivo si nos arrastran a ellas tomados de los cabellos.

¡Vivían y me hablaban! Esto es lo más sencillo y elocuente que podría decir de los autores que me han acompañado a través de los años. ¿No es extraño decir esto si consideramos que, en los libros, tratamos con signos y símbolos? Así como ningún artista ha conseguido reproducir jamás la naturaleza en el lienzo, así tampoco ningún escritor ha sido capaz de darnos su vida y sus pensamientos en su totalidad. La autobiografía es el más puro de los romances. La ficción siempre se acerca más a la realidad que los hechos.

11 de septiembre de 2010

Homenaje a Leo

Las conmemoraciones suelen ser excusas para hablar de asuntos que, de un modo u otro, nos incumben. Eso hago hoy. Aprovecho que este año se celebra el centenario del nacimiento del escritor e ilustrador holandés Leo Lionni para manifestar mi admiración por su obra. La verdad es que aprecio todos sus libros, pero por encima de todos, dos: Pequeño Azul y Pequeño Amarillo y Frederick.

El primero, Pequeño Azul y Pequeño Amarillo, me parece una excepcional demostración de inventiva y sensibilidad. Contar una intensa historia de amistad usando como personajes tan sólo pequeñas manchas de color es un verdadero prodigio. Más aún si tenemos en cuenta el año de su publicación, 1959. He comprobado la facilidad con la que lectores muy jóvenes se identifican de inmediato con los colores,
viendo en el azul, el amarillo o el rojo a niños como ellos e identificando el conflicto emocional entre los colores protagonistas con sus propios sentimientos. Es uno de esos libros cuya posesión parece una exigencia inexcusable.

El segundo es Frederick, cuyo protagonista es, a mi juicio, uno de los personajes más sobresalientes de la literatura infantil contemporánea. Frederick, el ratón paciente y contemplativo, me parece la perfecta representación de la improductiva y a la vez imprescindible tarea del artista, de quien ofrece a los demás, reelaborados, dones tan inmateriales como palabras, colores u olores. La actitud serena de Frederick frente al frenesí laboral de sus compañeros, su generoso protagonismo cuando llega el invierno y todo a su alrededor es pura desolación, es un delicado manifiesto a favor de la libertad, la creatividad personal y la función colectiva de la cultura. Mis experiencias con él son igualmente conmovedoras. Otro libro que no debería faltar en las estanterías domésticas.

Aquí, aquí o aquí pueden encontrar más información sobre Leo Lionni.

3 de septiembre de 2010

Más sobre ciencia y literatura

Les ofrezco algunos fragmentos del primer capítulo de un libro que estoy seguro de que interesará a todos los amantes de la literatura. En España se titula Zorros, ciencia, erizos y literatura, un título que corresponde a uno de los capítulos del libro, pero que no es el original. En inglés se tituló Madame Bovary's Ovaries (Los ovarios de Madame Bovary), pero tal vez los editores pensaron que reproducirlo tal cual podía incomodar o despistar a los posibles lectores. No importa. Lo interesante es el enfoque que los autores David P. Barash y Nanelle R. Barash dan al análisis literario: entender la ficción con criterios darwinianos, es decir, considerando que los personajes de los relatos que tanto nos fascinan expresan a la perfección la naturaleza humana universal, y que nuestro interés por su suerte forma parte de los rasgos biológicos que nos identifican como seres humanos.

"Lo que explica que la obra Otelo se siga leyendo y representando quinientos años después de que Skakespeare la escribiera es precisamente que esa obra de teatro nos habla de algo que es atemporal y universal; no se centra en un hombre llamado Otelo, sino en nosotros mismos. Habla al Otelo que todos llevamos dentro: a la naturaleza humana que compartimos. La obra Otelo trata de un hombre celoso y, como veremos a continuación, los celos son una emoción especialmente fuerte y extendida en el género humano, una emoción ante la cual los varones son los más vulnerables. Por eso es correcto hablar de Otelo, Madame Bovary o Huckleberry Finn en presente: continúan vivos, por lo menos en parte, porque poseen características específicamente humanas que trascienden la obra magna en que fueron descritos. Sus tribulaciones, sus respuestas, sus filias y sus fobias, sus miedos y sus anhelos resultan en cierto modo reconocibles para todos los lectores, que pueden maravillarse ante ellos, coincidir o discrepar con ellos, aprender o escandalizarse de ellos.

Algunas personas se sorprenderán al enterarse (sobre todo aquellas que no estén al corriente de los últimos avances en biología), pero resulta que hay pruebas irrefutables de que gran parte de los elementos de la vida humana no dependen de la estructura social. En pocas palabras, aunque es cierto que la educación y las tradiciones culturales ejercen una influencia muy poderosa, también lo es que existe una naturaleza humana subyacente, válida de forma universal y característica del Homo sapiens. Las personas viven en entornos muy diferentes, según tradiciones y trayectorias culturales muy distintas, pero debajo de esa maravillosa diversidad hay algo que es igual de maravilloso, cuando no más: un hilo común de humanidad reconocible, hilado con ADN humano y compartido por todos aquellos que leemos y escribimos (así como por quienes no lo hacen). Los celos de Otelo, la rebeldía de Huck y las necesidades de Emma son sólo tres ejemplos de ese hilo común.
[...]
La naturaleza humana universal fue percibida hace ya miles de años por nuestros mejores narradores, desde los primeros autores del Mahabbarata hindú, el relato babilónico de Gilgamesh, o la Ilíada y la Odisea de Homero, hasta la Eneida de Virgilio y las palabras de Dante, Cervantes y Shakespeare. No obstante, hasta la aparición de Charles Darwin no se sentó la base científica de la naturaleza humana. A decir verdad, algunos de los avances biológicos más importantes no tuvieron lugar hasta pasado un siglo o más de la vida de Darwin, cuando se descubrió la base genética de la evolución mediante la selección natural y cuando se aclararon cuáles eran sus implicaciones para la conducta humana.
[...]
Hay algo que reconocemos al instante en unos rasgos tan básicos y tan obviamente naturales como el amor adolescente exaltado por las hormonas de Romeo y Julieta, la indecisión intelectualizada de Hamlet, la ambición mezclada con remordimiento de Lady Macbeth, el flirteo ebrio de Falstaff, la contundente decisión de Viola, la rabia impotente de Lear, o los celos de Otelo y la picardía propia de Puck. Y cuando este último concluye de forma admirable en Sueño de una noche de verano: "¡Señor, qué locos son los mortales!", el lector o asistente al teatro no puede sino darle la razón, porque en el fondo sabe cómo son los seres humanos, tanto los ficticios como todos nosotros.

Nuestro objetivo es demostrar que sí, efectivamente, existe la naturaleza humana, del mismo modo que existe la naturaleza del hipopótamo o la del halibut, e incluso existe la naturaleza del nogal americano. Y los mejores narradores han sido quienes han sabido plasmarla. Afirmemos, haciéndonos eco de Hamlet, que la literatura sostiene un espejo en el que se refleja la naturaleza, y dentro de ella, la naturaleza del ser humano. Eso nos llevará a afirmar que los entresijos de la biología evolutiva proporcionan unos instrumentos muy útiles a la hora de comprender la literatura y, de paso, de comprendernos a nosotros mismos.

En Zorros, ciencia, erizos y literatura fundimos dos mundos, el de la literatura y el de la ciencia, para demostrar que la ficción puede verse iluminada por la idea más importante de la biología (la evolución) aplicada en este caso al comportamiento humano. Confiamos en que nuestra disección de los ovarios de Madame Bovary, los celos de Otelo, la enajenación de Holden Caulfield y demás desvele una nueva forma de leer y comprender los textos literarios. No se trata de encontrar la 'única' forma, pues nuestra intención no es arrasar con todas las teorías literarias actuales en favor de la ciencia, sino proporcionar un enfoque nuevo, una herramienta que pueda resultar útil en el kit de elementos imprescindibles del lector. Nuestra premisa básica es bastante sencilla, aunque extrañamente revolucionaria al mismo tiempo: que las personas son criaturas biológicas y que, como tales, comparten una naturaleza humana universal y evolucionada. A esto debemos añadir nuestro segundo principio básico: que la psicología evolutiva, una ciencia sin duda no ficticia, está descubriendo por qué los seres humanos se comportan como lo hacen y además ofrece una mirada renovadora y gratificante aunque compleja tanto hacia el mundo de la ficción como hacia el mundo de la realidad. En sus manos tiene el lector el resultado: unas gafas nuevas para aquellos amantes de las letras que se sienten ávidos, perplejos o sencillamente curiosos y preparados para enfrentarse a algo nuevo."

28 de agosto de 2010

Verano y literatura X

ROSETTA, I

Cuando tu cuerpo
todo era distinto, inesperado y joven:
habitaban los ojos
rompeolas,
caballos,
pleamares
y era Agosto feliz y sorprendido
frente a nuestra pasión, frente al misterio.

Y qué fuerza en tus brazos,
qué parajes de fuego,
qué tormenta de luz, amada mía.
Mas he aquí, de pronto, que vinieron
los cuchillos del miedo a desnudar el frío,
a pretender herrumbres y cenizas,
y espaldas,
grupas,
lejos,
partiendo en dos la tarde.

Tempestades que alzaron,
borrascas que nublaron,
huracanes que vimos
llevarse nuestra casa como un copo de nieve.

Porque estábamos solos
comprendimos la luz de las ruinas,
los hierros retorcidos,
sin apenas un grito,
como si hubiese sido nuestra casa de siempre
aquel palo tronchado,
aquel espejo roto,
y vasos,
sillas,
naipes,
mirándonos allí desde el escombro.

Y entre los dos qué grande la montaña,
qué terribles los álamos y el río,
qué tremenda la calle
y el asfalto y el humo
y el silencio aterido sobre los pedestales,
espeso,
grande,
inmóvil.

En medio de la calle cesaba yerto el sol.

Javier Egea, Troppo mare

23 de agosto de 2010

Verano y literatura IX

LEBRILLÁN

Todavía no era el sol astro rey, pero llevaba ya intrigando lo menos dos horas, cuando, en casa de Lebrillán, comenzaban los preparativos para ir a la playa. Aún estaban los cierres a la calle entornados; sólo había señales de vida en el interior, en el huerto-jardín y en las ventanas y miradores que daban a él. Se recogían las esponjosas toallas de llamativos colores, los trajes de baño, se levantaba a los niños, Aurora, Juan, Estrella, Adelaida, Zulima, José; se obedecía la voz adormecida, en lenta marea alta, de la señora, y él, Lebrillán, se afeitaba despacio en pijama, iba a su entornado y fresco despacho a organizar cronométricamente una jornada de ocio, rompía o sustituía algún papel de la mesa, reparaba, pegándolo, el cuero despellejado de un sillón, subía con extraña fuerza, reptil, a las habitaciones altas, junto al palomar, para sorprender a Juana o a Dolores vistiéndose, volvía y se daba con lentitud una loción aromática, preguntaba por una camisa que había estado buscando sin encontrarla, salía al jardín, miraba al cielo, olía la albahaca, los jazmines morunos, el sándalo, escuchaba el agua caer sobre la alberca. El reloj de la catedral y el ingenuo de las clarisas iban jalonando y tensando los ritos, la afanosidad doliente, mecánica, de la casa. "¿Estamos ya?", se oía de vez en cuando. No, no estaban. La pregunta se repetiría cinco, seis veces, hasta que salieran todos, con aire sudoroso, pesado, hacia la playa. Y se olvidaba algo siempre. El olvido, esfumante, fatal, vivía con ellos. El olvido promovía los suspiros en aquella casa y variaba el destino de las horas.

Los niños con las criadas iban delante. Lebrillán, con su mujer, detrás. Al cuello llevaba su "Rolly Flex" último modelo y sus prismáticos, alemanes también, con espléndidos cristales Zeiss. La playa estaba cerca, pero todavía, mientras se desnudaban, dejaban los objetos de valor, se aguardaban en la caseta unos a otros, despedían a las criadas, que se bañaban aparte, los relojes de las torres iban sonando, más rotundos cada vez, como si campanearan en el mortero del sol.

Lebrillán paseaba por la playa con sus tensos y abultados carrillos, sus labios gordos, su frente estrecha mordida de pelo negro, duro y algo rizoso, sus ojos negros, ahuevados y como inocentes, cuyas niñas, un poco altas, parecían tirar siempre del labio superior, en el aire, pasmado; con su potra abundosa, temblequeante; con las curvas de su grasa, suave, amplias, pomposas; con sus pies chicos, señoreándose al andar a lo ancho más que a lo largo, en alpargatas chancletas con elástico en el empeine; con sus manos pequeñas, robustas y peludas, nerviosas. Siempre le acompañaban los niños.

Algunas veces condescendía a que el mar le probase, pero guardando las distancias, el mar ahí y él aquí, sin entrega, dando cerca unas cuantas brazadas, con superioridad, con desprecio, y volviendo a la orilla. Conocía bien el mar. El mar y él no habían estado nunca lejos, habían sido rivales toda la vida sin planteárselo, aún lo eran. El mar le conocía también; en cierto modo, le había criado; fue, cuando él era un tripa al aire, su reconstituyente.

En la playa había gente conocida. Gente que fisgaba a Lebrillán, al que sabían de Algeciras, niño sin escuela, aguador, vendedor ambulante, chatarrero enriquecido, que vivía, hacía ya muchos años, aquí, en la ciudad, en casa abierta al cielo, clausurada al mundo, aromada y recia, antigua, donde vivió la amante aristócrata de un garrochero. Casa de apasionada clausura, que hubiera servido igual como convento, como refugio del amor divino. Ahora Lebrillán era un vago. Un vago fabuloso que recibía al año tres, cuatro agentes, que venían a aumentarle la renta. Un vago que movía y saboreaba su lengua con imprecisas añoranzas. Un hombre como dormido que había tenido una estrella de cara o había despierto alguna vez. Sí, en la playa había gente conocida, pero también un mundo nuevo, un mundo para colarlo y apresarlo en los potentes cristales de los prismáticos o en la película pancromática, muy pancromática, de la "Rolly".

Siempre le acompañaban los niños. Porque la playa estaba llena de francesas, alemanitas, inglesas, holandesitas... Y catalanas. Y madrileñas... Lebrillán se llevaba las que podía a casa y formaba luego con ellas un mórbido, imaginario, harén de invierno. A todas no. A las mejores sólo, las más impúdicas y nórdicas, las de más reducidas piezas, las descuidadas, naturales o indiferentes. Se las llevaba en fotos. Pero incluyendo a los niños como pretexto. A sus hijos, que paseaban al lado de Lebrillán, distraídos unas veces, atentos al padre otras, como perrillos a la caza de buenas piezas. Más de uno, por distracción inoportuna con pérdida irreparable, se llevaba un pescozón diario. Y el padre le acuciaba moviendo la lengua con ansiedad:
- ¡Nene! ¿Quieres retratarte o no? Pues ¡venga!

Siempre caían tres, cuatro fotos limpias, menos domingos y festivos, en que la aglomeración metía en la cámara un torneado, caprichoso puzzle de hombros, brazos, piernas, niños. Había muchachas que iban a diario y, a fin de temporada, habían conseguido seis o siete posturas seductoras, siempre con los hijos de Lebrillán delante, detrás o a un costado. Alguna de las habituales salía, muchas veces, mirando de reojo a la cámara, con el entrecejo fruncido o aire de sospecha. O con un gestillo de asco hacia el fotógrafo, que era para Lebrillán, en los días largos y aburridos del invierno, la evidencia de su lucha estival, la constancia de su esforzada caza, el estímulo más eficaz de su admirativa ternura, la convicción de que aquella "pieza" tenía altísima feminidad, sangre arisca, rebelde, tal vez picante.

A la única muchacha local que Lebrillán no perdonaba nunca era a Carmencita. Carmencita era el "bombón" de todas las tertulias seniles que pasaban la vida mirándose en corro en las aceras o en los salones guateados, oscuros, de los "círculos". Carmencita era parte de la familia muy numerosa de un empleado municipal y Lebrillán la tenía retratada desde los trece hasta ahora, que iba a cumplir dieciséis. La seguía como a una planta de su jardín, imaginando sus aromas tibios, alabando su balanceo al aire, sabiendo su voz dócil, infantil, lejana, inventándole a su clara frente sueños oscuros, valorando sus rincones claros, jóvenes, en los que flores sensibles, duras y misteriosas, se recataban o se tendían incitando la timidez y la fuerza.

Una vez satisfecha la provisión diaria de fotos, entraban en liza los prismáticos. Lebrillán escogía un centro de operaciones, variable, se recostaba en su hamaca entoldada y, contando con la ayuda del mar, veía, al descuido, ínfimas parcelas de intimidad femenina. Los prismáticos eran expertos en arranque y bifurcación de senos, vellosidades, guedejas de cogote y sienes. Lebrillán acaso compensaba su antigua dedicación a la chatarra con el acopio de cuerpos tensos, nuevos.

Los niños que, salvo acuartelamiento repentino, quedaban libres a la hora de los prismáticos, estaban hartos de fotos. Porque un padre podía querer y perpetuar a sus hijos, pero no tanto. Tras la primera semana de playa, posaban ya distraídos, sudorosos, con ojeras, como obrerillos tristes mal pagados de un Faruk simplón, poderoso. Salían los pobres "trabajando". Y si, al principio, la inocencia no les dejaba entender, foto a foto, Juan, el niño mayor, fue dándose la vuelta y poniendo sus ojos en el objetivo último que perseguía Lebrillán. El padre, irritado, acabó concediéndole libertad absoluta, pero sus hermanos continuaban sujetos al incomprensible recuadro de la cámara.

Mientras, borrada en la playa, la mujer de Lebrillán esperaba segura de sus noches, compenetrada con las lunas, mirando con naturalidad al mar, con ojos fuertes, bellos, como oscuras y misteriosas joyas, con su carne joven ya ajada, extrañamente dulce, propicia.

Se iba el verano. Y pasado el momento de revelar las oscuras, excitantes horas del laboratorio, Lebrillán aburría las fotos que archivaba o perdía sin acordarse más. Sólo una o dos quedaban por su despacho; las que más le atraían sin saber por qué, las que, bajo su mirada, siempre ofrecían inagotable atracción. En el invierno estaban Juana y Dolores, a las que había que pellizcar y asediar, tal vez cogían una criada -una chiquilla- nueva; estaba el "círculo", la misa brava, empolvada, de los domingos en la catedral, los barcos en el puerto, los callejones que no duermen, el diario local y el de Madrid, el Banco, los desayunos del bar con tabaco y limpiabotas, los paseos, los bostezos, el palillo, el tiempo... Y el verano otra vez. Y la playa. Y Lebrillán que...

Medardo Fraile, Escritura y verdad. Cuentos completos

19 de agosto de 2010

Verano y literatura VIII

LA CALLE PANDROSSOU


Bienamadas imágenes de Atenas.

En el barrio de Plaka,
junto a Monastiraki,
una calle vulgar con muchas tiendas.

Si alguno que me quiere
alguna vez va a Grecia
y pasa por allí, sobre todo en verano,
que me encomiende a ella.

Era un lunes de agosto
después de un año atroz, recién llegado.
Me acuerdo que de pronto amé la vida,
porque la calle olía
a cocina y a cuero de zapatos.

Jaime Gil de Biedma, Las personas del verbo

15 de agosto de 2010

Verano y literatura VII

MUDA DE VERANO


He aquí a un sujeto que llegó al fondo de su yo a través de la ensalada de apio. Era un ser rodeado de cosas. Tenía un perro, cuatro hijos, dos coches, una mujer tan redonda como él mismo, un canario flauta, un jefe al que le olía el aliento, una bicicleta estática, una secretaria, un piso con terraza, una báscula al la que se la había saltado la aguja, un mes de vacaciones, una tarjeta Visa, un abono del Real Madrid, diversas porcelanas, fascículos y bandejas de plata, cuarenta y tantos años de vida, algunas arrobas de más y una mirada melancólica de buey. Estaba deprimido. Una masajista diplomada le pasaba la garlopa por los volúmenes del cuerpo y le sacaba virutas de manteca dos veces por semana. Era uno de esos gordos que hunde el catafalco del psicoanalista. Podía suicidarse, apuñalar a su señora, huir a Brasil con la nómina de la empresa o hacerse musulmán, pero él sólo deseaba meter la calva incipiente en el útero de su madre y convertirse en una carpa. Los señores, a cierta edad, suelen atravesar turbios lances de semejante estilo. ¿Ve usted a ese subsecretario tan mayor sentado en la poltrona de mando? En el subconsciente también quiere navegar como un salmonete en la tibia placenta de su mamaíta, llenarse el bigote con los grumos viscosos de esa mujer que está en el retrato ovalado colgado de la pared del comedor. La depresión es un estado de lucidez. Este sujeto del que hablo había alcanzado una etapa de la existencia en la que se ve con claridad la pequeña bazofia rutinaria que a uno le rodea. Se sentía atrapado por un mundo de cacharros familiares, de amores usados, de horarios sometidos. Jamás podría seducir a aquella adolescente rubia y amoral que le tentaba lascivamente desde el balcón de la playa con la pompa de chicle en la boca entreabierta. Ella fue tal vez el dispositivo que le hizo saltar la neura. Por otra parte estaba el psicoanalista.
- Sólo existe una fórmula -le dijo éste un día.
- ¿Cuál?
- Haz en cada momento lo que más te apetezca.
- Eso no es fácil. Tendría que causar mucho daño -contestó aquel hombre.
- No importa.
- Hay personas a las que quiero todavía.
- Avísalas. Llega con ellas a un acuerdo -le dijo el psicoanalista.

Después de varias sesiones en el diván comenzó a darle vueltas a una idea obsesiva: la falta de libertad produce cáncer. Aquella gorda que se pasaba los días bordando almohadones y comiendo pasteles, los hijos que parecían cuatro máquinas tragaperras, el jefe de la oficina que le echaba el aliento podrido en el pescuezo, las babuchas, la butaca raída por su inmenso trasero delante del televisor, el mes de vacaciones en Gandía con la sombrilla, los flotadores y los cubos de plástico; el tedio de media tarde dando lengüetazos en pantalón corto a un cucurucho de helado, seguido por la prole por la linda de la playa era el horizonte cerrado de este padre de familia, antiguo héroe del espacio con mechero Dunhill, convertido ahora en un volquete de tocino con los muslazos de paquidermo, el oleaje de la papada sumergido en la densidad de las tetillas y aquella barriga que doblaba la esquina cinco minutos antes que él. ¿Dónde tenía el yo? Probablemente, en el rincón más insospechado debajo de aquel montón de grasa.

Para mayor desgracia, fuera de su cuerpo era verano, un tiempo en que la gente trata de alargar el brazo hasta el infinito y sólo consigue atraparse por detrás el propio culo. En la mar había torsos juveniles de aceite que agitaban la inocencia del esperma, la sal de los ovarios recientes contra la luz harinosa. Ante la mirada de este cuarentón desvalido se sucedían relámpagos de carne en forma de cláusulas idealistas del cerebro, las muchachas bailaban en la arena sobre los dracmas perdidos, sobre los denarios enterrados en la orilla. Canoas de color naranja cruzaban por encima de ánforas naufragadas, y aquella adolescente del balcón no cesaba de tentarle lascivamente haciendo estallar la pompa del chicle en la boca entreabierta. Tenía un deseo feroz de transfigurarse, de cogerse a un asa de viento y subir a un cohete espacial que lo llevara a un lugar donde nunca más sintiera esa terrible ansiedad en el diafragma. En medio de la depresión, se contemplaba las grietas del vientre, se palpaba las varices (esos gusanos azules con nódulos que le trepaban por las pantorrillas), se miraba en el espejo las bolsas de pulpo, y entonces sólo quería huir; o apuñalar al ser más querido o meter la cabeza en el cubo de la basura; pero la mujer, casi tan gorda como él, llena de melindres, acababa de sacar la cena a la terraza.
- Cariño, aquí están los canelones.
- ¡Santo Dios!
- Tienes cochinillo de segundo -insistía llena de satisfacción la mujer.
- Acércame el pan, oye.
- De postre hay tarta de fresa.

La barriga le funcionaba a toda máquina. Se le había convertido en una hormigonera. Comía y odiaba. Se inflaba aún más, y luego los embutidos le sumían en una modorra poblada de sueños de lolitas desnudas, aparatos de gimnasia, aventuras galantes, viajes al trópico y anuncios de Martini. En el fondo de la postración, balanceándose en la hamaca, este sujeto recordaba la advertencia del psicoanalista: la única forma de librarse de la tenaza consiste en imponerse la obligación, como quien se toma una medicina, de hacer en cada momento lo que a uno le apetece, caiga quien caiga, por encima de las reglas sociales o los hábitos de la familia. Se trata de una apuesta entre la libertad o la desnutrición. Detrás de la angustia del hombre que se siente atrapado acecha siempre el cáncer. Él quería cambiar de yo. Estaba esperando una oportunidad para huir. Lejanas bahías azules, islas de cal con palmeras, veleros atracando en Amalfi, dorada juventud de venas palpitantes bajo los bronces carnales. Había acariciado la idea de quedarse solo durante el verano después de pactar una tregua. Podía haberse dejado el dálmata en la perrera municipal, mandar los hijos a un campamento, imaginar que a su mujer se la había llevado la grúa y él no la reclamaba; pero allí, en la terraza de la playa, estaba ella bordando almohadones, los niños gritaban y había que taparles la boca con un helado, el perro ladraba, y abajo, en el paseo, se veían cuerpos imposibles de alcanzar.
- ¿Me quieres todavía? -decía la mujer.
- Sí.
- Mañana te haré una fabada.
- Está bien. Cárgala de morcilla -decía el hombre entregado una vez más.

Quería escapar. ¿Dónde tenía el yo? Tal vez en el fondo del propio laberinto de mantequilla, a la sombra del bazo. Le quedaban algunas salidas: suicidarse, matar a su señora y huir a Brasil con todos los sobres de la empresa en compañía de una puta oxigenada. Le faltaba arrojo de ese calibre. Pero de pronto se le ocurrió la última fórmula de salvación. Decidió someterse a un riguroso plan para adelgazar. Sólo de este modo podría fugarse hacia dentro de sí mismo en busca de su yo. Comunicó la noticia a su mujer y ella, soltando un grito de súbita felicidad, le dijo que quería acompañarle también en ese viaje. La pareja de gordos penetró a continuación, con una alegría furiosa, en la alucinada marcha atrás de las calorías. Parecía una bobada, pero la obsesión por recobrar el esqueleto llenó de sentido toda una existencia. Se encontraba ante una filosofía con varias escuelas de peso ideal: el régimen de los astronautas, la dieta del pomelo, de los hidratos de carbono, del huevo duro, del grano de arroz crudo antes de dormir. Al día siguiente su vida se llenó de un panorama de alcachofas, espárragos, zanahorias, apio, remolacha, espinacas, judías tiernas, puerros, calabacines, lechugas, escarolas y en el horizonte vegetal veía bailando aquella adolescente del chicle que le incitaba imaginariamente a perderse con ella.

Nunca había experimentado una pasión tan desmedida. Acababa de iniciar las vacaciones, y para purificarse por completo se sometió durante tres jornadas seguidas a una cura de agua mineral con una infusión de té diurético. Lo había leído en una revista del corazón. La vejiga de este hombre comenzó a drenar pelotas de sebo; muy pronto, una cierta espiritualidad herbórea se le instaló en la cara y el fanatismo acabó por inundarle la cabeza con una especie de bálsamo. Se hizo un experto en tablas de calorías, pesos, medidas, grasas, proteínas y metabolismos. Sólo comía ensaladas con la devoción mística de una cabra, y de momento se sentía feliz. Era un explorador que se abría paso con el machete en una selva de verdura hacia la fuente de la eterna juventud. Un poco más y podría ponerse el pantalón del año pasado. En el cuarto de baño tenía una báscula con la que había establecido una intimidad erótica. Aquella aguja estaba bajando. La pareja entró en competición. Se desinflaba unos centímetros cada día, y por casa se oían gritos de victoria cuando caían las marcas. Su mujer le acompañaba en la huida, y actuaba de forma tan ascética, que prácticamente había clausurado el estómago. A veces corría la cremallera de la boca, se metía por el tubo una lechuga o un rábano y la cerraba. Estos dos globos sentados en sillones de mimbre en la terraza de la playa se deshinchaban en silencio con la mirada perdida en el infinito.
- Estoy encantado.
- Yo también, cariño -decía la mujer.
- Ahora me pongo de pie, miro hacia abajo y ya casi puedo verme las rodillas.

En la primera semana perdió un kilo diario y no sabía adónde iba a parar aquel alijo de grasa, aunque con él podía haber fabricado otro niño. En principio sólo notaba una ligereza debajo de los alerones. Comenzó a imaginar mundos exóticos, aquel espacio de belleza juvenil cuando él era campeón de salto de altura en el distrito universitario y las novias le mordían el cuello. En la vida siempre hay un momento estelar: ése en que uno decide huir o romper la soga, y este héroe dietético lo estaba consiguiendo. Dentro de poco alcanzaría a tocar con las manos el empeine sin doblar las corvas. Luego lograría levantar la rótula hasta las cejas. Después haría alpinismo, boxeo, lucha libre, yudo, natación, remo, y finalmente se compraría un equipo de tenis. Había una forma de escapar hacia dentro, de mudar la piel de serpiente, un método físico para cambiar de yo sin abandonar el sillón de mimbre. Bastaba con adelgazar hasta coger una silueta transparente y dejar la cabeza a los sueños de inmortalidad. Mientras tanto, la zanahoria rallada y el huevo duro hacían su trabajo, le iban esmerilando las fibras de magro y entonces unos pellejos como pergaminos comenzaron a colgar a modo de colada de los altos huesos del hombre; pero en este tiempo aún se reconocía en el espejo. Podía decirse que todavía era el mismo ser.
- ¿Me quieres? -le decía su mujer.
- Sí -contestaba él.
- En la farmacia venden un té maravilloso. Te lo tomas y meas ya las criadillas.
- Cómpralo.
- ¿Me quieres?
- Sí.

Después de un mes de brega alucinante con la dieta, al final de las vacaciones, la pareja también se reconocía mutuamente. Estaban todo el día juntos. Hacía el amor consabido. Incluso una ternura extraña había brotado entre ellos. Pero algo espiritual sucedía en aquella terraza. Habían perdido alrededor de treinta kilos cada uno y tenían la sensación de que sus cuerpos volaban hacia una lejanía contraria. La cadena de ganglios del hombre fue la primera en romperse. Aquella mañana en que la familia hacía las maletas para volver a la ciudad este sujeto sintió un breve estallido, como si una burbuja le hubiera reventado bajo las costillas. En ese momento se había producido en su persona un salto cualitativo. Se miró en el espejo y vio allí a un señor desconocido. La última ensalada de apio le había roto el yo. Cuando salió del cuarto de baño la mujer lanzó un grito de asombro en el pasillo.
- ¿Quién es usted? -exclamó llena de pánico.
- Soy Pepe. ¿Y usted? -pregunto él también alarmado.
- Leonor.
- Tanto gusto -trató el hombre de disimular.
- El gusto es mío -dijo ella.

El antiguo Pepe y la antigua Leonor regresaron a Madrid en el mismo coche, con el perro, los hijos y los paquetes, haciéndose las caricias de esos seres que se acaban de conocer y enamorar. En la playa habían dejado entre los dos unos sesenta kilos de grasa, el equivalente a otro individuo. Finalmente, el tipo había huido. En ese instante estaba solo en la playa, tomando una cerveza. Ese montón de grasa abandonado en la playa en adelante se llamó Nicolás. Era libre. Acababa de ligar con la adolescente del chicle.

Manuel Vicent, Los mejores relatos