15 de agosto de 2010

Verano y literatura VII

MUDA DE VERANO


He aquí a un sujeto que llegó al fondo de su yo a través de la ensalada de apio. Era un ser rodeado de cosas. Tenía un perro, cuatro hijos, dos coches, una mujer tan redonda como él mismo, un canario flauta, un jefe al que le olía el aliento, una bicicleta estática, una secretaria, un piso con terraza, una báscula al la que se la había saltado la aguja, un mes de vacaciones, una tarjeta Visa, un abono del Real Madrid, diversas porcelanas, fascículos y bandejas de plata, cuarenta y tantos años de vida, algunas arrobas de más y una mirada melancólica de buey. Estaba deprimido. Una masajista diplomada le pasaba la garlopa por los volúmenes del cuerpo y le sacaba virutas de manteca dos veces por semana. Era uno de esos gordos que hunde el catafalco del psicoanalista. Podía suicidarse, apuñalar a su señora, huir a Brasil con la nómina de la empresa o hacerse musulmán, pero él sólo deseaba meter la calva incipiente en el útero de su madre y convertirse en una carpa. Los señores, a cierta edad, suelen atravesar turbios lances de semejante estilo. ¿Ve usted a ese subsecretario tan mayor sentado en la poltrona de mando? En el subconsciente también quiere navegar como un salmonete en la tibia placenta de su mamaíta, llenarse el bigote con los grumos viscosos de esa mujer que está en el retrato ovalado colgado de la pared del comedor. La depresión es un estado de lucidez. Este sujeto del que hablo había alcanzado una etapa de la existencia en la que se ve con claridad la pequeña bazofia rutinaria que a uno le rodea. Se sentía atrapado por un mundo de cacharros familiares, de amores usados, de horarios sometidos. Jamás podría seducir a aquella adolescente rubia y amoral que le tentaba lascivamente desde el balcón de la playa con la pompa de chicle en la boca entreabierta. Ella fue tal vez el dispositivo que le hizo saltar la neura. Por otra parte estaba el psicoanalista.
- Sólo existe una fórmula -le dijo éste un día.
- ¿Cuál?
- Haz en cada momento lo que más te apetezca.
- Eso no es fácil. Tendría que causar mucho daño -contestó aquel hombre.
- No importa.
- Hay personas a las que quiero todavía.
- Avísalas. Llega con ellas a un acuerdo -le dijo el psicoanalista.

Después de varias sesiones en el diván comenzó a darle vueltas a una idea obsesiva: la falta de libertad produce cáncer. Aquella gorda que se pasaba los días bordando almohadones y comiendo pasteles, los hijos que parecían cuatro máquinas tragaperras, el jefe de la oficina que le echaba el aliento podrido en el pescuezo, las babuchas, la butaca raída por su inmenso trasero delante del televisor, el mes de vacaciones en Gandía con la sombrilla, los flotadores y los cubos de plástico; el tedio de media tarde dando lengüetazos en pantalón corto a un cucurucho de helado, seguido por la prole por la linda de la playa era el horizonte cerrado de este padre de familia, antiguo héroe del espacio con mechero Dunhill, convertido ahora en un volquete de tocino con los muslazos de paquidermo, el oleaje de la papada sumergido en la densidad de las tetillas y aquella barriga que doblaba la esquina cinco minutos antes que él. ¿Dónde tenía el yo? Probablemente, en el rincón más insospechado debajo de aquel montón de grasa.

Para mayor desgracia, fuera de su cuerpo era verano, un tiempo en que la gente trata de alargar el brazo hasta el infinito y sólo consigue atraparse por detrás el propio culo. En la mar había torsos juveniles de aceite que agitaban la inocencia del esperma, la sal de los ovarios recientes contra la luz harinosa. Ante la mirada de este cuarentón desvalido se sucedían relámpagos de carne en forma de cláusulas idealistas del cerebro, las muchachas bailaban en la arena sobre los dracmas perdidos, sobre los denarios enterrados en la orilla. Canoas de color naranja cruzaban por encima de ánforas naufragadas, y aquella adolescente del balcón no cesaba de tentarle lascivamente haciendo estallar la pompa del chicle en la boca entreabierta. Tenía un deseo feroz de transfigurarse, de cogerse a un asa de viento y subir a un cohete espacial que lo llevara a un lugar donde nunca más sintiera esa terrible ansiedad en el diafragma. En medio de la depresión, se contemplaba las grietas del vientre, se palpaba las varices (esos gusanos azules con nódulos que le trepaban por las pantorrillas), se miraba en el espejo las bolsas de pulpo, y entonces sólo quería huir; o apuñalar al ser más querido o meter la cabeza en el cubo de la basura; pero la mujer, casi tan gorda como él, llena de melindres, acababa de sacar la cena a la terraza.
- Cariño, aquí están los canelones.
- ¡Santo Dios!
- Tienes cochinillo de segundo -insistía llena de satisfacción la mujer.
- Acércame el pan, oye.
- De postre hay tarta de fresa.

La barriga le funcionaba a toda máquina. Se le había convertido en una hormigonera. Comía y odiaba. Se inflaba aún más, y luego los embutidos le sumían en una modorra poblada de sueños de lolitas desnudas, aparatos de gimnasia, aventuras galantes, viajes al trópico y anuncios de Martini. En el fondo de la postración, balanceándose en la hamaca, este sujeto recordaba la advertencia del psicoanalista: la única forma de librarse de la tenaza consiste en imponerse la obligación, como quien se toma una medicina, de hacer en cada momento lo que a uno le apetece, caiga quien caiga, por encima de las reglas sociales o los hábitos de la familia. Se trata de una apuesta entre la libertad o la desnutrición. Detrás de la angustia del hombre que se siente atrapado acecha siempre el cáncer. Él quería cambiar de yo. Estaba esperando una oportunidad para huir. Lejanas bahías azules, islas de cal con palmeras, veleros atracando en Amalfi, dorada juventud de venas palpitantes bajo los bronces carnales. Había acariciado la idea de quedarse solo durante el verano después de pactar una tregua. Podía haberse dejado el dálmata en la perrera municipal, mandar los hijos a un campamento, imaginar que a su mujer se la había llevado la grúa y él no la reclamaba; pero allí, en la terraza de la playa, estaba ella bordando almohadones, los niños gritaban y había que taparles la boca con un helado, el perro ladraba, y abajo, en el paseo, se veían cuerpos imposibles de alcanzar.
- ¿Me quieres todavía? -decía la mujer.
- Sí.
- Mañana te haré una fabada.
- Está bien. Cárgala de morcilla -decía el hombre entregado una vez más.

Quería escapar. ¿Dónde tenía el yo? Tal vez en el fondo del propio laberinto de mantequilla, a la sombra del bazo. Le quedaban algunas salidas: suicidarse, matar a su señora y huir a Brasil con todos los sobres de la empresa en compañía de una puta oxigenada. Le faltaba arrojo de ese calibre. Pero de pronto se le ocurrió la última fórmula de salvación. Decidió someterse a un riguroso plan para adelgazar. Sólo de este modo podría fugarse hacia dentro de sí mismo en busca de su yo. Comunicó la noticia a su mujer y ella, soltando un grito de súbita felicidad, le dijo que quería acompañarle también en ese viaje. La pareja de gordos penetró a continuación, con una alegría furiosa, en la alucinada marcha atrás de las calorías. Parecía una bobada, pero la obsesión por recobrar el esqueleto llenó de sentido toda una existencia. Se encontraba ante una filosofía con varias escuelas de peso ideal: el régimen de los astronautas, la dieta del pomelo, de los hidratos de carbono, del huevo duro, del grano de arroz crudo antes de dormir. Al día siguiente su vida se llenó de un panorama de alcachofas, espárragos, zanahorias, apio, remolacha, espinacas, judías tiernas, puerros, calabacines, lechugas, escarolas y en el horizonte vegetal veía bailando aquella adolescente del chicle que le incitaba imaginariamente a perderse con ella.

Nunca había experimentado una pasión tan desmedida. Acababa de iniciar las vacaciones, y para purificarse por completo se sometió durante tres jornadas seguidas a una cura de agua mineral con una infusión de té diurético. Lo había leído en una revista del corazón. La vejiga de este hombre comenzó a drenar pelotas de sebo; muy pronto, una cierta espiritualidad herbórea se le instaló en la cara y el fanatismo acabó por inundarle la cabeza con una especie de bálsamo. Se hizo un experto en tablas de calorías, pesos, medidas, grasas, proteínas y metabolismos. Sólo comía ensaladas con la devoción mística de una cabra, y de momento se sentía feliz. Era un explorador que se abría paso con el machete en una selva de verdura hacia la fuente de la eterna juventud. Un poco más y podría ponerse el pantalón del año pasado. En el cuarto de baño tenía una báscula con la que había establecido una intimidad erótica. Aquella aguja estaba bajando. La pareja entró en competición. Se desinflaba unos centímetros cada día, y por casa se oían gritos de victoria cuando caían las marcas. Su mujer le acompañaba en la huida, y actuaba de forma tan ascética, que prácticamente había clausurado el estómago. A veces corría la cremallera de la boca, se metía por el tubo una lechuga o un rábano y la cerraba. Estos dos globos sentados en sillones de mimbre en la terraza de la playa se deshinchaban en silencio con la mirada perdida en el infinito.
- Estoy encantado.
- Yo también, cariño -decía la mujer.
- Ahora me pongo de pie, miro hacia abajo y ya casi puedo verme las rodillas.

En la primera semana perdió un kilo diario y no sabía adónde iba a parar aquel alijo de grasa, aunque con él podía haber fabricado otro niño. En principio sólo notaba una ligereza debajo de los alerones. Comenzó a imaginar mundos exóticos, aquel espacio de belleza juvenil cuando él era campeón de salto de altura en el distrito universitario y las novias le mordían el cuello. En la vida siempre hay un momento estelar: ése en que uno decide huir o romper la soga, y este héroe dietético lo estaba consiguiendo. Dentro de poco alcanzaría a tocar con las manos el empeine sin doblar las corvas. Luego lograría levantar la rótula hasta las cejas. Después haría alpinismo, boxeo, lucha libre, yudo, natación, remo, y finalmente se compraría un equipo de tenis. Había una forma de escapar hacia dentro, de mudar la piel de serpiente, un método físico para cambiar de yo sin abandonar el sillón de mimbre. Bastaba con adelgazar hasta coger una silueta transparente y dejar la cabeza a los sueños de inmortalidad. Mientras tanto, la zanahoria rallada y el huevo duro hacían su trabajo, le iban esmerilando las fibras de magro y entonces unos pellejos como pergaminos comenzaron a colgar a modo de colada de los altos huesos del hombre; pero en este tiempo aún se reconocía en el espejo. Podía decirse que todavía era el mismo ser.
- ¿Me quieres? -le decía su mujer.
- Sí -contestaba él.
- En la farmacia venden un té maravilloso. Te lo tomas y meas ya las criadillas.
- Cómpralo.
- ¿Me quieres?
- Sí.

Después de un mes de brega alucinante con la dieta, al final de las vacaciones, la pareja también se reconocía mutuamente. Estaban todo el día juntos. Hacía el amor consabido. Incluso una ternura extraña había brotado entre ellos. Pero algo espiritual sucedía en aquella terraza. Habían perdido alrededor de treinta kilos cada uno y tenían la sensación de que sus cuerpos volaban hacia una lejanía contraria. La cadena de ganglios del hombre fue la primera en romperse. Aquella mañana en que la familia hacía las maletas para volver a la ciudad este sujeto sintió un breve estallido, como si una burbuja le hubiera reventado bajo las costillas. En ese momento se había producido en su persona un salto cualitativo. Se miró en el espejo y vio allí a un señor desconocido. La última ensalada de apio le había roto el yo. Cuando salió del cuarto de baño la mujer lanzó un grito de asombro en el pasillo.
- ¿Quién es usted? -exclamó llena de pánico.
- Soy Pepe. ¿Y usted? -pregunto él también alarmado.
- Leonor.
- Tanto gusto -trató el hombre de disimular.
- El gusto es mío -dijo ella.

El antiguo Pepe y la antigua Leonor regresaron a Madrid en el mismo coche, con el perro, los hijos y los paquetes, haciéndose las caricias de esos seres que se acaban de conocer y enamorar. En la playa habían dejado entre los dos unos sesenta kilos de grasa, el equivalente a otro individuo. Finalmente, el tipo había huido. En ese instante estaba solo en la playa, tomando una cerveza. Ese montón de grasa abandonado en la playa en adelante se llamó Nicolás. Era libre. Acababa de ligar con la adolescente del chicle.

Manuel Vicent, Los mejores relatos

2 comentarios:

chose dijo...

¡Qué bueno! La ironía de Manuel Vicent es proporcional a su ternura.

Un saludo.

discreto lector dijo...

Ironía y ternura son, Chose, cualidades que le cuadran bien a Vicent. No puedo leerlo sin una sonrisa en los labios, sin pensar con un cierto rubor en nuestros comportamientos cotidianos.