20 de febrero de 2010

Otros ojos

Y pues hablamos de ojos en la anterior entrada, quisiera mostrarles otros que me siguen admirando.

Los primeros son los de una joven que escucha atenta una lectura, probablemente hecha por su madre. Lo que muestro es un fragmento del cuadro
Jungle Tales, cuyo autor es James J. Shannon. Aquí pueden ver el cuadro completo.

Si observan con atención, en los ojos de la niña que mira de frente están condensados todo el asombro, toda la sorpresa, toda la fascinación que las palabras de la literatura pueden provocar. No hay duda: los relatos hechizan, sobrecogen, dilatan la mirada.

La fotografía que sigue es del célebre fotógrafo y cineasta José Val del Omar y fue tomada en algún pueblo de la comarca granadina de La Alpujarra, entre 1931 y 1933, en los años en que Val del Omar documentaba los trabajos de las Misiones Pedagógicas, que como saben ustedes fue el intento más audaz de los gobiernos de la República Española por extender la cultura a los lugares más recónditos, más olvidados de España. La fotografía recoge el momento en que dos chicos del lugar descubren el cine. Están viendo por primera vez en sus vidas una película, algo que ignoraban incluso que existiera. Pienso que pocas veces nos es dada la posibilidad de contemplar el instante del estupor, de la incredulidad, del deslumbramiento ante lo que está sucediendo.


Y esa mirada estupefacta no sólo es patrimonio de la infancia. Fíjense en los rostros de los adultos y también la encontrarán. Las fotografías son del mismo autor y del mismo acto.

Como observarán, entre esas miradas antiguas y las de los niños de hoy apenas hay diferencias. Pasan los años, pero la emoción del descubrimiento que propician las palabras o las imágenes se mantiene intacta.

16 de febrero de 2010

Esos ojos, esos ojos

Manos amigas me hacen llegar un libro extraordinario, un libro que, con el pretexto de una experiencia de fomento de la lectura, recolecta un catálogo de rostros y miradas que nos encantan de inmediato con su pasión y su veracidad. Uno piensa que el acercamiento a la literatura debería ser siempre así de espontáneo, así de emocionante.

El libro, titulado Os ollos do Contomar, es digno de poseer y hojear sin descanso. El fotógrafo Manuel G. Vicente ha ido recogiendo pacientemente las expresiones de los asistentes a las actividades de lectura y narración de cuentos celebradas en las bibliotecas y aulas del Concello de Gondomar, en la provincia gallega de Pontevedra, y el resultado es una fascinadora colección de ojos expectantes y confiados. No dejo de mirarlo. Agradezco a los responsables de Espazo Lectura, artífices de esa iniciativa, el regalo que me han hecho. Y los felicito y los aliento de todo corazón.

Y si tienen ustedes oportunidad, háganse con el libro. Entenderán muy bien qué se quiere decir cuando se habla de asombro, emoción, maravilla, ensoñación, entrega... a propósito de la literatura y la lectura.

11 de febrero de 2010

Mientras tanto

¿Conocen esa sensación de abatimiento que de cuando en cuando nos asalta y nos resta fuerzas y ánimo para hacer otras cosas que no sea la atención a los problemas inesperados que fluyen como arroyos que unieran sus corrientes hasta arrastrarnos sin remedio?

Si así es, comprenderán entonces de qué les hablo si les digo que estos días de silencio no son fruto de la desidia o la falta de ideas, sino del desasosiego y la concentración prioritaria en esos asuntos que reclaman nuestra energía y nuestro tiempo y que tienen que ver con la salud y los padecimientos de personas que queremos, con los estragos de la vejez, con esos infortunios que resumidamente llamamos 'vida'.

Mientras se serenan las cosas, y como quien acude brevemente a una casa deshabitada para regar las plantas que comienzan a secarse, les dejo unas reflexiones de Norbert Bilbeny extraídas de su libro Ética para la vida y que reflejan bien algunas de las encontradas sensaciones que se tienen cuando se está al lado de un enfermo.

"En otras palabras, el dolor lo padecemos solos. La soledad del paciente es inevitable, por acompañado que esté. Los demás pueden padecer con nosotros, pero no por nosotros. Eso nos desconecta de ellos, pero permite que puedan ayudarnos mejor. Los necesitamos disponibles de este modo. No obstante, la soledad del sufrimiento es tan consustancial a este nuevo estado que los otros pueden llegar a estorbarnos con sus atenciones o su mera presencia. Les agradecemos su compasión y su ayuda, pero sabemos que no nos curan. ¿Para qué atenderlos en nuestros peores momentos? Al final, nos sobran. El sufrimiento aísla. Por eso no hay forma de asociar esta experiencia con nada positivo ni que tenga 'sentido'. Este se reduce a un solo signo: el negativo.

Sufrir lo es por partida doble. En primer lugar percibimos la molestia o el malestar que supone. Por ejemplo, el daño físico, el abatimiento moral. Pero tendremos que enfrentarnos con un tipo u otro de impedimento que el dolor y el prolongado sufrimiento conllevan. Hasta peor que el mal concreto va a ser el cambio de vida que le sigue, resultado de los impedimentos. El 'no poder' de ahora nos atormenta tanto como el mal y la aflicción del inicio, que, mientras tanto, continúan. Hay que suprimir actividades, sustituir hábitos, actuar mucho menos. El dolor duele y además no permite actuar. Negativo sobre negativo. [...]

Aunque la soledad con que se vive el dolor es inevitable, ya lo dije antes, cuanto menos sola está la persona que padece tanto más puede resistir su mal. El dolor en solitario es doble dolor. La compañía de alguien que nos quiere lo hace más soportable. Pocas experiencias unen tanto a las personas como pasar juntos el dolor o interesarse por calmar el dolor del otro."

1 de febrero de 2010

Cuento con libro 3

Hacía tiempo que no reproducía algún cuento relacionado con la lectura y la literatura. He pensado que era hora de recuperar esa costumbre. En esta ocasión recurro de nuevo a Luciano G. Egido, de quien hablé aquí hace unos meses. Del mismo libro que comenté entonces, Cuentos del Lejano Oeste, extraigo el titulado Adiós. Me parece un excelente e irónico ejemplo de voluntad lectora. Espero que su presencia en este blog no les parezca mal ni al autor ni a la editorial Tusquets.


Adiós


La única verdad es la literatura
Fernando Pessoa


Estaba condenado a muerte y los médicos le echaban de seis meses a un año de vida. Como es sabido el cáncer no perdona y ya era tarde para todo. Él ya se había hecho a la idea y había empezado a despedirse del mundo con una extraña resignación suicida. Hacía mucho tiempo que se había separado de su mujer y los hijos se habían desentendido de lo que le ocurriera. Sus amigos estaban muertos o vivían lejos y no quería darles el espectáculo de su agonía ni el golpe bajo de la crecida de sus remordimiento. Le hubiera gustado visitar por última vez algunos paisajes, que le habían congraciado con la naturaleza, y algunas ciudades donde había sido particularmente feliz, con toda la vida por delante para recordarlas. También hubiera querido encontrarse con algún viejo amor inolvidable, con alguna continuada manera de contemplar el mar, como la primera vez, y con algunos lugares, unidos a lecturas y a situaciones especialmente gratas. Pero todo le parecía irrealizable, porque exigía un esfuerzo que no se sentía con ganas de iniciar y menos de concluir.

Le quedaban los libros, más dóciles que su familia y más fieles que sus amigos. Los libros habían sido su pasión más fuerte y más duradera y los que habían ocupado la mayor parte de su pasado feliz. Muchas de las horas de su existencia, tan baqueteada y tan onerosa, las había pasado leyendo y en este ejercicio había aprendido todo lo que le había hecho falta saber. Arrastraba una deuda impagable con sus libros preferidos, inagotables, sorprendentes, luminosos, siempre cercanos. Podía señalar sin error la fecha en que cada uno de ellos había entrado en su biografía y el milagro que había esperado encontrar en el arcano interior de sus páginas cerradas. Recordaba la librería en que los había comprado y por supuesto el sitio exacto que ocupaban en su biblioteca. Le encantaba recorrerlos con la mirada, reconocer su título sin equivocarse y hasta acordarse de los avatares crueles de su encuadernación deteriorada. Coger alguno, hojearlo y comprobar los motivos de su adquisición, le producía un placer renovado, aunque a veces la memoria, después de tantos años, se resistía a completarlo.

Por eso quería despedirse de ellos, por gratitud, por obligación moral, por lo que si fueran hombres se llamaría honestidad. Aquel deseo era probablemente el trago más doloroso de su enfrentamiento con la muerte. Iba a romper una vieja lealtad de la que no quería deshacerse. Eran muchos años de convivencia y no podía llevárselos con él, allí donde fuera, para perpetuar sus débitos. Calculó el tiempo que le quedaba y no había ninguna posibilidad de leerlos todos otra vez, de resucitar las antiguas alegrías, sus descubrimientos definitivos, los oasis de su fertilidad. Un libro al día, incluyendo los domingos, le daría para muchos años. Se le escapó una lágrima de protesta infantil ante la confirmación matemática de la locura de su proyecto. No eran tantos; pero eran demasiados para el plazo disponible. Por lo menos tardaría de diez a quince años en terminar aquella vuelta de despedida que sería su adiós a la vida, con toda la conciencia de su caducidad y toda la pena de su valor inabarcable. En resumidas cuentas, no había derecho a aquella injusticia desaprensiva, que no respetaba ni los mínimos derechos de un hombre.

Escoger un libro, para iniciar la ronda, le costaba un disgusto, porque no sabía por cuál empezar. Leer algunos era dejar de leer otros y el tiempo apremiaba. Cada uno tenía su atractivo y el gozo de recuperarlo formaba parte de la felicidad prometida. ¿Cómo no despedirse de Proust, que le había desvelado el don de la mirada de la memoria? ¿Cómo olvidarse de Borges, que le había conmovido como un diamante tallado de una inteligencia artificial? ¿Cómo no releer a Faulkner, que le había enseñado a descubrir al prójimo, al negro que llevamos dentro? ¿Cómo irse sin haber vuelto por última vez a la luz mañanera de los sonetos de Petrarca? ¿Cómo no decirle adiós al pobre Don Quijote, perdido en las alucinaciones de su cerebro y de su tierra, de su marginación perpetua, de su obcecación suicida? ¿Cómo no recorrer el mundo a pie con Baroja, entre asperezas sentimentales? ¿Cómo abandonar al pobre Hamlet y dejarlo vagar a su albedrío sin una mirada de reconocimiento y de solidaridad? ¿Cómo no resucitar los convulsos sentimientos de Dostoievski, que tanto bien le hacían, aunque le dolían como un remordimiento? ¿Cómo renegar de Rilke y de su dolorosa lucidez? ¿Cómo resignarse a no volver a dialogar con Kafka, tan hermano, tan desgraciado, tan solitario y tan sufrido?

Los días pasaban y no se decidía por ninguno, hasta que cortó por lo sano y optó por el orden alfabético de una selección de sus clásicos amores y que fuera lo que Dios quisiera. Empezaría por San Agustín y hasta donde llegara. Se temía que no alcanzaría ni siquiera la Alejandría de Durrell y mucho menos el Japón de Kawabata y menos todavía el París de Zola. Fue una carrera contrarreloj. Notaba que la enfermedad le iba invadiendo, como el nivel del agua en los cántaros de la fuente. Pero seguía leyendo contra viento y marea, con el gozo renovado de siempre, con el ánimo de un heroísmo cotidiano. Su organismo luchaba no contra la supervivencia, sino contra el tiempo. Notaba que las fuerzas le abandonaban, sobre todo al acercarse el plazo fatal de los seis meses anunciados y descubrir que estaba todavía en Camus. Apuraba las horas de sueño y la luz de los ojos, con el solo paréntesis de la noche para ganar la paz de la lectura mañanera, que a veces se le hurtaba por un cansancio excesivo. No podía más. Pero no se rindió. Vivía exclusivamente para leer y los libros le hacían vivir, no sólo venciendo a la muerte, sino duplicándole el gozo de la precaria vida que le quedaba. Era penoso terminar un libro y esperanzador iniciar otro, que se encendía con la luminosidad de una mañana de verano.

El plazo definitivo del año se cumplió y esperó serenamente el desenlace con Garcilaso entre las manos y se dijo: «Que venga la muerte cuando quiera; pero me encontrará leyendo». Y no se murió, porque a veces los médicos no aciertan en la difícil previsión de las reacciones del insondable organismo humano. Y poco a poco empezó a creer en el milagro y leyó como si se drogara con una fruición renovada el Ulises de Joyce y hasta tuvo tiempo de coronarlo y cotejar la versión de Salas Subirat con la de José María Valverde. La furia irónica de Larra le vino como anillo al dedo para entretener la espera. A los dos años se enfrentó con La montaña mágica de Thomas Mann y consiguió llegar hasta el final, aunque le parecía imposible. El tiempo se dilataba para su satisfacción y los libros seguían acompañándolo en aquella carrera de fondo, que le dejaba sin aliento. A veces se desvanecía, se le iban las letras y se conformaba con acariciar el lomo de los libros, como si tuvieran piel humana. Aquellas interrupciones le parecían faltas a su deber, desfallecimientos de su moral. Cuando cerraba los ojos creía continuar leyendo de memoria. Los médicos estaban asombrados de aquella recuperación inexplicable.

Pasó por Melvilla, Novalis, O’Neill, Pessoa, Quevedo, Rulfo, Sade, Tolstói y cuando estaba entrando en Unamuno y creía que había vencido a la muerte, se murió.