Adiós
La única verdad es la literatura
Fernando Pessoa
Estaba condenado a muerte y los médicos le echaban de seis meses a un año de vida. Como es sabido el cáncer no perdona y ya era tarde para todo. Él ya se había hecho a la idea y había empezado a despedirse del mundo con una extraña resignación suicida. Hacía mucho tiempo que se había separado de su mujer y los hijos se habían desentendido de lo que le ocurriera. Sus amigos estaban muertos o vivían lejos y no quería darles el espectáculo de su agonía ni el golpe bajo de la crecida de sus remordimiento. Le hubiera gustado visitar por última vez algunos paisajes, que le habían congraciado con la naturaleza, y algunas ciudades donde había sido particularmente feliz, con toda la vida por delante para recordarlas. También hubiera querido encontrarse con algún viejo amor inolvidable, con alguna continuada manera de contemplar el mar, como la primera vez, y con algunos lugares, unidos a lecturas y a situaciones especialmente gratas. Pero todo le parecía irrealizable, porque exigía un esfuerzo que no se sentía con ganas de iniciar y menos de concluir.
Le quedaban los libros, más dóciles que su familia y más fieles que sus amigos. Los libros habían sido su pasión más fuerte y más duradera y los que habían ocupado la mayor parte de su pasado feliz. Muchas de las horas de su existencia, tan baqueteada y tan onerosa, las había pasado leyendo y en este ejercicio había aprendido todo lo que le había hecho falta saber. Arrastraba una deuda impagable con sus libros preferidos, inagotables, sorprendentes, luminosos, siempre cercanos. Podía señalar sin error la fecha en que cada uno de ellos había entrado en su biografía y el milagro que había esperado encontrar en el arcano interior de sus páginas cerradas. Recordaba la librería en que los había comprado y por supuesto el sitio exacto que ocupaban en su biblioteca. Le encantaba recorrerlos con la mirada, reconocer su título sin equivocarse y hasta acordarse de los avatares crueles de su encuadernación deteriorada. Coger alguno, hojearlo y comprobar los motivos de su adquisición, le producía un placer renovado, aunque a veces la memoria, después de tantos años, se resistía a completarlo.
Por eso quería despedirse de ellos, por gratitud, por obligación moral, por lo que si fueran hombres se llamaría honestidad. Aquel deseo era probablemente el trago más doloroso de su enfrentamiento con la muerte. Iba a romper una vieja lealtad de la que no quería deshacerse. Eran muchos años de convivencia y no podía llevárselos con él, allí donde fuera, para perpetuar sus débitos. Calculó el tiempo que le quedaba y no había ninguna posibilidad de leerlos todos otra vez, de resucitar las antiguas alegrías, sus descubrimientos definitivos, los oasis de su fertilidad. Un libro al día, incluyendo los domingos, le daría para muchos años. Se le escapó una lágrima de protesta infantil ante la confirmación matemática de la locura de su proyecto. No eran tantos; pero eran demasiados para el plazo disponible. Por lo menos tardaría de diez a quince años en terminar aquella vuelta de despedida que sería su adiós a la vida, con toda la conciencia de su caducidad y toda la pena de su valor inabarcable. En resumidas cuentas, no había derecho a aquella injusticia desaprensiva, que no respetaba ni los mínimos derechos de un hombre.
Escoger un libro, para iniciar la ronda, le costaba un disgusto, porque no sabía por cuál empezar. Leer algunos era dejar de leer otros y el tiempo apremiaba. Cada uno tenía su atractivo y el gozo de recuperarlo formaba parte de la felicidad prometida. ¿Cómo no despedirse de Proust, que le había desvelado el don de la mirada de la memoria? ¿Cómo olvidarse de Borges, que le había conmovido como un diamante tallado de una inteligencia artificial? ¿Cómo no releer a Faulkner, que le había enseñado a descubrir al prójimo, al negro que llevamos dentro? ¿Cómo irse sin haber vuelto por última vez a la luz mañanera de los sonetos de Petrarca? ¿Cómo no decirle adiós al pobre Don Quijote, perdido en las alucinaciones de su cerebro y de su tierra, de su marginación perpetua, de su obcecación suicida? ¿Cómo no recorrer el mundo a pie con Baroja, entre asperezas sentimentales? ¿Cómo abandonar al pobre Hamlet y dejarlo vagar a su albedrío sin una mirada de reconocimiento y de solidaridad? ¿Cómo no resucitar los convulsos sentimientos de Dostoievski, que tanto bien le hacían, aunque le dolían como un remordimiento? ¿Cómo renegar de Rilke y de su dolorosa lucidez? ¿Cómo resignarse a no volver a dialogar con Kafka, tan hermano, tan desgraciado, tan solitario y tan sufrido?
Los días pasaban y no se decidía por ninguno, hasta que cortó por lo sano y optó por el orden alfabético de una selección de sus clásicos amores y que fuera lo que Dios quisiera. Empezaría por San Agustín y hasta donde llegara. Se temía que no alcanzaría ni siquiera la Alejandría de Durrell y mucho menos el Japón de Kawabata y menos todavía el París de Zola. Fue una carrera contrarreloj. Notaba que la enfermedad le iba invadiendo, como el nivel del agua en los cántaros de la fuente. Pero seguía leyendo contra viento y marea, con el gozo renovado de siempre, con el ánimo de un heroísmo cotidiano. Su organismo luchaba no contra la supervivencia, sino contra el tiempo. Notaba que las fuerzas le abandonaban, sobre todo al acercarse el plazo fatal de los seis meses anunciados y descubrir que estaba todavía en Camus. Apuraba las horas de sueño y la luz de los ojos, con el solo paréntesis de la noche para ganar la paz de la lectura mañanera, que a veces se le hurtaba por un cansancio excesivo. No podía más. Pero no se rindió. Vivía exclusivamente para leer y los libros le hacían vivir, no sólo venciendo a la muerte, sino duplicándole el gozo de la precaria vida que le quedaba. Era penoso terminar un libro y esperanzador iniciar otro, que se encendía con la luminosidad de una mañana de verano.
El plazo definitivo del año se cumplió y esperó serenamente el desenlace con Garcilaso entre las manos y se dijo: «Que venga la muerte cuando quiera; pero me encontrará leyendo». Y no se murió, porque a veces los médicos no aciertan en la difícil previsión de las reacciones del insondable organismo humano. Y poco a poco empezó a creer en el milagro y leyó como si se drogara con una fruición renovada el Ulises de Joyce y hasta tuvo tiempo de coronarlo y cotejar la versión de Salas Subirat con la de José María Valverde. La furia irónica de Larra le vino como anillo al dedo para entretener la espera. A los dos años se enfrentó con La montaña mágica de Thomas Mann y consiguió llegar hasta el final, aunque le parecía imposible. El tiempo se dilataba para su satisfacción y los libros seguían acompañándolo en aquella carrera de fondo, que le dejaba sin aliento. A veces se desvanecía, se le iban las letras y se conformaba con acariciar el lomo de los libros, como si tuvieran piel humana. Aquellas interrupciones le parecían faltas a su deber, desfallecimientos de su moral. Cuando cerraba los ojos creía continuar leyendo de memoria. Los médicos estaban asombrados de aquella recuperación inexplicable.
Pasó por Melvilla, Novalis, O’Neill, Pessoa, Quevedo, Rulfo, Sade, Tolstói y cuando estaba entrando en Unamuno y creía que había vencido a la muerte, se murió.
6 comentarios:
Hola Juan, me ha llamado la atención la cita de Pessoa en el encabezamiento. Me imagino que si preguntásemos a cualquier profesional vocacional sobre su actividad, nos diría que es la mejor del mundo. Y es verdad. No creo que la literatura sea superior a cualquier otra faceta de la vida. La realidad nos supera a todos, en todo, todos los días. No somos más que meros intérpretes o traductores de la misma.
Esto tiene relación con el comentario que dejaste en mi blog sobre lo del "engendro", coincido contigo en que es excesivo el autocastigo, pero no deja de ser una constante de mi perspectiva un llamamiento generalizado a la humildad como premisa necesaria para el entendimiento, para la cordura.
Reitero mis gracias por tu comentario. Saludos,
Albert
Juan, una consulta: ¿conoces libros como Ellibro de los cerdos de A. Browne y Corre, Mary, corre de Bodecker? Es decir, un album que presenta problemática de género. Podrían ser también libros para adolescentes.
Gracias por tu ayuda.
maría
Buenos días Juan,
Quisiera disculparme, pero no he encontrado otra manera de contactarte que a través de los comentarios.
Me pongo en contacto contigo para invitarte a conocer Paperblog, http://es.paperblog.com, un sevicio de difusión cuya misión consiste en identificar y dar a conocer los mejores artículos de los blogs inscritos. El tuyo se adapta a nuestros criterios de calidad y creo que tus artículos resultarían muy interesantes a los lectores de la temática Cultura.
Espero que encuentres el concepto interesante y te motive. Mientras, no dudes en escribirme para conocer más detalles.
Atentamente,
Natalia
Albert, la cita de Pessoa que encabeza el cuento de Luciano G. Egido puede parecer un tanto exagerada, pero su interés radica en el hecho de que ciertas verdades pueden comprenderse mejor si la literatura las recrea. Lo que no se 've' en la realidad se descubre a menudo leyendo un cuento, por ejemplo. Los lectores tienen suficientes experiencias en ese campo. Es en ese sentido que aprecio la afirmación de que la literatura es una revelación de la verdad. No la única, desde luego.
Mic-María, conozco los libros que citas y me parecen talentosos y pertinentes. Yo no se los he leído a adolescentes, pero sí he tenido experiencia con otros álbumes ilustrados. Y mi conclusión es clara: si la historia es interesante y provocadora, el álbum, aunque de entrada pongan reparos a las ilustraciones por considerarlas infantiles, acaba captando su atención. A veces, un álbum infantil puede originar más debate que libros más acordes con su edad. Yo no dudaría en leérselos a adolescentes.
Natalia, lamento la dificultad para la comunicación. Ya he solucionado el problema.
Por lo demás, me siento muy honrado por vuestro interés hacia el blog y estaré encantado de participar en una iniciativa que me parece muy interesante. Contad conmigo. Gracias por la invitación.
Publicar un comentario