28 de febrero de 2011

Bosques II

Vayan por delante unas palabras de excusa. Casi un mes sin publicar entradas me parece un lapso demasiado prolongado como para no dar alguna clase de explicación. Mi respeto por los lectores que tan amablemente se asoman a este blog me impulsa a justificar mi silencio. Descartados el desinterés o la fatiga sólo puedo recurrir a la falta de tiempo como la razón más inmediata para no escribir. Algo (o mucho) de eso ha habido. Como no sirvo para cumplir el trámite de redactar unas líneas más o menos ingeniosas a fin de salir del paso, he abandonado este blog en beneficio de otros trabajos que requerían urgentemente mi atención. Lo lamento. Confío en su benevolencia.

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Y ahora vayamos con la entrada.

No quería dejar pasar febrero sin cumplir mi promesa de publicar a lo largo de 2011, proclamado como saben 'Año Internacional de los Bosques', al menos una entrada al mes que tuviera relación con la literatura y los bosques. El fragmento que reproduzco a continuación pertenece a un breve y hermoso relato de Jean Giono, El hombre que plantaba árboles. La historia de Elzéard Bouffier bien podría servir de símbolo de esta conmemoración.

"Advertí que a modo de cayado empuñaba una vara de hierro gruesa como un pulgar y de metro y medio de longitud. Andando a mi aire, seguí un camino paralelo al suyo. El pasto se hallaba en un valle. Dejó al perro a cargo del reducido rebaño y subió hasta donde yo me encontraba. Temí que fuera a reprenderme por mi indiscreción, mas no fue ni mucho menos así: él iba en aquella dirección y me invitó a acompañarlo si no tenía nada mejor que hacer. Trepó hasta la cresta de la loma, un centenar de metros más arriba.

Entonces comenzó a clavar la vara de hierro en la tierra, abriendo agujeros en los que plantaba una bellota; luego rellenaba el agujero. Así plantaba robles. Le pregunté si aquella finca le pertenecía. Me repuso que no. ¿Sabía de quién era? No lo sabía. Suponía que era de propiedad comunal, o tal vez perteneciera a personas que no le otorgaban mayor importancia. No tenía el menor interés en descubrir de quién era. Plantó las cien bellotas con sumo cuidado.

Tras el almuerzo reanudó las tareas de plantación. Supongo que me mosttré persuasivo en mi interrogatorio, pues obtuve algunas respuestas. Llevaba tres años plantando en aquel desierto. Había plantado ya cien mil bellotas. De las cien mil, veinte mil habían germinado. De las veinte mil, contaba con perder la mitad a manos de los roedores y de los impredecibles designios de la Providencia. Así pues, todavía quedaban diez mil robles con vida donde antes nada crecía.

Fue entonces cuando empecé a preguntarme qué edad tendría aquel hombre. Saltaba a la vista que había cumplido los cincuenta. Cincuenta y cinco, me dijo. Se llamaba Elzéard Bouffier. Una vez había poseído una granja en las tierras bajas. Allí había construido su vida. Perdió a su único hijo; luego a su esposa. Acabó retirándose a aquellos solitarios parajes, donde se encontraba muy a gusto viviendo sin prisas con sus ovejas y el perro. A su parecer, aquella tierra se estaba muriendo por la ausencia de árboles. Agregó que, a falta de otra ocupación más apremiante, había decidido poner remedio a aquel estado de cosas.

Puesto que en aquellos tiempos, a pesar de mi juventud, llevaba una vida solitaria, me constaba que debía tratar con amabilidad a los espíritus solitarios. Pero esa misma juventud me empujaba a considerar el futuro con relación a mí mismo y a una determinada búsqueda de la felicidad. Le dije que en treinta años sus diez mil robles serían magníficos. Respondió con toda sencillez que si Dios le concedía bastante vida, en treinta años habría plantado tantos más que aquellos diez mil serían como una gota de agua en el océano.

Por otra parte, estaba estudiando la reproducción de las hayas y tenía un vivero de plantones nacidos de hayucos junto a su casa. Los plantones, protegidos de las ovejas mediante una cerca de alambre, eran muy bonitos. También tenía en mente plantar abedules en los valles donde, según me dijo, había una cierta humedasd a pocos metros bajo la superficie del suelo.

Al día siguiente nos separamos."

5 de febrero de 2011

También mi voz

Hoy, 5 de febrero, se ha organizado en numerosas ciudades inglesas el Save Our Libraries Day, una jornada de protesta nacional contra los recortes presupuestarios del gobierno de Gran Bretaña que amenazan con hacer desaparecer cientos de bibliotecas públicas.

Los actos de protesta son muy diversos y todos persiguen un mismo fin: salvar las bibliotecas públicas de las acometidas temibles de los mercados, es decir, de los miserables intereses de los poderosos y los ricos, cuya venenosa voracidad está socavando las arduas conquistas de los últimos siglos en favor del acceso universal a la cultura, entre cuyas cimas está la consideración de la lectura pública como un derecho básico.

Aquí, aquí y
aquí pueden conocer algunos aspectos de la protesta: un apasionado discurso de Philip Pullman contra la tendencia a someter las bibliotecas públicas al dictado del dinero, un vídeo de voces muy plurales en defensa de la lectura y las bibliotecas, un mapa de los actos de protesta organizados hoy en todo el país en favor de una de las instituciones cívicas fundamentales de las sociedades democráticas.

Quiero mostrar con esta entrada mi solidaridad con los lectores ingleses que se sienten agredidos por los mercaderes sin escrúpulos que han usurpado los organismos públicos hasta convertirlos en lugares de corrupción y de menosprecio de la ciudadanía. Lo hago en defensa de la cultura, que es como decir en defensa de la democracia y las libertades, pero al mismo tiempo como advertencia a todos de que lo mismo puede ocurrir en otros muchos países, incluido el nuestro, de un momento a otro.

2 de febrero de 2011

De repente, William Maxwell

Acabo de finalizar la lectura de Adiós, hasta mañana, la segunda novela de William Maxwell que leo y si ya la primera, Vinieron como golondrinas, significó un gratísimo descubrimiento la que he terminado ahora me ha cautivado aún más. Ambas llegaron a mí por mediación de manos amigas, fraternales, un gesto que agradezco.

Siempre que me dispongo a comentar un texto literario, o, por mejor decir, a ensalzarlo, me asalta la duda de si seré capaz de explicar con palabras sinceras y significativas lo que su lectura ha supuesto para mí. Temo incurrir en la ramplonería o el tópico, con lo que la llamarada de sensaciones y pensamientos quedaría reducida a ceniza. También en esta ocasión me siento un tanto amilanado.

Comenzaré diciendo que una de las cualidades de la escritura literaria que más aprecio es la sutileza, la potestad de presentar lo minúsculo como algo esencial y revelador, la virtud para hacer que los lectores se interesen por las peripecias cotidianas con el mismo fervor que pueden prestar a los grandes acontecimientos históricos. Pero, ¿por qué habría de importarnos conocer las secuelas de un recuerdo adolescente que no ha dejado de gravitar en la vida de un sexagenario ni un sólo día desde que el pequeño suceso tuvo lugar, cincuenta años antes? ¿Qué puede ofrecer a los lectores la narración de un enquistado sentimiento de culpa que el narrador efectúa como un tardío acto de justicia? ¿Tan grave fue lo sucedido? ¿Acaso estamos hablando de un temible secreto, de la ocultación de un acto brutal y ominoso? No, desde luego. El suceso que ha atormentado al protagonista a lo largo de décadas es, visto desde fuera, ínfimo, casi ridículo, lo cual no ha evitado su presencia dolorosa.

Un gesto adolescente, impremeditado, puede determinar gravemente una vida y el relato de William Maxvell, Adiós, hasta mañana, evoca ese peso. Al leerlo nos sentimos reclamados de inmediato por una confesión, por el viejo temor de un hombre mayor a que el silencio acabe por destruir su necesidad de rememorar. A veces, la memoria preserva ínfimos lugares dañados cuya reparación resulta cada vez más apremiante, si es que se aspira a alcanzar la serenidad definitiva. Es como una rozadura en un pie, liviana a primera vista, pero presente en cada paso que se da. ¿Y puede hacerse de la narración de un recuerdo, real y a la vez imaginado, una novela conmovedora, inolvidable? Sí, ése es el gran mérito de William Maxvell, convertir un episodio anecdótico en una exploración profunda de la condición humana. Cuando un escritor me hace sentir más compasivo y más interesado, cuando me conduce con delicadeza por la conciencia herida de un ser humano, cuando hace de la melancolía un modo de sondear el pasado, me siento elevado como lector. Soy capaz de entender de pronto las significaciones de la amistad, el dolor por la muerte de una madre, las incertidumbres del crecimiento, la sombra de la culpa, el anhelo de redención...

¿Y todo ello en un libro de 172 páginas? Sí. Basta esa brevedad para decir lo que esperamos siempre de la literatura: densidad, emoción, conocimiento. Y si se leen juntas ambas novelas (acabo de comenzar la tercera, La hoja plegada, y aún no estoy en condiciones de opinar) se percibirá un mismo estado de ánimo,
aunque entre una y otra medien 43 años, y una misma voluntad de escribir como si se susurrara, como si se reclamara a los lectores una mirada deferente a las vicisitudes de la infancia. Son novelas que hablan de los niños, sí, pero van más allá: son novelas sobre las vidas dañadas, sobre las esperanzas pese a todo.

(Releo el texto y tengo de nuevo un sentimiento de insuficiencia e ineptitud. No creo haber dicho lo que quería. Lo lamento, pues William Maxwell se merecía más. Diré finalmente que gran parte de la brillantez de ambas novelas se debe a las traducciones, realmente magníficas, realizadas por Gabriela Bustelo)