24 de junio de 2010

Palabras de agua

El miércoles, en los prolegómenos de la Noche de San Juan, asistí en el carmen del Aljibe del Rey a una lectura poética de Rafael Juárez, que culminaba el ciclo 'El agua y la palabra' organizado por la Fundación Agua Granada. Ingresar en un carmen en un atardecer de junio, con la primera luz estival dorando los árboles y los rostros, con la temperatura amable de los días sin pesar, es una experiencia de plenitud sensual. Un jardín, un estanque, una fuentecilla, unas columnas de piedra... ¡Con qué escasos dones nos sentimos felices! ¡Con qué facilidad se despliegan las sonrisas! Si la poesía se nos regala luego a manos llenas, la alegría puede desbordarse. Así ocurrió.

La poesía de Rafael Juárez posee el raro don de la transparencia y la intensidad. Sus poemas parecen engañosamente sencillos, casi improvisados. Es la virtud de los grandes poetas, de aquellos que hacen posible que el lector no sólo sienta como propios los versos ajenos, sino que los leen o los escuchan como si fueran un reflejo exacto de sus sentimientos, como si esa escritura fuera en realidad un anticipo de la suya. Esa aparente sencillez es en realidad el fruto de una muy paciente labor de depuración, de una implacable lucha contra lo accesorio. El resultado es el brillo de lo esencial. Los poemas fluyen entonces como el agua de un arroyo de montaña, como si la lengua cotidiana discurriese siempre limpia y prometedora, como si un soneto fuese en verdad la manera elemental de hablar. Un poema parece en esos casos una simple necesidad.

Les reproduzco algunos de los poemas leídos esa tarde.

CATACENA (LOS SIFONES)

En junio los crepúsculos se alargan con la brisa
y las noches son cortas
porque amanece pronto y con vigor.

Se suceden las rosas, las gayombas
brillan, trama el olivo,
las viñas trepan con pujanza y cuece
su estuche de cerámica la almendra.

Si pasa una tormenta
la mies mojada huele a sentimientos
maduros.
¡Qué ansiedad por el otoño!

Las huellas de otros pasos en el polvo
sellado del camino
nos hacen recordar que somos sombras,
sólidas sombras.


SOLANA DE LA MORA

Mirar los nísperos dorarse,
oír sisear a la lechuza
y que se pierda en la enramada
el pensamiento vuelto música.

Y ser feliz por cumplimiento,
como en septiembre son las uvas,
mientras la muerte sin ventajas
entre otras páginas me busca.


SONETO DE LA CASA Y DE LA HUERTA

El mejor libro sobre los estragos
del tiempo es una casa abandonada.
Antes de abrirla avisa la fachada
cómo es la muerte: los colores vagos,

la proporción que ya no espera halagos
sino paciencia para ser borrada,
las rejas de belleza saqueada
y las losas mohosas como lagos.

Pero si entras persiguiendo el eco
de los gozos de ayer hasta la huerta
-rosas viejas, membrillos y nogales-

encontrarás que la humedad y el hueco
hacen volver a tu niñez despierta
páginas de pecados inmortales.

17 de junio de 2010

Aquellas lecturas de entonces

Cuando escucho a tantos y tantos deplorar la escasa calidad de los libros que ahora leen los jóvenes siempre me planteo la misma duda: ¿qué autores leerían en su adolescencia esos que lamentan ahora las mediocres lecturas juveniles? ¿Homero? ¿Horacio? ¿Shakespeare? ¿Lope de Vega? ¿Sor Juana Inés de la Cruz? Me da por pensar que en la mayoría de esas opiniones desdeñosas subyace tanta hipocresía como desmemoria. No niego que algunos lectores quejosos fuesen lectores asiduos de Cervantes y Shelley, pero estoy seguro de que la mayoría tuvo que leer algunos libros menores, incluso francamente malos.

Ese fue mi caso.

Leí en su día los libros que las modas imponían, los que comúnmente se leían, los que aconsejaban los profesores de entonces. Fui un perfecto representante de mi tiempo. Faltaban años para concretar mis gustos, para decidir las lecturas por mí mismo, de modo que en mi adolescencia fui un lector voraz de libros que, juzgados ahora, me parecen vulgares, tendenciosos, rebosantes de moralina, impostores.

He aquí algunos de ellos, que atesoro como vestigios descuadernados de mi pasado lector.







Quienes conozcan esas novelas sabrán que no las adorna precisamente la calidad literaria y que no soportarían una comparación con muchas de las novelas contemporáneas escritas para jóvenes. Eso no impidió que entonces las leyéramos con verdadera fruición. Y sobrevivimos. Algunos incluso tuvimos la oportunidad y la dicha de descubrir posteriormente la gran literatura. Por eso sonrío con cierto pesar cuando escucho las quejas de los puristas de hoy acerca de los malos libros que leen los jóvenes.

11 de junio de 2010

En el regazo

Preparando un trabajo académico, me he encontrado con unas palabras que me han gustado mucho y las he querido compartir con ustedes. Las he leído en el libro Cómo aprendemos a leer. Historia y ciencia del cerebro y la lectura, cuya autora es Maryanne Wolf, investigadora principal del Centro de Investigación del Lenguaje y la Lectura de la Universidad Tufts, ubicada en el estado norteamericano de Massachusetts. Las palabras aluden a una realidad conocida pero que parece adquirir más relevancia cuando está avalada por la ciencia.

"Imagínense la siguiente escena. Un niño pequeño está sentado, embelesado, en el regazo de un adulto querido, escuchando palabras que se mueven como el agua, palabras que hablan de hadas, dragones y gigantes de lugares lejanos e imaginarios. El cerebro del niño pequeño se prepara para leer bastante antes de lo que uno jamás sospecharía, y utiliza para ello casi toda la materia prima de la primera infancia, cada imagen, cada concepto y cada palabra. Y lo hace aprendiendo a utilizar todas las estructuras importantes que constituirán el sistema de lectura universal del cerebro. A lo largo del proceso, el niño incorpora al lenguaje escrito muchos de los descubrimientos realizados por nuestra especie, avance tras avance decisivo, durante más de 2.000 años de historia. Y todo empieza en la comodidad del regazo de un ser querido."

¿Acaso no se observa esa imagen con otros ojos después de leer las palabras precedentes?

3 de junio de 2010

Noche estrellada

He leído el nuevo libro de Jimmy Liao, La noche estrellada, con el arrobo de siempre, con el mismo sentimiento de gratitud que me despertaron sus anteriores libros. Decir que esta historia de Liao trata de la amistad, de la añoranza de la infancia, de las pérdidas que ocasiona el crecimiento, del aprendizaje de la soledad... es no decir nada, es una manera de empobrecer el relato. Y no es que tergiverse el tema sino que lo importante de las historias de Liao no es 'lo que tratan' sino 'lo que retratan'. Y lo que retratan es lo invisible del ser humano, eso que a falta de un nombre mejor denominamos 'mundo interior'. ¿Es posible mostrar la enredada intimidad de una persona? El reto de un artista es crearla a partir de su propia experiencia a fin de que el lector, al verla, pueda tal vez evocar la suya propia o descubrirla. Esa es la auténtica función del arte.

Pero, ¿es exacto decir que 'he leído' el libro? ¿Es aplicable ese sintagma a los libros de Jimmy Liao? ¿No debería decir mejor que 'he visto' el libro o 'he asistido' al libro, igual que lo decimos a propósito de una película o una obra de teatro? Porque siento que al abrir el libro estoy ante una pantalla o un escenario y no sólo ante un texto. Leer, en este caso, es también una observación, una entrega a las fantasías de Liao, cuyos dibujos y colores no frenan la imaginación del lector sino que la espolean y la intensifican. La simbiosis entre texto e imagen es tan maravillosa que las ilustraciones multiplican los significados de un texto conciso, delicado y melancólico.

Las palabras de apertura del libro pueden ayudarles a entenderlo mejor: Dedicado a los niños que no logran sintonizar con el mundo.

Por si quieren asomarse al libro, aquí pueden ver algunas de las páginas que lo componen. Será, casi seguro, un anticipo de la lectura serena y extensa que llegará.