27 de enero de 2010

Haití

Veo a diario las imágenes del terremoto de Haití, leo y escucho las informaciones que sobre las víctimas y los damnificados ofrecen los periódicos y las emisoras de radio y me desalienta comprobar las catastróficas consecuencias de una perversa combinación: la potencia destructora de la Naturaleza con las no menos destructoras obras humanas, que han condenado al país a un suplicio inacabable de pobreza, corrupción y desesperanza.

(Foto Cristóbal Manuel. Diario EL PAÍS)

(Foto Gorka Lejarcegi. Diario EL PAÍS)

(Foto Associated Press)

Las imágenes y las noticias me hacen recordar una novela leída hace algunos años, Palabra, ojos, memoria, relato casi biográfico de la escritora norteamericana Edwidge Danticat, oriunda de Haití. Es la historia de Sophie, una joven que reparte sus afectos entre su tierra natal y el país de acogida, que trata de conciliar los recuerdos y el porvenir, que pugna por equilibrar las herencias sentimentales de su familia y los requerimientos de sus propias emociones. Reproduzco a continuación tres fragmentos de la misma.

Jamás se lo dije a mi madre, pero aborrecía la Institución Bilingüe Maranatha. Era como si jamás me hubiera ido de Haití. Todas las clases eran en francés, excepto las de gramática y literatura inglesas. Fuera de la escuela éramos "los gabachos", encogidos en nuestros uniformes imitación-de-escuela-católica mientras los estudiantes de las escuelas públicas del otro lado de la calle nos llamaban "balseros" y "apestosos haitianos".

Cuando mi madre estaba en casa me hacía leer en voz alta los libros de texto de gramática inglesa. Las primeras palabras inglesas que leí sonaron como rocas cayendo en un arroyo. Luego, lentamente, las cosas comenzaron a adquirir significado. Había palabras que oía a menudo. Palabras que saltaban en conversaciones en criollo, como el último maíz en una máquina de palomitas al enfriarse. Palabras, entre otras, como televisión, edificio, sensación, que Marc y mi madre utilizaban cuando estaban en mitad de una acalorada discusión política en criollo. "Mwin gin you sensación. Tengo la sensación de que algún día Haití por fin levantará cabeza, pero cuando ocurra yo ya estaré muerta." Mi madre siempre era la pesimista.

Había otras palabras que también ayudaban, palabras que en francés eran casi iguales, pero que en inglés se pronunciaban diferente, nationality, alien, race, enemy, date, present. Estas y otras palabras me proporcionaban un contexto para las que no entendía.

Con el tiempo comencé a darme cuenta de que leía mejor. Respondía enseguida cuando mi madre me hacía una pregunta en inglés. Me convertí en anglohablante, aunque en la escuela no tuve ninguna oportunidad de alardear de ello.

- El saber acarrea una gran responsabilidad -solía decir mi madre. Mi gran responsabilidad era estudiar mucho. Durante seis años no hice otra cosa. Iba de la escuela a casa y de casa a la escuela. Y también rezaba.


***

Me sorprendió lo deprisa que ocurrió. El recuerdo de cómo todo se combinó para transformarse en una gran comilona. La fragancia de las especies guiaba mis dedos de un modo que no habrían conseguido ni las instrucciones más precisas.

Los hombres de Haití insisten en sus mujeres son vírgenes y tienen diez dedos.

Según tía Atie, cada dedo tiene un propósito. Así era como le habían enseñado a prepararse para ser mujer. Engendrar. Hervir. Amar. Cocer. Criar. Freír. Curar. Lavar. Planchar. Fregar. No era culpa suya, decía. Aquellos diez dedos habían sido bautizados antes de que ella naciera. A veces incluso deseaba tener seis dedos en cada mano, para así tener al menos dos para sí misma.

Yo controlaba las diversas cazuelas que había en el patio. El aire olía a especias con las que no había cocinado desde que, dos años atrás, me fuera de casa de mi madre.

***

- Te has convertido en una norteamericana -dijo-. No te culpo por ello. Sólo quiero darte un consejo. Come. La comida es buena. Es un lujo. Cuando vine a este país, engordé treinta kilos el primer año. Todas esas variedades de manzanas, todos esos helados... no podía creérmelo. Todas esas cosas que en Haití sólo comen los ricos, aquí las comía todo el mundo, estaban tiradas.
- La primera vez que te vi estabas muy delgada.
- Acababan de extirparme los pechos por el cáncer. Pero antes de eso, antes del cáncer, para mí la comida era una lucha. Toda esa comida a mi alcance y no poder tragármela toda. Tardé mucho en hacerme a la idea de que la comida no iba a agotarse. Cuando llegué, comía igual que comemos en Haití. Comía para el día siguiente, y para el otro y para el otro, en previsión de que en días posteriores no hubiera nada que comer. Me comía todo lo que tenía en reserva. Me despertaba, veía la comida que tenía guardada y me la comía.
- O sea, que lo que me pasa tampoco es tan anormal -dije.
- Eres diferente, pero no hay nada malo en ello. Yo también soy diferente. Quiero que todo vaya bien entre nosotras.

20 de enero de 2010

Memoria y reivindicación 2

(Continúo el relato interrumpido en la entrada anterior)

Decía que el insólito episodio del robo y la recuperación de las piezas podía haber acabado de manera amable, incluso con el agradecimiento público por haber evitado que las obras de arte se malvendieran en otro lugar, y de esa manera hubiéramos podido contar una historia de enredo, un poco cómica y con final feliz. Pero la historia que lamentablemente tuvimos que soportar fue dramática, fatídica e insoportable. En esa frontera entre la normalidad y la fatalidad, cuando todo acto puede decantarse hacia la luz o las sombras, es donde se sitúa, como ya dije, la escritura de Franz Kafka, tan lúcida y tan contemporánea. Si invoco ahora la condición de judío del escritor checo no es para señalar el origen de su talento para captar la fragilidad del destino humano sino porque ayuda a entender mejor el caso que nos ocupa, pues entre la consideración despectiva de los judíos y los gitanos hay muchas similitudes.

El caso es que, por razones que supongo que tienen que ver más con las temibles burocracias judiciales que con la lógica, el suceso llegó a manos de un juez que de pronto vio que allí había materia para lucirse y aparecer una vez más como el justiciero que aparentaba ser y a cuyo ensalzamiento tanto contribuían los periodistas, que lo cortejaban porque necesitaban historias truculentas y susceptibles de ocupar las primeras páginas y los informativos durante varias semanas. Ese maridaje resultó nefasto.

El susodicho juez consideró que la historia podía ser enjuiciada de otra manera y entenderse como un caso de intereses turbios de tráfico de obras de arte, de modo que vio una ocasión para montar un proceso que reafirmara su fama de perseguidor de las tropelías de los ricos y poderosos. Y así fue que, sin pruebas objetivas y aún contra el testimonio del propio Ayuntamiento que aseguraba que habían sido recuperadas y restituidas todas las piezas robadas y en contra de la opinión de la policía que sostenía que el relato de los hechos era cierto, decide enviar a la guardia civil a detener a José Heredia Maya (¡qué extraordinarios apellidos para un proceso inquisitorial contra el tráfico de obras artísticas!) y al vecino que lo había involucrado involuntariamente en el episodio nocturno con los ladrones.

Les invito a imaginar lo que puede significar para cualquier persona, en este caso un profesor universitario y escritor, que una mañana se presente inopinadamente en su casa la guardia civil con una orden de detención por receptor de objetos robados y que aún estupefacto y aturdido sea esposado e introducido en un coche y conducido al juzgado de inmediato. E imaginen también que sea acusado de cómplice de un robo y que a continuación, aún no repuesto del sobresalto, sea conducido a prisión. Y, aún peor para quienes han hecho de la honorabilidad la base de su conducta pública, que sea asaltado a la salida del juzgado por un enjambre de fotógrafos y periodistas que ven en esas figuras, un médico y un profesor universitario esposados, una magnífica oportunidad para redactar tremebundas crónicas y componer gruesos titulares para las portadas de los periódicos y los informativos radiofónicos y televisivos.

Imaginen ahora el brutal golpe psicológico que supone para cualquiera pasar en el lapso de pocas horas de la seguridad del hogar y las aulas a la inclemencia de una celda, sin apenas tener tiempo de entender lo que está ocurriendo, si lo que está viviendo es una pesadilla o algo real. En su caso era real.

De todo lo que siguió me ahorraré los detalles, pues su relato ocuparía una extensión impropia de un blog. Tan sólo diré que la instrucción del caso fue una demostración de... (¿qué palabra emplear sin riesgo de que la tela de araña de la burocracia judicial te atrape y te destruya?). Mejor me la callo y dejo a cada lector que concrete el término, pero no dejaré de decir que lo que los distintos tribunales de justicia hicieron con ese asunto me indujeron a desear que nunca me ocurriese algo semejante, pues se necesita una excepcional fortaleza psíquica para soportar tamaña injusticia. Confirmé que la ecuanimidad y el sentido común no son cualidades que haya que presuponer a muchos jueces. Y diré también que, junto a demostraciones admirables de amistad y solidaridad, menudearon las maledicencias, los desdenes, las miradas turbias, las sonrisas condenatorias... Y añadiré finalmente que muchos periodistas se comportaron en ese tiempo de un modo deshonesto y perverso. Resulta casi titánico recuperarse de un castigo semejante. Pienso que José Heredia Maya no pudo hacerlo.

¿Y por qué recuerdo hoy esta historia? Sencillamente porque, aparte de contribuir modestamente a compensar lo que públicamente nunca se ha hecho: reparar el daño cometido, me conmovió ver que una sobrina suya rompiera a llorar desconsoladamente en el cementerio sin dejar de repetir que el suceso ocurrido tanto tiempo atrás había sido el desencadenante de la enfermedad de su tío. Me impresionó comprobar cómo puede caer sobre una familia entera la sombra del infortunio y que no se disipe aunque pasen los años y siga acosando a todos sus miembros de un modo incesante, casi como un castigo mitológico.

Y pues nombro a la familia regresaré al poema Clemencia que reproduje en la entrada anterior y justifica este largo comentario. Imaginen entonces al padre anciano abatido por un suceso tan inesperado como angustioso. Imaginen a un hombre honrado, uno de cuyos mayores logros en la vida había sido lograr que el hijo de un gitano vendedor ambulante pudiera estudiar y llegar a ser profesor universitario, el primero en España como ya dije, que se ve de pronto abrumado por un suceso que le resulta incomprensible, que destruye violenta y arbitrariamente tantos años de trabajo y esmero, que en la figura humillada de su hijo ve el ataque a una familia entera y a unos apellidos tan fatigosamente dignificados. Y así lo recuerda poéticamente su hijo cuando luego escribe su libro Experiencia y juicio, pidiendo a quienes conoce que le expliquen el sentido de toda aquella ignominia, implorando clemencia arrodillado en la iglesia, escuchando incrédulo que peor suerte hubiera corrido su familia de haber vivido en otros tiempos. Una vez más, he aquí la literatura como un modo de exorcismo y alivio.

Ése es el significado profundo del poema con el que abría estas entradas. En sus versos está la huella dolorosa de una experiencia infortunada y de un juicio inicuo. Y como me gustaría que la reivindicación que he hecho sirviera a la vez para extender el conocimiento de la labor literaria y artística de José Heredia Maya, aquí y aquí y aquí pueden saber algo más del amigo que acaba de fallecer.

18 de enero de 2010

Memoria y reivindicación

Hace unos meses hablé aquí de un amigo, un poeta, José Heredia Maya. Lo hice con motivo de un hecho circunstancial, la candidatura al Premio Internacional de Poesía Federico García Lorca, pero en realidad era un acto personal de reconocimiento. Ya insinué entonces que una enfermedad degenerativa lo estaba consumiendo y estaba perdiendo progresivamente sus capacidades intelectuales y físicas. El domingo fue incinerado.

Si hoy reproduzco otro de sus poemas no es únicamente como un homenaje póstumo sino como una pública reivindicación de su nombre, como una denuncia de la facilidad con que se quiebra una reputación lograda con tanto esfuerzo si uno lleva los apellidos que lleva y la sociedad actúa con los prejuicios de los que hace gala habitualmente. Lo haré como un comentario al texto, una aportación a la mejor comprensión de los significados ocultos en los poemas.


CLEMENCIA

En el nombre del padre, que hace tiempo
es bisabuelo y cuida de los niños
mejor que las hermanas, en el nombre
del padre bisabuelo y sus hermanos
lentos, reumáticos, ancianos lúcidos,
ya sabes, en el nombre de tu padre
y de su abuelo, todos juntos, llaman
al recuerdo -la abuela y sus sobrinas
vigilan; mientras hilan disimulan-
convocan al espíritu, al oráculo
recurren y consultan, porque puede
con los suyos cebarse el infortunio.

(Homero que era ciego percibía
el infortunio y lo cantaba en lengua
heroica más que clásica. Su verbo
tiene tonos de música divina
con que salvar los siglos que vendrán,
seguramente...)


Y el padre que lo sabe se previene,
pregunta por las calles y pregunta
también por las esquinas, por los muertos
de ese día, pregunta por el hombre
vestido de paisano que dirige
el tráfico en Europa.
Todos dicen:
"Total, en otras épocas hubieras
subido al potro del Oficio Santo.
¡No sé de qué te quejas!"
Incomprensible para el padre
ese matiz tan temporal y estricto
de la respuesta, sigue arrodillado
y fervoroso ante el altar, pidiendo.


El poema es el lamento de un inocente. Cuando José Heredia lo escribe ha pasado algún tiempo desde que fuera acusado, encarcelado y condenado de un modo absolutamente arbitrario por un delito que no había cometido. Es preciso recordar la historia.

Una madrugada suena el teléfono en su hogar. Quien llama es un vecino y amigo, un conocido coleccionista de arte y antigüedades. Con voz alterada le dice que hay en la puerta de su casa un par de chorizos, ladrones conocidos en el barrio, tratando de venderle el producto de un robo que acaban de realizar. Habían acudido a él pensando que las obras de arte sustraídas de un cercano edificio municipal quizá pudieran interesarle. El amigo y vecino se da cuenta del enorme valor artístico de las obras robadas y trata de convencerlos de que las dejen allí y se eviten problemas. Los ladrones no aceptan si no es a cambio de algún dinero. En caso contrario se largarían a venderlas a otro sitio. Es de madrugada y es preciso tomar una decisión rápida. Pero el
vecino amigo de José Heredia no tiene el dinero que finalmente están dispuestos a aceptar los ladrones, de modo que se le ocurre llamarlo en mitad de la noche para contarle la situación y preguntarle si dispone de alguna cantidad de dinero para tratar de solucionar tan complicado asunto. No lo tiene, claro. El tiempo apremia, los chorizos se impacientan y las obras de arte pueden esfumarse.

Convencido por su vecino de la necesidad de evitar que desaparezcan las obras, medio adormilado y movido por el deseo de salvar el patrimonio artístico de la ciudad de Granada, José Heredia se viste, sale de su casa y en el cajero más cercano a su domicilio extrae la cantidad que falta para pagar a los chorizos y la entrega al vecino solicitante. Los chorizos se largan dejando allí las obras robadas. Con la seguridad de haber actuado en beneficio de su ciudad y la confianza de que aquel dinero adelantado le sería devuelto por el municipio, regresa a su casa tras un breve e inevitable comentario con su vecino sobre tan sorprendente suceso.

Al día siguiente, el vecino llama temprano a la policía para informar de lo sucedido. Unos policías se presentan en su casa, toman nota de los detalles, avisan al ayuntamiento del robo y agradecen al vecino su actuación. Se marchan.

Todo habría quedado en una anécdota, en un suceso chusco, incluso chistoso, si las cosas hubieran transcurrido por los cauces de la normalidad y de la sensatez. Pero no fue así. Las cosas se torcieron. Una vez confirmada por los responsables del ayuntamiento la integridad de lo robado y retornadas las piezas a su lugar primigenio comienza uno de esos episodios oscuros y demoledores que tan a menudo se abaten sobre las personas y las destruye y que la literatura tan bien ha retratado. Si hubiéramos de usar un término literario para calificar lo que se avecinaba nada mejor que recordar la novela El proceso y catalogar como kafkiano lo que ocurrió a continuación.

Dije que es muy fácil destruir en un instante una reputación lograda esforzadamente a lo largo de una vida si se alían en su contra el ansia desmesurada de notoriedad de un juez, el afán sensacionalista de los periodistas, los prejuicios raciales, la voracidad social de escándalos y espectáculos, la burocracia temible de los tribunales de justicia. Y así ocurrió. Piensen, para entender mejor el drama, que estamos hablando de un gitano, el primero que había logrado ser profesor de universidad, que había escrito libros de poemas que en su día sorprendieron por su temática y su originalidad, que había estrenado obras de teatro que habían abierto inéditas posibilidades expresivas al flamenco y cuya estela todavía es perceptible, que había sido un adelantado en la fusión entre el flamenco y la música árabe... En fin, una persona cuyo prestigio social era bien notorio y aceptado. Pero, ay, ésa fue también su traba. Ése fue el origen de un infortunio del que, creo no equivocarme, no se repuso jamás.

(Pero permítanme, para no hacer muy fatigosa la lectura, que interrumpa aquí el relato y lo finalice mañana a fin de que la entrada no sea en exceso larga. Disculpen)

16 de enero de 2010

Amantes

Comprobaba el jueves una vez más que a la mayoría de los alumnos que llegan a la universidad les encajaría bien la etiqueta de 'frustrados aprendices de filólogos'. Hablábamos de poesía y trataba de hacerles ver la necesidad de incorporarla tempranamente a las experiencias sensitivas de los niños, de hacérsela amable cuando aún no han sufrido los estragos del academicismo o los rigores de la pedagogía. Es decir, amistarlos cuando la poesía aún no es verso, estructura o retórica sino música, juego o ensoñación. Y, como siempre, quise comprobar quiénes de los presentes, después de quince o más años de escolaridad, habían desarrollado un mínimo sentimiento de aprecio y gusto por la poesía (me conformo en realidad con saber quienes al menos no han alimentado fobia o desdén hacia ella). Y, como siempre, sólo una minoría de alumnos se manifestó lector de poemas.

Cuando eso sucede, y siempre sucede, me preocupo por hacerles ver lo que no han sabido o no han podido ganar, lo que aún pueden recobrar. Y, sobre todo, me interesa hacerles reflexionar sobre las causas de ese fracaso. La fórmula es muy sencilla. Les pido que quienes lo deseen traigan a clase un poema que por alguna razón les parezca extraordinario y que lo lean ante sus compañeros y traten de explicar por qué consideran que los conmovió hasta hacerlo inolvidable. Tengo comprobado que esos simples actos de lectura y explicación constituyen, incluso para los alumnos más escépticos, una intensa lección literaria. Sobre todo, porque procede de uno de sus pares, de alguien que se sienta a su lado y con quien apenas han intercambiado un saludo. Y los porqués tienen más valor, o más bien un distinto valor, que los que podamos ofrecer los profesores: porque me hizo pensar en algo a lo que nunca había prestado atención, porque me reconozco en lo que el poeta dice, porque me recuerda a una persona querida, porque expresa sentimientos que yo tengo, porque habla de cosas que me importan, porque me ayudó en un momento de confusión y tristeza... Son razones elementales, sinceras, convincentes. Los silencios que provocan sus palabras indican la hondura del mensaje.

"Eso, y no otra cosa, es la poesía", suelo decirles. "¿Por qué entonces la rechazáis o la ignoráis?".

Las explicaciones, por repetidas, resultan desesperantes. Diré simplemente que la mayoría de los alumnos alberga el convencimiento de que la poesía es un artefacto literario creado para aprender a analizar, detectar, comparar, diseccionar, contar, etcétera. ¿Cómo es posible esto? La mejor respuesta, una metáfora irónica y certera, la escuché una vez en boca del gran poeta José Hierro: eso sucede porque a los alumnos se les enseña a actuar como ginecólogos antes que como amantes. Estoy de acuerdo.

Suelo concluir entonces que lo único importante, lo realmente provechoso, es exponer a los niños a la poesía desde muy temprano y que en las aulas tengan cientos de oportunidades de encontrarse con ella como se encuentran con la nieve o una caracola. Para asombrarse, divertirse, guardar. Exponerse a la poesía significa acercarse a un poema con la atención de un naturalista no con las herramientas de un taxidermista.

Como conclusión, les entrego el breve y sutil relato de Mario Benedetti titulado Lingüistas, con la esperanza de que lo recuerden cuando les toque a ellos enfrentarse a sus propios alumnos.

Tras la cerrada ovación que puso término a la sesión plenaria del Congreso Internacional de Lingüística y Afines, la hermosa taquígrafa recogió sus lápices y papeles y se dirigió hacia la salida abriéndose paso entre un centenar de lingüistas, filólogos, semiólogos, críticos estructuralistas y desconstruccionistas, todos los cuales siguieron su garboso desplazamiento con una admiración rayana en la glosemática.

De pronto las diversas acuñaciones cerebrales adquirieron vigencia fónica:

- ¡Qué sintagma!
- ¡Qué polisemia!
- ¡Qué significante!
- ¡Qué diacronía!
- ¡Qué
exemplar ceterorum!
- ¡Qué
Zungenspitze!
- ¡Qué morfema!

La hermosa taquígrafa desfiló impertérrita y adusta entre aquella selva de fonemas.

Sólo se la vio sonreír, halagada y tal vez vulnerable, cuando el joven ordenanza, antes de abrirle la puerta, murmuró en su oído: "Cosita linda".

10 de enero de 2010

Desde mi ventana, la nieve

Desde hace unas horas nieva en mi ciudad. Todo lo que observo a mi alrededor está cubierto ahora por una mano blanca. Miro y miro en silencio caer los copos de nieve. La literatura me viene a la memoria sin poder evitarlo.


Estos kaikus me gustan:

Ikutabi mo
/ Muchas veces
Yuki no fukasa o / he preguntado
Tazune keri / por el espesor de la nieve.

MASAOKA SHIKI

Yuki wa shizuka-ni / Nieva abundantemente.
Yutaka-ni hageshi / Todo es silencio
Kabane-shitsu / como en la habitación del muerto.

ISHIDA HAKYOO

Yuki tokete / Con la nieve que se derrite
mura ippai no / está el pueblo rebosante
kodomo kana / ...de niños.

KOBAYASHI ISSA

En el libro La nieve blanca, del poeta José Carlos Rosales, hay poemas muy hermosos que parecen escritos para esta tarde.

UN RINCÓN DE LA CALLE
La nieve es pobre y nadie lo percibe.
Siempre en el suelo, amontonada a veces
en el rincón más sucio de la calle.

LA NOSTALGIA
La nieve cubre sin borrar la forma,
alivia las aristas, salvaguarda
el calor, la nostalgia.

TARDE DE AVENTURAS
Sobre la mesa un libro de aventuras
que ha llenado la tarde de espejismos,
sombras en las paredes ya borrosas
de un domingo que acaba sin ninguna
sorpresa, en la butaca los periódicos
arrugados o rotos. Alguien mira
por la ventana un mundo inexplicable
al que nunca se cansa de aguardar,
y se sorprende al ver cómo la nieve
se ha atrevido a caer, tan sigilosa.

LA NIEVE BLANCA
¿Esta nieve es la misma de otras veces?
La que cayó cubriendo el jardín que hoy no existe.
La que estaba aquel día sobre el balcón, inmóvil.
La que vino en un frasco y luego se hizo agua.
O aquella que borraba los perfiles
de la ciudad sombría.

Aquella nieve blanca no es la misma de hoy.

Del relato Nieve, de Maxence Fermine, recupero este capítulo:

La nieve es un poema. Un poema de resplandeciente blancura.
En enero cubre la mitad norte de Japón.
Allí donde vivía Yuko, la nieve era la poesía del invierno.

Contrariando los deseos de su padre, Yuko abrazó la carrera de poeta los primeros días de enero de 1885. Decidió no escribir sino para ensalzar la belleza de la nieve. Había hallado su camino. Sabía que nunca se cansaría de aquella vida deslumbrante.

Los días de nieve tomó la costumbre de salir muy temprano de casa y caminar hacia la montaña. siempre iba al mismo lugar a escribir sus poemas. Se sentaba bajo un árbol con las piernas cruzadas y permanecía allí largas horas eligiendo en su retiro las diecisiete sílabas más hermosas del mundo. Luego, cuando sentía que por fin dominaba el poema, lo escribía en un papel de seda.
Cada día un nuevo poema, una nueva inspiración, un nuevo pergamino. Cada día un paisaje distinto, una luz diferente. Pero siempre el haiku y la nieve. Hasta el anochecer.
Regresaba siempre para la ceremonia del té.

4 de enero de 2010

Para empezar, Camus

Si un aniversario, aunque sea luctuoso, sirve para hablar de alguien que merece admiración, sea bienvenido. A menudo, las conmemoraciones son pretextos para el homenaje. Recordar la muerte puede ser una forma de celebrar la vida. Es por eso que no tengo reparos en sumarme al recuerdo de que tal día como hoy, hace cincuenta años, moría en un accidente de tráfico un escritor al que profeso una antigua e incólume admiración: Albert Camus. No actúo por obligación, sino por devoción.

Quería comenzar este año con su nombre y su ejemplo. Me parece que invocar su nombre en tiempos tan mezquinos como los presentes es una expresión de esperanza. Cuando la corrupción se extiende por la sociedad como una metástasis imparable, cuando la estupidez parece tan invencible como dañina, cuando la desvergüenza y la maldad se premian, cuando la conciencia humanista es objeto permanente de burla, cuando la incoherencia, la desorientación y la insignificancia dominan el pensamiento político... no viene mal volver a leer a Camus y servirse de sus palabras si no para la acción sí al menos para el consuelo. Su actitud beligerante contra todo tipo de dogmatismo, su denuncia constante de cualquier clase de tiranía, su defensa sin excepciones de una libertad universal y única, su búsqueda incansable de la verdad, su fraternidad con los que sufren, su rechazo al poder y sus perversiones, su militancia a favor de la piedad, la nobleza, la comprensión, la modestia... lo hacen ejemplar todavía.

Cuánto ganaríamos leyendo o releyendo El extranjero o La peste o Calígula o El estado de sitio o cualquiera de sus libros de ensayos o sus artículos periodísticos o sus diarios de trabajo. Debo reconocer sin embargo mi predilección por dos obras en especial: Los justos y El primer hombre.

De la primera me atrae fundamentalmente el dilema ético que plantea: ¿la defensa de la Idea o la Revolución, sea cual sea, lo justifica todo, justifica cualquier medio para alcanzarla, incluida la muerte de los inocentes? ¿Está justificado el asesinato en nombre de un ideal, por justo que sea? El argumento, ya lo saben, gira en torno a la negativa del joven revolucionario ruso Ivan Kaliayev a arrojar la bomba destinada al Gran Duque Sergei al descubrir que el día señalado van también en la calesa sus dos sobrinos. La inesperada presencia de los niños lo paraliza y se abstiene de cumplir su misión. He aquí un fragmento de esa provocadora obra de teatro.

KALIAYEV
Los hombres no sólo viven de justicia.


STEPAN
Cuando les roban el pan, ¿de qué vivirían, sino de justicia?

KALIAYEV
De justicia y de inocencia.

STEPAN
¿Inocencia? Quizá la conozca. Pero he decidido ignorarla y hacer que la ignoren miles de hombres para que un día tenga un sentido mayor.

KALIAYEV

Hay que estar muy seguro de que ha de llegar ese día para negar todo lo que hace que un hombre consienta en vivir.

STEPAN
Yo estoy seguro.

KALIAYEV
No puedes estarlo. Para saber quién de los dos tiene razón, si tú o yo, tal vez se necesite el sacrificio de tres generaciones, varias guerras, revoluciones terribles. Cuando esa lluvia de sangre se haya secado sobre la tierra, hará mucho tiempo que tú y yo estaremos convertidos en polvo.

STEPAN
Otros vendrán entonces, y yo los saludo como a hermanos míos.

KALIAYEV (
Gritando.)
Otros... ¡Sí! Pero yo amo a los que viven hoy en la misma tierra que yo, y es a ellos a quienes saludo. Es por ellos por los que lucho y admito morir. Mientras que por una ciudad lejana, de la que no estoy seguro, no iré a golpear el rostro de mis hermanos. No aumentaré la injusticia viva con una justicia muerta. (Más bajo, pero con firmeza.) Hermanos, quiero hablaros francamente y deciros por lo menos lo que podría decir el más simple de nuestros campesinos: matar niños es contrario al honor. Y si un día, estando yo vivo, la revolución llegara a separarse del honor, me apartaría de ella. Si lo decidís, ahora mismo iré a la salida del teatro, pero para arrojarme bajo los caballos.

Kaliayev ama la vida, cree en la inocencia, la belleza y la alegría. Y por eso se ha hecho revolucionario. Y en nombre de esos anhelos ha decidido matar. Matar a los déspotas para dar una oportunidad a la vida. "Aceptamos ser criminales para que la tierra se cubra por fin de inocentes". Pero la visión de los niños detiene su acción, porque no quiere que con su bomba mueran precisamente los inocentes. No es ése, sin embargo, el criterio de Stepan, para quien ese escrúpulo es signo de debilidad y falta de fe revolucionaria. Y es ahí donde la voz de Kaliayev/Camus se alza: "Pero detrás de lo que dices veo anunciarse un despotismo que, si alguna vez logra instalarse, hará de mí un asesino, cuando yo trato de ser un justiciero". Para Stepan, por el contrario,
lo prioritario es hacer justicia aunque sea por medio de asesinos. Pero como más adelante afirma con total cinismo Skuratov, director del departamento de policía, "se empieza por querer la justicia y se termina organizando la policía". ¿No les resultan familiares esas controversias? Estoy seguro de que cada uno de ustedes podría ponerle rostro contemporáneo a esos personajes o fijar un escenario reconocible a esos diálogos, aunque vivan en países distintos o tengan distintas edades. Las palabras de Camus nos siguen interpelando sin descanso.

De la segunda obra, su inconclusa novela póstuma, El primer hombre, que es una evocación sentimental y agradecida del espacio primigenio, de las calles donde nació y vivió sus primeros años, me subyuga su humanidad y su emoción. La novela relata, de modo fabulado, su infancia argelina, la evocación del padre que nunca llegó a conocer, pero es, sobre todo, un homenaje a su madre, a la que tanto amaba y a la que tanto debía. Reiteraré aquí un texto que acompaña a la novela y que ya he utilizado en alguna otra ocasión, pues me sigue conmoviendo de un modo especial. Es la carta que envía a su maestro de primaria, del que traza un perfil verdaderamente noble en la novela, justo al acabar los fastos de la recepción del Premio Nobel de Literatura en 1957.

Querido señor Germain:
Esperé a que se apagara un poco el ruido que me ha rodeado todos estos días antes de hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza y su ejemplo, no hubiese sucedido nada de todo esto. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y de corroborarle que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso en ello continúan siempre vivos en uno de sus pequeños escolares, que, pese a los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido.
Lo abrazo con todas mis fuerzas.
Albert Camus


La madre y el maestro: he ahí las dos alas que le permitieron alcanzar tan elevadas cimas, he ahí las dos referencias que le hicieron creer en la dignidad de los hombres por encima de todo.

Albert Camus es un escritor admirable.

Si sienten curiosidad por las palabras que pronunció en la cena oficial con motivo de la entrega del Premio Nobel de Literatura pueden hacerlo en este enlace. Su discurso está en francés y en inglés. Me parecía, pues, que para inaugurar las entradas de este año nada mejor que invocar a alguien que escribió en sus diarios, tal vez herido por las palabras despectivas de algunos de sus compañeros de generación, lo siguiente:

Los que escriben oscuramente tienen mucha suerte: tendrán comentaristas. Los otros sólo tendrán lectores, lo que, al parecer, es cosa despreciable.