29 de julio de 2008

Lugares para leer III

"Pasar un libro clandestinamente en la prisión era relativamente fácil, teníamos modos para hacerlo. Lo difícil era mantenerlo entre nosotros, meses, años, expuesto a los registros regulares o imprevistos de los guardianes. Para camuflar el Canto General de Neruda, por ejemplo, buscamos en la biblioteca de la cárcel un libro del tamaño exacto al que queríamos proteger. Mota, un gran artesano, librero de profesión, era quien dirigía la operación de camuflaje. Desencuadernaba los dos libros y construía uno solo, procurando que las tapas y las primeras hojas, donde iba el sello de "autorizado" y la firma del capellán de la prisión, fueran al comienzo.
Después iba colocando las páginas del libro clandestino para hacerlo "legal" frente a los cacheos. Y así el Canto General, bajo las tapas protectoras de un libro de versificación y poemas religiosos, pasó de mano en mano, como un pan necesario, encendiendo nuestra voluntad con sus versos maravillosos. Así teníamos nuestros libros camuflados.
[...] Los libros de María Teresa y de Alberti, que acabábamos de recibir en la prisión, después de camuflarlos, como hicimos con el Canto General de Neruda, circularon entre nosotros y se realizaron lecturas colectivas de sus poemas, explicando a la vez el gran papel que ambos jugaron durante nuestra guerra y especialmente en la salvación del Patrimonio Artístico Nacional."

Marcos Ana, Decidme cómo es un árbol.


He seleccionado este fragmento por dos razones. La primera, de acuerdo con el sentido general de estas entradas, para mostrar las dispares situaciones en las que tiene lugar la lectura, la voluntad irreductible de quienes sienten la necesidad de practicarla porque en ello les va la vida. El testimonio de Marcos Ana, que es el seudónimo literario (y ya casi su nombre) de Fernando Macarro Castillo, y que él ideó uniendo los nombres propios de sus padres, pertenece a un período sombrío de la historia de España. Lo que relata ocurre en la malhadada prisión de Burgos en los años cuarenta del siglo XX, pero ese episodio atestigua algo corriente aún en nuestros días y en cientos de lugares del planeta. La censura y la cárcel siguen siendo la respuestas despiadadas de muchos gobiernos al ansia de democracia y libertad pública de expresión de los ciudadanos. Los prisioneros políticos de la dictadura franquista, como los de cualquier tiranía antigua o contemporánea, consideraban la lectura un gesto de rebeldía, una afirmación de dignidad personal. Leer en el interior de una celda un poema o un ensayo filosófico o una novela constituía un modo sigiloso de evasión, de convencimiento de que la mente, pese a todo, seguía libre.

Y hay un segundo motivo para la elección. Y es de índole estrictamente sentimental. Hay personas, unas más reconocidas, otras más anónimas, sin cuyo comportamiento ejemplar sería imposible entender la historia de la democracia en España. Marcos Ana, que ingresó en las cárceles franquistas con 19 años y las abandonó 23 años después, es uno de esos individuos sobre cuyo sufrimiento descansa nuestra concordia actual.
Uno los admira y se siente agradecido. Les debe un reconocimiento que no siempre es posible manifestarlo públicamente. Con la selección de ese fragmento y la mención de su nombre creo estar haciendo un homenaje personal y también un modesto ejercicio de memoria histórica.

27 de julio de 2008

La fragilidad del silencio

Igual que hoy, algunas de las entradas de este blog están redactadas mientras en la calle, a escasos metros de la ventana de la habitación en la que escribo, se consuma una algarabía de obscenidades, insultos, comentarios vejatorios sobre las mujeres... protagonizada por un grupo de jóvenes y adolescentes cuyo principal afán es levantar la voz por encima del compañero y proferir una grosería de mayor calibre que la emitida antes por el interlocutor. Apenas comparecen chicas y cuando lo hacen se limitan a soportar, o quizá a compartir, esos feroces rituales masculinos. Supongo que los instintos se imponen en esos casos al raciocinio.

Sus voces traspasan los cristales y me acompañan en estos menesteres. Y no se piense que describo una escena de fracasados sociales (algunos de los comparecientes llegan en coches de marcas nada proletarias) ni de marginalidad inculta (en no pocas ocasiones algunos de los asiduos se personan con sus mochilas escolares al hombro). Tampoco de una rebeldía oral contra el orden lingüístico establecido. Lo que sucede a mi lado es, simplemente, la expresión de un usual y consentido modo de relación colectiva. ¿Por qué en un país tan gritón y faltón como el nuestro habrían de crecer adolescentes apacibles y corteses? ¿Por qué considerar procaces esas conversaciones cuando tantos programas radiofónicos hacen de los improperios un arte y tantos programas televisivos basan su éxito en la impudicia y el escarnio? ¿Por qué exigirles a estos jóvenes lo que sus mayores no practican ni, acaso, valoran? Es, sin embargo, esa normalidad lo que me descorazona.

Si en cualquier circunstancia resulta penoso comprobar el grado de agresividad verbal, y a menudo física, que pueden exhibir los seres humanos, lo es aún más si eso ocurre mientras uno trata de hilvanar alguna reflexión en torno a los libros, las palabras, las emociones. Me asalta entonces la sensación de que hay algo que me distancia de ese grupo que vocifera al otro lado del muro y que nada tiene que ver con la edad, la condición social o la experiencia. Es algo más sutil, más complejo. Lo que hace que me sienta desanimado es el cuestionamiento que sus gritos hacen del modo que siempre he considerado mejor para construir el propio pensamiento, y que no es otro que la relación sosegada e intensa con las palabras, uno de cuyos más sencillos recursos es la lectura. Leer pide ensimismamiento, cavilar a solas, abrirse sin temor a las palabras de otro. Miro entonces a mi alrededor y acepto la fragilidad de mi silencio frente a la fortaleza de sus voces. Y pienso
, no sin pesadumbre, que el universo de narraciones, versos, pensamientos, confesiones, crónicas, averiguaciones... que se alinea ante mis ojos les será para siempre ajeno. Algo que, con toda probabilidad, no considerarían una contrariedad, sino un alivio. Sus ruidos invaden irremediablemente mi habitación, pero es casi seguro que los conocimientos acumulados en esos libros no afectarán a sus vidas. Y eso me desalienta.

Mi desazón es inseparable de mi condición de profesor, pues lo que percibo es la señal de un fracaso. No me importa reconocer que aún considero la enseñanza como un medio de perfección humana y que, por lo tanto, me siento frustrado cuando compruebo que después de varios lustros de escolaridad el lenguaje de esos jóvenes sigue siendo profundamente banal y soez. ¿Tiene sentido entonces seguir empleando el tiempo en estas meditaciones librescas y literarias? Quiero pensar que sí, pese a todo. Lejos de abatirme, lejos de ignorarlas, esas voces deprimentes anclan
mis pensamientos en la realidad y me reafirman en la convicción de que no es baldía la contienda, que es necesario, sin complacencias ni falsos apostolados, seguir proclamando que la lectura puede quebrar la inclinación natural a la brutalidad, que puede al menos poner almíbar en algunos ojos, en algunos oídos, en algunas bocas.

25 de julio de 2008

El teatro de los lectores

Para entender bien el lugar del que hablo es preciso pensar en alguno de los bellos teatros decimonónicos que aún perduran en España: el Infanta Isabel de Madrid, el Arriaga de Bilbao, el Cervantes de Málaga, el Isabel la Católica de Granada, el Principal de Barcelona, el Campoamor de Oviedo... Hay que situarse imaginariamente en el escenario de cualquiera de ellos y mirar hacia el iluminado patio de butacas, los palcos, la platea, el anfiteatro, el paraíso (si lo tuviera). A continuación es necesario pensar ese espacio completamente vacío, sin artefactos de ninguna clase. Y por último, y quizá en un más difícil ejercicio de imaginación, deben proyectarse sobre esa limpia oquedad largas estanterías de libros hasta colmarla completamente.

El resultado es la librería El Ateneo Grand Splendid de Buenos Aires.

En efecto, lo que desde 1919 fue el teatro Grand Splendid, promovido por el emigrante austriaco Max Glucksman, y que a lo largo del siglo XX acogió representaciones teatrales y de ballets, proyecciones cinematográficas, conciertos de tango y espectáculos musicales, es desde el año 2000 una librería. La arquitectura y la decoración primigenias han sido respetadas escrupulosamente -los palcos, las pinturas de la cúpula, las barandillas, las estriadas columnas, las molduras doradas...-, por lo que la primera impresión de cualquier lector es la de que ingresa en un teatro, sólo que en vez de butacas se encuentra con anaqueles y mostradores y sillones para leer. Porque esa librería, además de vender libros, actúa también como biblioteca. Nada impide que un lector se allegue a ella, escoja el libro apetecido o encontrado al azar y se siente a leerlo hasta acabarlo. Y nadie lo mirará sospechosamente si apila un montón de libros para pasar la tarde. Los palcos hacen el papel de reservados gabinetes de lectura, pero cualquier rincón o pasillo cumplen adecuadamente esa función.

El escenario, que permanece parcialmente oculto por el telón original, ha sido convertido en una cafetería. La antigua simbiosis entre café y lectura adquiere allí su más natural expresión. Es un espacio también para las tertulias o la presentación de libros. Todas las tardes hay además música en directo: un pianista, solo o acompañado por un flautista, pone banda sonora a la lectura tranquila o la conversación civilizada. Desde esa apacible atalaya se divisa un enjambre de lectores ocupados en lo que más les gusta: deambular entre estanterías, ojear libros, detenerse a leer. Parece entonces que se han invertido las tornas, que el espectáculo se desarrolla en el patio de butacas y la acción la protagonizan anónimos lectores que llegan solos o en compañía, recorren las distintas secciones, abren y cierran libros, se ensimisman en ellos, se sientan un momento en una silla, van en busca de otros libros, levantan la vista, piensan, abandonan el lugar. Es un movimiento continuo, improvisado y siempre cambiante que desde el escenario adquiere el sentido de una danza, de una vital representación teatral, pues allí se manifiestan día tras día todos los sueños, todas las expectativas, todos los descubrimientos que los libros son capaces de concitar y satisfacer.

9 de julio de 2008

Poesía y lectura III

Años después descubrimos que aquellas lecturas que entonces parecían leves e intrascendentes han permanecido en la memoria como un hito, como la señal de un tiempo en que crecer significaba soñar. El poema de Aurora Luque es un homenaje a los libros que cumplen la delicada tarea de entretener y alentar la lenta vida de la infancia, y más exactamente al territorio donde los Cinco, esos personajes que excitaron tantas tardes de sopor y aburrimiento veraniego, aprendieron los códigos de la amistad y el valor: la isla de Kirrin. Es un aviso para quienes aún esbozan una media sonrisa ante los libros de aventuras, los libros baratos, los libros menores.


LA ISLA DE KIRRIN

Los leías despues del viaje a la ciudad
sobre la cama, en junio o en julio sobre todo,
echada la persiana que dejaba filtrar
olor de albaricoques y pintura caliente
y una luz laminada verde oscura
sobre las bicicletas y los páramos,
las mochilas, las granjas,
el desayuno inglés, la isla de Jorgina:
historia fabulosa de una infancia
a punto de perderse. Porque una vez leídas
todas las aventuras de los Cinco
supuse que tenía que crecer.
¿De qué sirve ser niño, si luego en vacaciones
ningún bote te lleva a la isla de Kirrin?
Tal vez ya sospechaba que los libros
podían ser reloj o calendario
exacto y enigmático del cuerpo.

Aurora Luque. Problemas de doblaje

4 de julio de 2008

Contra el terror

Es tan infrecuente que la literatura afronte la infamia del terrorismo de un modo comprometido, sin aspavientos ni imposturas, que cuando uno lee textos que demuestran esa determinación siente deseos de compartirlo. Me gustaría, en ese sentido, hacerles partícipes de un poema y un libro de relatos.

El poema es de Wislawa Szymborska y está publicado en su libro El gran número. Es un alegato universal contra el terror, un retrato de la precariedad de la vida cuando el fanatismo político o religioso decide hablar con la muerte. Lo reproduzco a continuación.

UN TERRORISTA: ÉL OBSERVA

La bomba explotará en el bar a las trece veinte.
Ahora apenas son las trece y dieciséis.
Algunos todavía tendrán tiempo de salir.
Otros de entrar.

El terrorista ya se ha situado al otro lado de la calle.
Esa distancia lo protege de cualquier mal
y se ve como en el cine:

Una mujer con una cazadora amarilla: ella entra.
Un hombre con unas gafas oscuras: él sale.
Unos chicos con vaqueros: ellos están hablando.
Trece diecisiete y cuatro segundos.
Ese más bajo tiene suerte y sube a una moto,
y ese más alto entra.

Trece diecisiete y cuarenta segundos.
Una niña: ella va andando con una cinta verde en el pelo.
Sólo que de repente ese autobús la tapa.

Trece dieciocho.
Ya no está la niña.
Habrá sido tan tonta como para entrar, o no,
eso ya se verá cuando vayan sacando.

Trece diecinueve.
Y ahora como que no entra nadie.
En vez de entrar aún hay un gordo calvo que sale.
Pero parece que busca algo en sus bolsillos y
a las trece veinte menos diez segundos
vuelve a buscar sus miserables guantes.

Son las trece veinte.
Qué lento pasa el tiempo.
Parece que ya.
Todavía no.
Sí, ahora.
Una bomba: la bomba explota.


El libro es de Fernando Aramburu y se titula Los peces de la amargura. Habla de las víctimas del terrorismo de ETA. Y aunque los relatos son muy desiguales (es muy difícil mantener la intensidad dramática y la calidad literaria en cada uno de ellos), todos mantienen la emoción y el aliento que requieren los dramas que narra. Es un libro valiente no sólo por hablar de lo que habla, sino por querer dejar testimonio literario de esa ignominia. Textos así otorgan a la literatura su pleno sentido.