31 de julio de 2009

Voces primordiales 2

Aún faltan muchos años para que ese joven emigrante indio en la isla de Trinidad comience a publicar sus primeras novelas y muchos más para que le sea concedido el Premio Nobel de Literatura. Entonces es tan sólo un joven oriundo de la India llamado Vidiadhar Surajprasad Naipaul, que vive a la par en dos mundos bien diferentes, en dos lenguas, en dos culturas: el de su casa y el del colegio. Los libros trazan caminos inesperados y a veces contrapuestos entre uno y otro. La figura del padre resulta ahí determinante. Al cabo de los años seguirá recordando la deuda con la voz paternal.

El testimonio que hoy les ofrezco procede del libro Leer y escribir. Una versión personal, de V. S. Naipaul.

"Sin embargo, ya había empezado a hacerme mi propia idea de lo que significa escribir. Era una idea mía, curiosamente ennoblecedora, sin nada que ver con el colegio ni con nuestro clan familiar hindú. Esa idea de escribir -que me despertaría la ambición de ser escritor- se cimentó en las cositas que me leía mi padre de vez en cuando.

Mi padre era autodidacto, y se hizo periodista por sus propios medios, leía a su manera. Por entonces tenía treinta y pocos años, y aún estaba aprendiendo. Leía muchos libros a la vez, sin terminar ninguno, y no le interesaban ni el relato ni la trama, sino las cualidades especiales o el carácter del escritor. Eso era lo que le gustaba, y solo disfrutaba de los escritores en pequeños arranques. A veces me llamaba para que le oyera leer tres o cuatro páginas, raramente más, de un escritor que le agradaba especialmente. Leía y explicaba con ardor, y no me costaba trabajo que me gustara lo que le gustaba a él. De esta forma tan curiosa -teniendo en cuenta las circunstancias: la mezcla de razas en el colegio de una colonia, la introversión asiática en casa- empecé a construir mi propia antología de la literatura inglesa.

Estos eran algunos fragmentos de tal antología antes de que cumpliera los doce años: varios parlamentos de Julio César; páginas sueltas de los primeros capítulos de Oliver Twist, Nicholas Nickleby y David Copperfield; la leyenda de Perseo de Los héroes, de Charles Kingsley; unas cuantas páginas de El molino junto al Floss; un cuento romántico de amores, fugas y muerte en malasia de Joseph Conrad; algo de los Cuentos de Shakespeare, de Lamb; relatos de O. Henry y Maupassant; un par de páginas cínicas sobre el Ganges y una fiesta religiosa de Jesting Pilate, de Aldous Huxley; otras cosas del mismo estilo de Hindoo Holiday, de J. R. Ackerley y unas cuantas páginas de Somerset Maugham.

Lo de Lamb y Kingsley debió de resultarme demasiado anticuado y enrevesado, pero por alguna razón -sin duda el entusiasmo de mi padre- fui capaz de simplificar todo lo que oía. En mi cabeza, todos los fragmentos (incluso los de Julio César) adquirían un aire de cuento de hadas, se transformaban en relatos de Andersen, remotos e intemporales, y no me costaba nada jugar mentalmente con ellos".

26 de julio de 2009

Voces primordiales

Quisiera ir ofreciendo en las próximas semanas algunos testimonios de escritores/lectores acerca de la influencia que sus padres tuvieron en sus deseos y gustos por la lectura. Me parecen oportunos en estos días en que el tiempo parece dilatarse, en que la proximidad se hace más íntima y duradera. Espero que les gusten y les haga pensar o quizá recordar.

El primero corresponde a la escritora española Soledad Puértolas y está incluido en su libro Con mi madre.

"Cuando, a los tres años, la enfermedad del tifus se apoderó de mí y también de mi madre, pasé un largo mes recluida con ella en uno de los cuartos de la casa de mi abuela, en Pamplona. Lo llamábamos el cuarto rojo, porque predominaba el color rojo; los muebles, unas sillas muy rectas y unos sillones de brazos y un sofá, todos muebles rectos y duros, estaban tapizados de terciopelo rojo con dibujos de flores, y las cortinas y la colcha de una cama turca eran de damasco rojo, igualmente floreado. Era un cuarto destinado a recibir las visitas -si bien yo no recuerdo ninguna- y en algún momento también albergó la mesa de despacho de mi tío Pedro, el único hijo que todavía vivía en casa de la abuela. Era un eterno opositor a notarías.

Pero es difícil determinar el tiempo que duró nuestra reclusión, y no estoy segura de que fuera un mes o dos o tres... El tiempo no se contaba de forma convencional, tenía un ritmo lentísimo. Aquel tiempo ocupa un bloque importante dentro de mis recuerdos y sé que mi vida no habría sido la misma si mi memoria no hubiera guardado en un lugar especial esa suma de días que conviví con mi madre, las dos enfermas, amenazadas de muerte, envueltas en el color rojo de aquel cuarto que fue, mientras duró la enfermedad, enteramente nuestro y un territorio casi prohibido para los otros habitantes de la casa.

Fue en ese cuarto rojo donde me contaron el cuento que me aprendí de memoria y que también marcó mi vida, porque, luego, vencida la enfermedad, cogí entre las manos el libro en el que se encontraba el relato y reconocí una a una todas las palabras. Fue así, de golpe, como aprendí a leer. Y, sobre todo, me quedé para siempre seducida por la vida que se contiene en los relatos, esa otra vida que te ayuda en la vida que tú, esa enferma de tres años, estás viviendo.

Esa enferma de tres años accedió, a través del cuento que le contaban día a día, y seguramente más de una vez en el mismo día, según me dijeron, a un mundo mágico en el que no son necesarias las reglas que rigen éste. Accedí a la invención, y, como eso ocurrió durante aquella larga enfermedad, la invención quedó para siempre ligada a una idea de refugio, de territorio prohibido para los otros y sagrado para mí. Y para mi madre. Por eso siempre he tenido la sensación de que ha sido mi madre la responsable de que la imaginación, la necesidad de escribir, se haya ido abriendo paso a lo largo de mi vida, día a día también, y haya llegado a ocupar el espacio que hoy ocupa y que casi no podría delimitar, tan ligado está a lo que es mi vida, a lo que soy.

¿De qué trataba aquel cuento?, ¿qué es lo que aún recuerdo de él?

De que la protagonista del cuento era una gallina no tengo la menor duda, una gallina petirroja, adjetivo cuyo verdadero significado desconocía, pero que para mí siempre tuvo un sentido de desdicha. La gallina petirroja era una pobre y desgraciada gallina a quien nadie quería. Imagino que si nadie me explicó lo que significaba el adjetivo de petirroja fue porque nunca lo pregunté, segura como estaba de mi interpretación.

Incorporada en la cama supletoria que pusieron para mí al lado de la cama turca que ocupaba mi madre una y otra vez pedía, exigía, con impertinente obstinación, que me leyeran el cuento. En alguna parte perdida de mi memoria se habrá quedado grabado si, como sostienen algunos neurólogos, todo lo que vivimos es archivado en el cerebro, si bien no todo aflora en los recuerdos.

[...]

Supongo que ese impulso permanece. Cuando estoy escribiendo un relato o una novela y me aproximo al final, estoy muy atenta a los más mínimos destellos de luz. eso es lo que me empuja a escribir. Esa luz fue lo que la gallina petirroja que me acompañó durante mi larga enfermedad encontró al final.

Pero yo tenía a mi lado, durante los largos días del tifus, otra luz más cálida y esencial, la que provenía de la cama de mi madre. Los hilos van y vienen, se entremezclan. En un relato y una novela puedes poner la palabra fin. En la vida, es la muerte quien escribe esa palabra. Pero, al escribir, puedes borrar la palabra fin. Sin necesidad de escribirla, ésta es la palabra que se queda flotando en el aire: CONTINUARÁ."

20 de julio de 2009

Madrugada de julio de 1969

"La ventana del comedor está justo enfrente de la lámpara encendida en la esquina de la calle del Pozo: cuando empujo la puerta hay un cuadrilátero de luz recortado sobre las baldosas, y se escucha el mecanismo del reloj de pared al que mi abuelo le dio cuerda antes de acostarse. La claridad que entra por la ventana es la de la bombilla de la esquina y también la de la Luna en la que ya se ha posado la nave Eagle. Sin dar la luz enciendo el televisor: hay primero una nebulosa de puntos grises, negros, blancos, cruzando la pantalla, como sucede a veces cuando se corta la emisión, un crepitar como de lija, de rumores estáticos. Quizás se ha perdido la imagen, o no han funcionado las cámaras del módulo lunar, o ha ocurrido alguna de las desgracias que imaginaban los científicos y los proveedores de augurios: una radiación solar cegadora ha fulminado a los astronautas nada más asomarse a la intemperie de la Luna, una lluvia de meteoritos ha acabado con ellos. Entonces el granizado de puntos grises, blancos y negros empieza a disiparse, o más bien parece que se condensa en imágenes muy borrosas, en sombras o espectros blancos que acaban cobrando la forma extraña y reconocible del módulo lunar: las patas metálicas, la escalera, la plataforma sobre la que se levanta el poliedro confuso con ángulos irregulares y brillos como de papel de plata en cuyo interior los astronautas quizás aguardan el momento preciso de abrir la escotilla, la orden de salida que ha de llegar desde la Tierra. Es un aparato no menos extraño que la esfera antigravitatoria de Wells o que la bala hueca y gigante de cañón de los viajeros de Julio Verne. Parece hecho de cualquier manera, con materiales demasiado livianos, para reducir el peso al máximo, una yuxtaposición de partes que no acaban de encajar entre sí, las patas largas de crustáceo o de arácnido, tan frágiles que parece que un aterrizaje brusco podría romperlas, el cuerpo poliédrico forrado de una lámina dorada de aluminio, la escalera metálica, las ventanillas triangulares. ¿Por qué triangulares, y no redondas, como ojos de buey? Voces nasales dicen excitadamente en inglés algo que no entiendo: voces metálicas de transmisiones de radio medio ahogadas por sonidos estáticos, por un fragor de lejanía que desciende luego a un murmullo y por fin se desvanece en silencio. No escucho nada ahora, y aunque giro la rueda del volumen las vagas imágenes y fulguraciones grises se deslizan en la pantalla acompañadas por ningún sonido. Un brazo metálico se extendió automáticamente cuando el módulo lunar se posó sobre el polvo y en su extremo estaba la cámara de televisión que transmite ahora mismo estas imágenes. Formas vagas, difíciles de discernir, las patas del módulo, la escalera, de un aire tan inseguro como el del propio vehículo espacial, con sus paredes de aluminio tan delgadas que un meteorito del tamaño de una almendra podría atravesarlas. Mientras aguardaban, antes de vestirse los trajes espaciales y las escafandras, Armstrong y Aldrin oían un repiqueteo tenue de algo que chocaba contra el exterior del módulo, como arañazos, como gotas de llovizna: eran las partículas infinitesimales, llegadas del espacio, los granos de asteroides que puntean el polvo de la Luna como las patas de los insectos y de los pájaros la arena fina de una playa en la Tierra. Algo se mueve ahora, gris más claro y casi blanco en medio de la grisura, sobre la línea nítida que separa la superficie de la Luna de la oscuridad del fondo. Algo se mueve, alguien, flota, como en un acuario, una joroba grande que parece no pesar, una escafandra, unas piernas torpes que tantean los peldaños de la escalera metálica. Como alguien que baja cautelosamente por la escalerilla de una piscina y tantea el agua, no se atreve a arrojarse a ella, pero es impulsado de nuevo hacia arriba, sin peso, como si el traje estuviera hinchado por un gas más ligero que el aire. Un peldaño tras otro, despacio, y por fin el último, un salto ligero, y la figura salta y se eleva, se queda instantáneamente suspendida, ingrávida, más bien torpe, las botas tan gruesas, los brazos extendidos, el cuerpo entero oscilando, de un lado a otro, como en una danza pueril. La luz gris que llega a través del televisor desde la Luna ilumina mi cara en la habitación en penumbra. Siento como si todavía no hubiera despertado del todo, como si soñara que me he despertado en mi cuarto del último piso, que he bajado con cautela los peldaños para no despertar a mis padres o a mis abuelos, que caen cada noche en el sueño como piedras al fondo de un pozo."

(Fragmento de la novela El viento de la Luna, escrita por Antonio Muñoz Molina y publicada en la editorial Seix Barral. Reproducido con motivo del cuadragésimo aniversario del alunizaje del Apolo 11 y la primera huella de la especie humana en la superficie de la Luna)

17 de julio de 2009

Crisis y lecturas

A quienes admiren la sensibilidad y las ideas de Michèle Petit sobre la lectura;
a quienes quieran conocer testimonios sobre la potestad reparadora de los libros;
a quienes busquen argumentos sobre la importancia o la necesidad de leer;
a quienes interesen las experiencias que en tantos lugares del mundo se llevan a cabo para formar lectores;
a quienes aún duden del valor cívico de la lectura;
a quienes no hayan reparado en el papel determinante de la literatura en la vida;
a quienes sientan curiosidad por la compleja psicología humana;
a quienes admiren el coraje y la fortaleza de los individuos en momentos de aflicción personal o colectiva;

a quienes deseen saber algo más sobre las relaciones entre lectura y emoción;
a quienes consideren que leer es algo más que un pasatiempo;
a quienes preocupen los modos de promover la lectura;
a quienes crean o nieguen la virtud reconfortante de la voz y la palabra;
a quienes piensen en los libros como moradas hospitalarias;
a quienes estimen la relevancia social de las bibliotecas y las escuelas;
a quienes, sencillamente, importe la suerte de sus semejantes;
a todos
recomiendo la lectura de este libro:


11 de julio de 2009

Cuentos del lejano oeste

Reproduzco cuatro cuentos breves de un autor al que admiro mucho, Luciano G. Egido. Es el mejor modo de mostrar mi reconocimiento. Pertenecen los cuatro al libro Cuentos del lejano oeste, cuya originalísima organización es ya un motivo de fascinación. Los cuentos van creciendo en extensión a medida que avanza el libro, de modo que el primero, titulado Presente, se compone de dos palabras (Yo, era) y el último, Circo, alcanza las 18 páginas. Además, cada uno de ellos va precedido de una cita literaria, que, en conjunto, componen un magnífico catálogo de admiraciones.


Enigma

Se desnuda todo de sí para no ser más que amor.
Fray Luis de León


Él tenía un tiro en el corazón y ella, en la cabeza. Nunca se sabrá quién de los dos amaba más al otro: si ella por matarse por él o él por dejarse matar por ella.


Desnudo

Lo más profundo del ser humano es la piel.
Paul Valéry


Le dije: "Desnúdate". Y ella me dijo: "¿Tan pronto?". Y yo le dije: "Entiéndeme; lo que quiero decirte es que me hables de ti". Y ella me dijo: "Entonces, mejor será que me desnude".


Error

Yo fui loco y ya soy cuerdo
Miguel de Cervantes


El mucho leer le había trastornado el cerebro. Era viejo, flaco y visionario. Creía en la bondad, en la solidaridad y en la justicia. Cuando vino la República, su locura se exacerbó hasta el éxtasis y la guerra civil le cogió a contrapié. Lo fusilaron contra una tapia que creyó que era la frontera del paraíso, unos pistoleros, a los que confundió con ángeles, un día de sol que le pareció de buen agüero. Tuvo tiempo de reconocer ante los suyos, que le recogieron agonizante, que se había equivocado.


El árbol

El árbol bello dos veces centenario
las poderosas ramas extendidas,
cerco de tanta hierba, entrelazando hojas,
dosel donde una sombra edénica subsiste.
Luis Cernuda


Todas las mañanas, lo primero que hacía era abrir la ventana de su cuarto para verlo y se pasaba largo rato mirándolo. Había crecido con él y le parecía la imagen de la perfección. Reproducía con exactitud el árbol ideal de los tratados de botánica. Era alto, frondoso y ancho sin ser agobiante y tenía dos troncos nudosos y paralelos, que ascendían como dos columnas robustas, que se doblaban en una continuidad de ramas, esbeltas e intrincadas, que lo coronaban con una armonía, levemente asimétrica, que se concretaba en una floración de hojas inquietas, brillantes, graciosas y variadas, que se movían a la menor brisa y recogían el relente de la noche y lo transformaban en perlas sobre el azul del primer cielo. Lo habitaban los pájaros, lo frecuentaban los niños y lo agradecían los caminantes. Cuando cambiaron el trazado de la carretera estatal, quedó condenado a muerte y no sirvieron de nada sus protestas, sus denuncias en los periódicos, sus pleitos contencioso-administrativos, sus desesperados intentos de sabotaje. Todas sus apelaciones terminaron en el mismo fracaso. Alegó la belleza, la tradición, la humanidad y el respeto a la naturaleza; pero nadie le hizo caso. En el momento en que la sierra mecánica atacó uno de sus troncos, con decisión mañanera e indiferencia criminal, se oyó un quejido desgarrador, largo y pavoroso. El tipo de la sierra, con su gorra de béisbol de los Yankees de Nueva York y un bozal de plástico transparente debajo de unas anteojeras oscuras, detuvo el aparato, sobrecogido por la intensidad del dolor humano de aquel lamento insólito. Pero, al cabo de unos segundos, volvió al ataque con idéntica ferocidad y el mismo aire rutinario, hasta que su víctima cayó solemnemente, con gallardía de dios destronado. Los médicos certificaron su muerte como consecuencia de un infarto de miocardio y ni siquiera le dieron la satisfacción de enterrarlo en un ataúd, hecho con los tablones del árbol talado enfrente de su casa, como sin duda él hubiera querido.


(El libro Cuentos del lejano oeste está publicado en la editorial Tusquets)

7 de julio de 2009

Bellezas durmientes

Hace un año, el director del Festival Internacional de Música y Danza de Granada encargó a la compañía DA.TE Danza, con la que colaboro asiduamente, la creación de un nuevo espectáculo para su estreno en la edición de 2009. En esta ocasión, la propuesta poseía dos condiciones: recrear el cuento de La bella durmiente y que el espectáculo se hiciera pensando en un público adolescente, tan complejo y tan difícil de cautivar. Ayer, 6 de julio, se estrenó la obra.

El desafío era mayúsculo, pero como todo desafío resultaba excitante. Desde los primeros esbozos de la dramaturgia tuve claro que no podíamos reproducir literalmente las versiones tradicionales del cuento (Basile, Perrault, Grimm...) sino que era necesario leer la historia con ojos del siglo XXI. Las princesas, los castillos, las hadas, las urnas de cristal, las zarzas del bosque... no son sino marcas históricas, perfectamente prescindibles. Lo importante era conservar la médula de la historia: el adiós a la infancia y el letargo prolongado que sigue antes de despertar a la plenitud de la vida sexual y social. Ésa es una de las principales ventajas de los arquetipos populares: su ductilidad. Sin alterar la poderosa imagen del cuento (una joven de quince años sumida en un profundo sueño de 'cien años' a causa de un maleficio) era posible y obligatorio traerlo al mundo contemporáneo y recrear el 'sueño' de unos jóvenes adolescentes de 2009.

Y a la vez me parecía que, tras los medios tecnológicos y las músicas y las prendas de vestir de los adolescentes de hoy, permanecía la incertidumbre elemental: el porvenir incierto, la búsqueda de un espacio propio. Ése es el sentido último de la adolescencia. La laxitud, la desgana, la desafección, los silencios, la disconformidad... son manifestaciones de una búsqueda incesante y dolorosa, de la que las transformaciones corporales no son sino síntomas de una profunda metamorfosis psíquica. Las palabras y las voces de un grupo de adolescentes y jóvenes (gracias especialmente a Paloma, Ana, José Carlos, Celia y Noemí) han sido nuestra guía permanente.

De sus ceremonias grupales, sus gestos, sus sentimientos íntimos quisimos hablar mediante el lenguaje de la danza, es decir, del cuerpo y el movimiento. El resultado ha sido Belleza durmiente. Cuento contemporáneo para adolescentes, que, como dije, se estrenó ayer en el Teatro CajaGranada Isidoro Máiquez. ¿Y qué puede decir de la obra uno de sus autores? Simplemente que me sentí emocionado, feliz por ver la culminación de un trabajo largamente meditado y ensayado, admirado de la fecunda colaboración de tantos y tan excelentes profesionales, desde los músicos al iluminador o el escenógrafo. Como la relación de todos ellos haría de esta entrada casi un listín telefónico, me limitaré a citar, en representación de todos, los nombres de los directores, Omar Meza y Valeria Frabetti, y los bailarines, los verdaderos protagonistas: Celia Sako, Rosa Mari Herrador, Maximiliano Sanfort, Marie Klimesova e Iván Montardit.

Espero que alguna vez tengan la oportunidad de ver el espectáculo.

1 de julio de 2009

Onetti


Ya he olvidado cómo conocí las ficciones de Juan Carlos Onetti, quién me habló inicialmente de él, dónde leí su nombre por primera vez. Sí sé desde luego que no fue un autor de mi juventud, del tiempo de las lecturas inaugurales y desbocadas. Antes que él, y por citar únicamente a escritores latinoamericanos, habían llegado Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Alejo Carpentier, Julio Cortázar, Juan Rulfo o Jorge Luis Borges, cada uno por un camino y por distintos motivos. Ya no sé si Onetti no fue nombrado entonces o yo no presté atención a su nombre. Aunque tiendo a pensar ahora que las cosas hubieran sido de otra manera si ese encuentro se hubiera producido antes. Tal vez uno recibe las cosas que importan cuando las merece, o cuando verdaderamente las necesita, o cuando se tiene la disposición necesaria para recibir un libro como el regalo largamente esperado. Tan tardío entonces, tan imprescindible ahora, tan irremediablemente enredado ya en mi conciencia, no sabría decir si Onetti me ayudó a mirar el mundo y la gente como lo hago o si aquel incipiente e inseguro modo de mirar, necesitado de excusas literarias, me aproximó a él. Todos necesitamos el auxilio de una mirada ajena, algunos nombres, algunas ficciones, que conformen nuestras pasiones. Somos lo que hemos leído tanto como lo que dejamos de leer.


Hablo ahora de esto sin lamentaciones. Mi tardío descubrimiento de Onetti no puede ya ensombrecer la existencia de Santa María, la ciudad inmunda y portuaria a la que llegué por primera vez en ferrocarril, intruso en un vagón donde conversaban con desgana Larsen y las tres mujeres (María Bonita, Irene, Nelly) que había contratado en la capital para abrir el primer prostíbulo de la ciudad. Hice mi entrada a través de un idioma muy distinto al que estaba acostumbrado, aunque fuera la misma lengua que yo hablaba. Larsen, por lo demás, tampoco era el prototipo de héroe de las novelas latinoamericanas que acostumbraba a leer, sino un pobre hombre, un vulgar proxeneta, gordo y sudoroso, grosero, envejecido, al que su antigua dedicación al macró le había adjuntado el sobrenombre de 'Juntacadáveres'. Inesperadamente, me encontré en medio de una desconocida Santa María, es decir, en medio de una lengua y una literatura insólitas, cuyos habitantes, y los conflictos que los mantenían juntos y enfrentados, me hicieron conocer las formas más extremas de la tristeza y la melancolía.


De ese mundo tan literario pero tan poco afectado procedía Larsen y su desaforado ideal de fundar un burdel, una ambición que después (aunque literariamente suceda antes, pues Onetti interrumpió la redacción de Juntacadáveres para redactar El astillero) trasladará inútilmente a la tarea de hacer funcionar un astillero arruinado. Como todas las novelas inaugurales, aquélla imponía una singular manera de leer, que más tarde ratificarían otras novelas y sus cuentos (ay, sus cuentos). Las palabras parecían importadas de otro mundo, de lugares donde el fracaso, los sueños irrealizados, la mediocridad, la desesperanza, se cultivaban con ahínco. Llegaban ordenadas de un modo inusual, unidas unas a otras por un parentesco imprevisto, tan exacto como amargo, con una claridad insoportable. Aquella escritura, dotada de una adjetivación acumulada y apabullante, aparecía como una desencantada confidencia y la lectura, como una estupefacta manera de conocimiento. Parecía escribir para un lector nada acomodado, del que exigía una concentración de relojero. Tras aquellas frases uno adivinaba un tipo de escritor nada petulante, algo cansado de la vida, aunque no indiferente, que narraba con la serena sabiduría de quien no concede a su oficio más trascendencia que la que se concede a un oficinista o a un camarero. Aquel tipo, simplemente Onetti a partir de entonces, me elevó como lector.

Hoy se cumplen cien años de su nacimiento. Quería recordarlo, mostrar mi gratitud.