26 de julio de 2009

Voces primordiales

Quisiera ir ofreciendo en las próximas semanas algunos testimonios de escritores/lectores acerca de la influencia que sus padres tuvieron en sus deseos y gustos por la lectura. Me parecen oportunos en estos días en que el tiempo parece dilatarse, en que la proximidad se hace más íntima y duradera. Espero que les gusten y les haga pensar o quizá recordar.

El primero corresponde a la escritora española Soledad Puértolas y está incluido en su libro Con mi madre.

"Cuando, a los tres años, la enfermedad del tifus se apoderó de mí y también de mi madre, pasé un largo mes recluida con ella en uno de los cuartos de la casa de mi abuela, en Pamplona. Lo llamábamos el cuarto rojo, porque predominaba el color rojo; los muebles, unas sillas muy rectas y unos sillones de brazos y un sofá, todos muebles rectos y duros, estaban tapizados de terciopelo rojo con dibujos de flores, y las cortinas y la colcha de una cama turca eran de damasco rojo, igualmente floreado. Era un cuarto destinado a recibir las visitas -si bien yo no recuerdo ninguna- y en algún momento también albergó la mesa de despacho de mi tío Pedro, el único hijo que todavía vivía en casa de la abuela. Era un eterno opositor a notarías.

Pero es difícil determinar el tiempo que duró nuestra reclusión, y no estoy segura de que fuera un mes o dos o tres... El tiempo no se contaba de forma convencional, tenía un ritmo lentísimo. Aquel tiempo ocupa un bloque importante dentro de mis recuerdos y sé que mi vida no habría sido la misma si mi memoria no hubiera guardado en un lugar especial esa suma de días que conviví con mi madre, las dos enfermas, amenazadas de muerte, envueltas en el color rojo de aquel cuarto que fue, mientras duró la enfermedad, enteramente nuestro y un territorio casi prohibido para los otros habitantes de la casa.

Fue en ese cuarto rojo donde me contaron el cuento que me aprendí de memoria y que también marcó mi vida, porque, luego, vencida la enfermedad, cogí entre las manos el libro en el que se encontraba el relato y reconocí una a una todas las palabras. Fue así, de golpe, como aprendí a leer. Y, sobre todo, me quedé para siempre seducida por la vida que se contiene en los relatos, esa otra vida que te ayuda en la vida que tú, esa enferma de tres años, estás viviendo.

Esa enferma de tres años accedió, a través del cuento que le contaban día a día, y seguramente más de una vez en el mismo día, según me dijeron, a un mundo mágico en el que no son necesarias las reglas que rigen éste. Accedí a la invención, y, como eso ocurrió durante aquella larga enfermedad, la invención quedó para siempre ligada a una idea de refugio, de territorio prohibido para los otros y sagrado para mí. Y para mi madre. Por eso siempre he tenido la sensación de que ha sido mi madre la responsable de que la imaginación, la necesidad de escribir, se haya ido abriendo paso a lo largo de mi vida, día a día también, y haya llegado a ocupar el espacio que hoy ocupa y que casi no podría delimitar, tan ligado está a lo que es mi vida, a lo que soy.

¿De qué trataba aquel cuento?, ¿qué es lo que aún recuerdo de él?

De que la protagonista del cuento era una gallina no tengo la menor duda, una gallina petirroja, adjetivo cuyo verdadero significado desconocía, pero que para mí siempre tuvo un sentido de desdicha. La gallina petirroja era una pobre y desgraciada gallina a quien nadie quería. Imagino que si nadie me explicó lo que significaba el adjetivo de petirroja fue porque nunca lo pregunté, segura como estaba de mi interpretación.

Incorporada en la cama supletoria que pusieron para mí al lado de la cama turca que ocupaba mi madre una y otra vez pedía, exigía, con impertinente obstinación, que me leyeran el cuento. En alguna parte perdida de mi memoria se habrá quedado grabado si, como sostienen algunos neurólogos, todo lo que vivimos es archivado en el cerebro, si bien no todo aflora en los recuerdos.

[...]

Supongo que ese impulso permanece. Cuando estoy escribiendo un relato o una novela y me aproximo al final, estoy muy atenta a los más mínimos destellos de luz. eso es lo que me empuja a escribir. Esa luz fue lo que la gallina petirroja que me acompañó durante mi larga enfermedad encontró al final.

Pero yo tenía a mi lado, durante los largos días del tifus, otra luz más cálida y esencial, la que provenía de la cama de mi madre. Los hilos van y vienen, se entremezclan. En un relato y una novela puedes poner la palabra fin. En la vida, es la muerte quien escribe esa palabra. Pero, al escribir, puedes borrar la palabra fin. Sin necesidad de escribirla, ésta es la palabra que se queda flotando en el aire: CONTINUARÁ."

11 comentarios:

lammermoor dijo...

Me ha encantado esta entrada (nada raro por otra parte) La verdad es que no podría decir cuando me hice lectora -a veces tengo la sensación de que ya debí nacer así. Si recuerdo que cuando comencé al colegio -lo que era párvulos, solo otra niña y yo sabíamos leer.
Sobre que me hizo lectora escribí esta entrada

discreto lector dijo...

Gracias, como siempre, por tu amabilidad, Lammermoor. Como comprenderás, me interesan mucho los testimonios sobre los inicios del aprendizaje de la lectura y la escritura. Las circunstancias y los entornos nunca son extrapolables de unos niños a otros, pero dan pistas sobre los procesos y los incentivos. Sí puedo asegurar que la emoción y el asombro juegan un papel determinante en las primeras relaciones con el mundo del lenguaje escrito.

El testimonio que aportas en tu blog es magnífico. El homenaje que rindes a tu padre es profundamente emotivo. Voy a incorporarlo a mi particular lista de testimonios. Gracias por darlo a conocer.

Anónimo dijo...

Yo también he disfrutado muchísimo esta entrada...¡que bueno que existen las historias con que entretener una enfermedad, calmar un ansioso, bajar una fiebre!

Por un accidente estuve encamada dos meses y mira que si no hubiera sido por los libros me habría sentido cautiva..estos me hicieron mucho más llevadero mi encierro, y jamás lo sentí como tal porque tenía muuuuchos libros por leer.

¡Gracias!
Ale.

discreto lector dijo...

La verdad, Ale, es que cama y lectura forman un binomio fantástico (con autorización de Gianni Rodari). Leer en la cama puede ser una gratísima experiencia sensorial y un gran alivio en caso de enfermedad. Juan Carlos Onetti convirtió esa actividad, al final de su vida, casi en una profesión.

Anónimo dijo...

Tienes toda la razón Juan...la cama ha dado a luz a varios escritores que tuvieron que guardarla por una enfermedad...a mi sólo me volvieron lectora agradecida ;-)

discreto lector dijo...

¿Sólo en una lectora agradecida, Ale? No lo creo. Tu blog parece demostrar que ganaste algo más: criterio, pasión, amor, confianza...

Anónimo dijo...

A munudo olvidamos que la palabra, la palabra dicha, es la primera noticia que recibimos de la literatura, cuando seguramente aún no sabíamos ni leer, ni escribir.

Se está a gusto en este blog.
Un saludo.

discreto lector dijo...

Estoy absolutamente de acuerdo, Curro: la primera palabra que nos abre a la literatura, que la hace necesaria, es siempre oral. Escuchar es nuestro primordial modo de acceder a la narración y a la poesía. Y, como bien sabes, las madres cumplen en ello una tarea irreemplazable.

Que te sientas a gusto leyendo el blog es la mejor recompensa que puedo recibir. Gracias.

Rose dijo...

Como te he leido que te interesan los testimonis sobre el aprendizaje de la lectura, te dejo el enlace a algo que escribé hace un par de años. No es exactamente el testimonio de cómo aprendí a leer, sino más bien del recuerdo del anhelo de saber leer. Unicamente matizo que ahora, dos años después, el párrafo final ya no sería el mismo, porque he aprendido (¿o mi hijo me lo ha enseñado?), que hasta de donde no hay letras se pueden extraer estupendas lecturas.
Buen fin de semana.

Rose dijo...

Ejem....
http://elpatiodemicasa.lacoctelera.net/post/2007/09/05/yo-tambien-quiero-leer
...ahora sí te dejo el enlace....

discreto lector dijo...

Rose, no imaginas cuánto me satisface haber conocido el recuerdo de tu deseo de querer saber leer. Y también la pugna de tu hijo para que le leas. Ambos sucesos pertenecen a la categoría de los anhelos primordiales de la infancia. Sospechamos, y no andamos muy descaminados, que a través de las letras entenderemos lo que nos está vedado o nos resulta confuso. Ese impulso es poderosísimo y, lamentablemente, acaba desaprovechado. Por eso, me gustan tanto estos testimonios: me informan y me confirman. Gracias por el regalo.