30 de agosto de 2008

En compañía de libros

Muy a menudo, en las novelas y relatos que leemos encontramos hermosas y lúcidas referencias al acto mismo de leer. Son definiciones narradas de lo que la lectura significa para los autores y en las que están recogidos no sólo sus propios sentimientos sino los de la época en la que vivieron. Resultan testimonios inestimables de la concepción del lector en un concreto momento histórico, de lo que se pensaba que eran y de lo que se estimaba que debían ser.

Uno de esos admirables vestigios se encuentra en la novela David Copperfield, escrita por Charles Dickens y publicada por entregas mensuales entre 1849 y 1850. Como se recordará, la novela cuenta en primera persona la vida de David Copperfield, cuyo padre había muerto antes de su nacimiento, el cual se ve obligado a convivir con el señor Edward Murdstone, con quien su madre se casa cuando David tiene siete años, y su tenebrosa hermana Jane, quien asimismo se instala en la casa, quienes lo tratan con una severidad y una inquina insoportables. La soledad y la aflicción de David sólo encuentran alivio en la lectura.


"El resultado lógico de semejante trato, que duró, según creo, alrededor de seis meses, fue convertirme en un muchacho triste, taciturno y obstinado. Contribuyó, asimismo, a ello el sentimiento de verme cada día más alejado de mi madre. Creo que me habría embrutecido casi por completo de no haber sido por una circunstancia.
Mi padre había dejado en un pequeño cuarto del piso superior, al que yo tenía acceso por estar junto a mi dormitorio, una pequeña colección de libros en la que nadie había reparado. De aquella bendita habitación salieron Roderick Random, Peregrine Pickle, Humphrey Clinker, Tom Jones, El vicario de Wakefield, Don Quijote, Gil Blas y Robinson Crusoe, en hueste gloriosa, para hacerme compañía. Ellos -así como Las mil y una noches y los Cuentos de los genios- mantuvieron despierta mi imaginación y mi esperanza de una vida mejor; y no pudieron causarme el menor daño, pues, de existir algún mal en ellos, yo lo desconocía. Todavía ahora me asombra pensar cómo encontraba tiempo para leer aquellos libros, en medio de mis pesadas tareas y de mis tropiezos. Me resulta curioso que pudieran consolarme de mis pequeños problemas (que para mí eran muy grandes), al permitirme encarnar a mis personajes favoritos e identificar al señor y a la señorita Murdstone con todos sus malvados. Fui Tom Jones toda una semana (Tom Jones niño, una criatura inofensiva). Fui mi propia versión de Roderick Random un mes seguido. Leía con avidez los escasos volúmenes de viajes y expediciones -no recuerdo exactamente cuáles- que había en las estanterías; y, durante muchos días, recuerdo haber recorrido mi zona secreta de la casa armado con la pieza central de un viejo juego de hormas de zapatos, creyéndome la encarnación más perfecta del capitán Mengano, de la Armada Real Británica, en peligro de ser atacado por una tribu de salvajes y decidido a vender bien cara su vida. El capitán jamás perdía su dignidad, aunque le golpearan las orejas con una gramática latina. Yo sí; pero el capitán era un capitán y un héroe a pesar de todas las gramáticas de todas las lenguas del mundo, vivas o muertas.
Y ése fue mi único y constante consuelo."



Es verdaderamente iluminadora la descripción de los efectos confortadores de la lectura, los procesos de identificación que promueve, las confrontaciones de los actos de los personajes con los episodios de la propia vida. Tanto en tan pocas palabras.

(La cita está extraída de la edición de David Copperfield publicada en DeBolsillo Mondadori. La traducción es de Marta Salís)

27 de agosto de 2008

El sonido de los colores

En una inolvidable exposición de la artista-escritora-fotógrafa-cineasta Sophie Calle, cuya fecundísima imaginación colma su trabajo con la cualidad que toda obra artística debería poseer: crear historias que permitan observar la vida de un modo nuevo, había una sección especialmente sorprendente. Se titulaba Los ciegos y estaba armada alrededor de una idea sencilla y a la vez perturbadora. Sophie Calle había preguntado a personas ciegas de nacimiento cuál era su imagen de la belleza y luego había colocado las respuestas junto a un retrato del protagonista y una fotografía de la persona o espacio al que se referían. El resultado era conmovedor. El espectador descubría qué bulle en el cerebro de una persona que nunca ha contemplado el mundo, cómo construye sus referencias conceptuales, de qué modo organiza sus relaciones con el entorno. Conocía además que las palabras funcionan de un modo distinto según se usen o no los ojos para conocer la realidad. Una de las respuestas que más me impresionó fue ésta:

"Cuando me dicen que un hombre es rubio y tiene los ojos azules, pienso que tiene que ser guapo. Pienso que los rubios son guapos. Quizá porque hay pocos. Y la palabra 'azul', con sólo decirla, ya es hermosa. Me han dicho que mi marido es guapo. Eso espero. Y me han dicho que, en la Costa Azul, las montañas se reflejan en el mar y los paisajes se mezclan. Debe ser hermoso."

En boca de una mujer que no había conocido la luz, las palabras 'azul', 'rubio', 'mezcla' o 'guapo' adquirían de pronto una connotación inesperada, inaugural.

Me he acordado de Sophie Calle y de las respuestas de sus interlocutores ciegos al leer el libro (¿álbum? ¿cuento? ¿historieta? ¿poema?) de Jimmy Liao El sonido de los colores.

La protagonista es una joven que ha perdido la vista y en un momento determinado se desafía a transitar sola por el metro. Su invencible instinto le ayuda a guiarse por las amenazantes galerías subterráneas mientras tantea el mundo con su bastón blanco. Lo que Jimmy Liao nos regala es el deslumbrante color de la imaginación de esa adolescente solitaria que, mientras camina, va meditando, evocando, fantaseando y sintiendo con un estoicismo agradecido y valeroso. En su mente se suceden recuerdos de la infancia, imágenes de cuentos escuchados y leídos, emociones antiguas y recientes, ruidos y olores reconocibles o completamente nuevos, deseos y esperanzas incólumes. Son esas percepciones de la joven ciega lo que el autor percibe tras las sombras y las ilumina con un amor contagioso. Abrimos una página y nos sorprenden las radiantes tonalidades de un sueño tranquilizador, y en la siguiente nos golpea la neblinosa estampa de un instante de llanto y rabia de la protagonista, y en otra más adelante es la geométrica ilustración de la soledad lo que estalla ante nuestros ojos fascinados.

El libro entrevera a partes iguales inventiva, afecto y poesía. Uno presiente que la adolescente ciega de la que habla Jimmy Liao puede ser el reflejo de cualquiera de nosotros, de las inseguridades, ofuscaciones, anhelos y fantasías que nos acompañan y nos definen. No puedo evitar leer-mirar la descripción de la luminosa oscuridad de la protagonista sin sentirme interpelado, sin dejar de pensar en los sombríos laberintos de nuestra mente.

(El sonido de los colores ha sido publicado por Bárbara Fiore Editora)

24 de agosto de 2008

Dar cuenta

Si para dar sentido a la literatura es importante entender por qué se lee, no lo es menos saber por qué se escribe. Conocer las íntimas pulsiones de cada escritor ayuda, así lo pienso, a leer con más agudeza, con más pasión. No siempre, sin embargo, las respuestas a los porqués de la escritura son satisfactorias, bien porque no se acierta a explicar con claridad lo que genera y sostiene ese deseo o porque son tan presuntuosas y triviales que mejor no haberlas sabido. Pero a menudo es tan limpia la respuesta que de repente nuestro modesto trato con los libros adquiere plenitud y significación, la escritura se ilumina y la lectura nos encumbra.

Imaginen por un momento a la poeta Anna Ajmátova en un día de frío sobrecogedor mientras guarda cola para conversar unos minutos con su hijo Lev, prisionero en la espantosa cárcel de Las Cruces, en Leningrado. Como tantos otros ciudadanos ha sido víctima de las crueldades de la policía secreta de Stalin (el último marido de Ajmátova tendría peor suerte y moriría de agotamiento en un campo de concentración del norte de Rusia). Como cada mañana de ese invierno inmisericorde aguarda a las puertas de la prisión sin saber si podrá ver a su hijo o, simplemente, saber si todavía vive. Y de pronto, alguien que aguarda también a que los guardianes permitan la entrada a la cárcel se acerca a ella y... Bueno, es mejor leer sus palabras.


EN VEZ DE PRÓLOGO

Diecisiete meses pasé haciendo cola a las puertas de la cárcel, en Leningrado, en los terribles años del terror de Yezhov. Un día alguien me reconoció. Detrás de mí, una mujer -los labios morados de frío- que nunca había oído mi nombre, salió del acorchamiento en que todos estábamos y me preguntó al oído (allí se hablaba sólo en susurros):

- ¿Y usted puede dar cuenta de esto?

Yo le dije:

- Puedo.

Y entonces algo como una sonrisa asomó a lo que había sido su rostro.



La consoladora rotundidad con que Anna Ajmátova desafía al miedo y al frío resulta, más de medio siglo después, no sólo un testimonio de las ignominias del pasado, sino una estremecedora proposición ética para el presente. Ese escueto "puedo", musitado apenas, resuena hoy como un grito de fortaleza y esperanza.

(Las palabras de Anna Ajmátova fueron colocadas en su día como encabezamiento de su conmovedor Réquiem. La traducción es de Monika Zgustova y Olvido García Valdés. Está extraído de la antología El canto y la ceniza, publicada por Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores)

21 de agosto de 2008

¿Pensar? ¿Leer?


En mi caso, me puse a pensar después de leer.

¿Qué querían expresar los autores de la pintada
aparecida en los muros de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de Granada ? ¿Acaso el que lee no piensa? ¿La lectura obstruye el pensamiento? ¿Hay riesgo de que los libros impidan pensar? ¿No usamos la lectura precisamente para pensar? ¿Es necesario tener un pensamiento propio antes de abrir los libros? ¿Corren el riesgo los lectores de dejarse contaminar por pensamientos ajenos antes de desarrollar los propios? ¿Cómo saber si uno ha pensado lo suficiente para poder comenzar a leer? ¿Es perjudicial apropiarse de pensamientos que no son inicialmente de uno? ¿Es más ventajoso pensar antes de leer? ¿Hay pensadores que no leen? ¿Hay lectores que no piensan? ¿Tal vez los autores querían denunciar que hay estudiantes que sólo leen y nunca piensan? ¿Es una crítica a la memorización de textos sin reflexión posterior? ¿Qué pensarían de esa frase los que leen? ¿Cómo la leerán los que piensan? ¿Y los que leen y piensan?

Si lo que pretendían los autores es hacernos pensar al leer su inscripción, conmigo lo consiguieron. No he dejado de hacerme preguntas, aunque no he logrado entender del todo la proposición.

¿Por qué establecer prioridades? ¿Por qué creer que los pensamientos propios deben preceder al contacto con los ajenos? ¿Hay pensamientos radicalmente individuales que no hayan sido fecundados antes por pensamientos extraños? ¿Por qué no considerar la lectura una forma privilegiada de pensamiento? ¿No sería preferible defender el pensamiento incesante... antes, durante y después de la lectura?

Pienso luego leo. Leo luego pienso.

18 de agosto de 2008

Decid a mis amigos...

A veces, los lugares en los que se lee agregan a la lectura significados que los textos originalmente no tenían. No es que desfiguren el sentido primigenio, sino que provocan recuerdos inesperados, emociones insondables que, probablemente, no aparecerían si esos textos fuesen leídos en otro lugar, con otra luz u otro paisaje.

Afirmo esto a propósito del Barranco de Víznar. En la madrugada del día 18 de agosto de 1936, el poeta Federico García Lorca fue fusilado por soldados del ejército de Franco. No hay constancia oficial del día de la muerte, se supone que fue ese día por testimonios indirectos, ni el lugar exacto de su enterramiento, aunque los recuerdos del joven que lo sepultó permiten hacerse una idea bastante aproximada. Murió, eso sí se sabe con certeza gracias a las investigaciones, entre otras, de Ian Gibson, junto a un maestro, Dióscoro Galindo, y dos conocidos banderilleros granadinos, Joaquín Arcollas y Francisco Galadí, que se ganaban la vida en realidad como hojalateros y eran además militantes anarquistas. De lo que no hay duda es que su fusilamiento tuvo lugar en las proximidades del denominado Barranco de Víznar, en el camino que une ese pueblo granadino con el de Alfacar, en las estribaciones de la hermosa Sierra de la Alfaguara. Como también se sabe con seguridad que en ese barranco están enterrados otros muchos cientos de fusilados.

Durante décadas ese conocimiento fue secreto, transmitido en voz baja y con miedo. Pero desde unos pocos años se ha adecentado ese lugar y se ha colocado un monolito con una inscripción, Lorca eran todos, que recuerda algo elemental: que aunque el nombre del poeta descuelle sobre los demás, él siguió la misma infausta suerte de otras muchas personas anónimas. En una hondonada de ese barranco hay una improvisada cruz de piedras y ramas sobre la que los visitantes depositan cartas y poemas.

Cada año, en la madrugada de tal día como hoy, se celebran sendos homenajes a García Lorca y a los que murieron como él en el parque de Alfacar que lleva el nombre del poeta y en ese barranco próximo al pueblo de Víznar. En ambos casos, las conmemoraciones tienen lugar en terrenos bajo los cuales yacen los cadáveres de los ejecutados.

Siempre que conducimos a los amigos hacia esos lugares tenemos la precaución de llevar con nosotros algún libro con poemas de García Lorca. Leerlos en voz alta o en silencio, como hace en este caso nuestra amiga Shabnam, sabiendo que las palabras flotan sobre una fosa común, otorga a los poemas un irremediable carácter elegíaco, extrañamente vivificante.

Decid a mis amigos
que he muerto.
(El agua canta siempre
bajo el temblor del bosque.)

Decid a mis amigos
que he muerto.
(¡Cómo ondulan los chopos
la gasa del sonido!)

Decid que me he quedado
con los ojos abiertos
y que cubría mi cara
el inmortal pañuelo
del azul.
¡Ah!
y que me fui sin pan a
mi lucero.

A ese agudo sentimiento de veracidad me refería al principio cuando hablaba de la influencia de los lugares en la lectura, pues en esos casos parece que la literatura es parte inmanente de la tierra, como las rocas, los olivos, los grillos, las acequias.

15 de agosto de 2008

Poesía y lectura IV

El poema de Ángel González que reproduzco hoy, publicado en su libro póstumo, es, en primer lugar, un tributo de admiración y homenaje. Siempre he leído a Ángel González con la sensación de estar escuchando una voz carente de imposturas, diáfana, capaz de hacer que la poesía pareciera la forma de hablar de la gente (o quizá al contrario: capaz de hacer que la forma de hablar de la gente pareciera poesía). Quede constancia de mi agradecimiento por los momentos dichosos que nos regaló. Pero en segundo lugar porque en ese breve poema, próximo al aforismo como tantos de los suyos, está condensada de modo ejemplar una de las certidumbres de la lectura: la provocación emocional de las ficciones. Los lectores saben que Antígona nunca existió, que Pedro Páramo no transitó por las calles de Comala, que Alejandra Pizarnik reía por las mañanas aunque sus versos nocturnos fuesen desgarradores y suicidas, pero no por ello se sienten incrédulos o engañados cuando abren un libro. Antes al contrario, se dejan arrastrar, a veces sin pretenderlo, por las fantasías ajenas hasta el punto de sonreír, indignarse, sollozar o avergonzarse sin tapujos. Y ahí radica la primordial virtud de la literatura, en la autenticidad de las emociones y los razonamientos que genera el alfabeto de la imaginación.


LA VERDAD DE LA MENTIRA

Al lector se le llenaron de pronto los ojos de lágrimas,
y una voz cariñosa le susurró al oído:
- ¿Por qué lloras, si todo
en ese libro es de mentira?
Y él respondió:

- Lo sé;
pero lo que yo siento es de verdad.


Ángel González. Nada grave

12 de agosto de 2008

¿Qué habrá sido de ella?

Hace ya bastantes años compré en un mercadillo de Beijing, junto al Templo del Cielo, varios ejemplares de los libros rojos que durante la Gran Revolución Cultural china utilizaban los guardias rojos como guía para sus debates y sus acciones. Eran pequeñísimos libros con reflexiones y pensamientos de Mao Zedong, en aquel momento el líder indiscutible de la República Popular China. Era casi lo único que podía leerse entonces, pues todo lo demás, incluyendo las novelas y la poesía milenaria del propio país, era considerado basura ideológica, arte venenoso. Los estudiantes revolucionarios los empuñaban y exhibían públicamente como testimonio de su adhesión a aquel enloquecido movimiento político, que tanta miseria y tanta desgracia acarreó al pueblo chino bajo la excusa de extirpar para siempre las dañinas tradiciones culturales y procurar una pura sociedad igualitaria, un mundo nuevo sin rastro de clases sociales ni vicios occidentales. Los compré por un impulso sentimental, como reliquias de la época convulsa y confiada de mi juventud.

A quienes no habían nacido entonces o eran niños en las postrimerías del franquismo les resultará difícil entender que aquel terrible movimiento político tuviera un eco tan desmesurado en Occidente, hasta el punto de que las simplicidades del pensamiento maoísta fueran utilizadas por miles de estudiantes de todo el mundo como guía para la revolución en sus respectivos países industrializados y ricos. Pero en aquel tiempo de incertidumbre todo parecía elemental y al alcance de la mano.

Cuando compré aquellos ejemplares de libros rojos se iniciaba ya la gran transformación de China, la revolución económica y cultural que la ha convertido en la potencia capitalista que es hoy, y cuyo desarrollo social y tecnológico ha quedado patente en la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de 2008. Ya entonces, todos los símbolos de la fracasada Gran Revolución Cultural -folletos, bustos, insignias, libros, banderas, carteles...- estaban puestos a la venta como souvenirs para turistas. Lo que había sido sagrado se vendía entonces como mercancía barata y chatarra histórica.

Para mi sorpresa, en uno de aquellos libros de pensamientos de Mao Zedong comprados en los puestos de baratijas encontré la minúscula fotografía de una joven revolucionaria, cuya imagen canónica podía figurar en cualquiera de los afiches de la época para representar el rostro feliz de la nueva China. Estaba escondida en el forro rojo de plástico que protegía el libro y cuyo color daba nombre a aquel tipo de opúsculos. El dueño de aquel ejemplar había guardado celosamente la fotografía de su amor en aquel severo nicho de máximas y consignas revolucionarias, como aliento quizá para sus codiciadas hazañas
, como señal también de la frágil condición humana. Y allí quedó la fotografía cuando llegó el tiempo de la decepción y el fracaso, del abandono de aquella sangrienta y destructora utopía, del reconocimiento del error y de la culpa. Y allí permaneció cuando los libros fueron a parar a manos de los vendedores callejeros.

Viendo ahora la fotografía de esa anónima joven revolucionaria me da por pensar qué habrá sido de ella. Ha pasado casi medio siglo desde que probablemente fuera tomada la fotografía. No me cuesta imaginarla sexagenaria y jubilada. ¿Pero acabarían unidos ella y el joven enamorado que contemplaba su imagen mientras memorizaba los pensamientos de Mao Zedong? ¿Dónde habrá vivido todos estos años? ¿En qué habrá trabajado? ¿Cómo será su familia? ¿Y su casa? ¿Qué pensará del cambio gigantesco de su país? ¿Seguirá fiel a los viejos principios comunistas? ¿Dónde vería la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de Beijing? ¿Sentada en un sillón junto a sus hijos y sus nietos? ¿Sentiría el mismo escalofrío de asombro y admiración que sentimos nosotros? ¿Habrá muerto?

Este silencio que sigue a las preguntas es el instante que precede a la escritura, a la respuesta literaria.

9 de agosto de 2008

Alice Munro

No resulta fácil hablar sin artificios de los escritores a los que uno lee con entusiasmo, ni explicar convincentemente las razones de nuestra admiración. Al menos no lo es para mí. El primer obstáculo es el lenguaje, que no puede ser tan lacónico que acabe perdiendo emoción y matices ni tan altisonante que parezca un anuncio televisivo. Ni la corrección de la prosa administrativa ni la cursilería de un diario adolescente son deseables. La impostura es en ambos casos la amenaza más temible. Pero al mismo tiempo está la dificultad que nace del propio fervor. ¿Cómo transmitir algo tan personal, tan incomparable, como el sentimiento de gozo? Lo que para uno es evidente puede no serlo para los demás, de modo que siempre acecha el temor a la imprecisión, a ser incapaz de explicar las fuentes de un sentimiento, a que las palabras de celebración no estén a la altura del homenajeado.

Eso me ocurre al hablar de Alice Munro, que al no ser una escritora habitual en las conversaciones literarias, al faltar en el ambiente las referencias que aportan los muchos lectores, me veo forzado a agregar informaciones que en cualquier otro caso serían innecesarias. Me limitaré en este caso a decir que leo sus relatos, que es el género que cultiva exclusiva y minuciosamente desde hace treinta años, con una expectación y una entrega que otorgo a muy pocos escritores.

Al iniciar la lectura de cualquiera de los relatos de Alice Munro uno reconoce de inmediato el territorio de la rutina, de la anodina felicidad. Todo parece estar en orden, igual a lo que fue e igual a lo que será. Nada sucede en las primeras páginas ni nada parece que pueda suceder. Pero justo cuando todo parece abocado a la más perfecta e inalterable inanidad algo se quiebra y modifica la realidad de un modo imprevisto y definitivo. Las protagonistas de los relatos de Alice Munro, pues la mayoría de los personajes de sus relatos son mujeres, poseen los rasgos de cualquier mujer que podamos observar en el autobús o en la calle. Sus cansinos trabajos, sus compromisos domésticos, sus convenciones sociales, sus afectos familiares... en nada las diferencia de las mujeres reales. Pero algo en ellas las hace distintas, algo que ha ido gestándose desde tiempo atrás y que repentinamente estalla y lo altera todo. Y aunque la autora nos lo ha ido anunciando sutilmente, sólo al final reparamos en la intensidad de los sueños, las esperanzas, las ambiciones... que, como una oruga en su capullo, habían permanecido ocultos a la mirada ajena y a la propia conciencia hasta su repentina eclosión. Y lo que observamos con ojos fascinados es una vida nueva, imprevista hasta entonces. Nos damos cuenta de pronto de las decisiones, las rupturas, los riesgos, las encrucijadas que pueden desviar el curso de la existencia o empantanarla para siempre. El modo delicado de describir la fortaleza oculta tras la máscara de la fragilidad, la determinación agazapada bajo la incertidumbre, la voluntad de reinventar la propia existencia que madura bajo la capa de conformismo, la vehemencia que aguarda bajo la apariencia de calma y que parecía no existir... es una de las principales razones que provoca la admiración hacia sus personajes y sus vicisitudes.

Me gusta asimismo el tono transparente y terso de su escritura. Ninguna palabra parece faltar, ninguna palabra parece sobrar. Uno lee sus historias como si comiera pan, con la sensación de estar ante algo elemental e incuestionable. La estructura de sus relatos no es, sin embargo, sencilla. Las arriesgadas elipsis, las continuas rupturas del texto, los calculados silencios, exigen una lectura atenta y cómplice. Alice Munro narra lo esencial, lo preciso, lo que no admite discusión. Y esa deliberada parquedad obliga al lector a no desdeñar ningún detalle, pues debe saber que los objetos o los gestos de las primeras páginas, que no parecían tener importancia, pueden determinar el desarrollo de la historia. Lo insignificante se revela entonces decisivo y nos sentimos de pronto empujados a reparar en lo invisible, en lo que habitualmente pasa desapercibido, en las nimiedades que también afectan a nuestra vida. Pocos son los seres humanos cuyas existencias se ven transformadas por acontecimientos tremendos o grandiosos. En la mayoría de los casos serán los minúsculos hechos cotidianos -un hallazgo, un reencuentro, una enfermedad, una negligencia...- el origen de la metamorfosis. Y de esas posibilidades nos habla Alice Munro. Nadie espere en sus relatos sucesos extraordinarios o decisiones heroicas. Es la simple insinuación del cambio, el esbozo de un pensamiento divergente o la evocación de un lugar casi olvidado lo que desencadena la mutación y deja a los lectores maravillados y pensativos.

Es además una de las pocas escritoras que hace del mundo de las mujeres algo realmente cautivador, algo no impostado ni movido por militancias, cuotas o compensaciones. En sus manos, las mujeres parecen encarnar de modo natural lo que el relato pretende decir sobre la naturaleza humana, como si el argumento solamente pudiera entenderse si lo protagoniza una mujer.

Algunos encuentros azarosos con su nombre han venido a reavivar mi admiración. Una de las pocas alegrías de la pasada temporada cinematográfica me la ha proporcionado la película Lejos de ella, dirigida por Sarah Poley y protagonizada por Julie Christie y Gordon Pinset, una historia de amores y desmoronamientos realmente conmovedora basada en un relato de Alice Munro, traducido en España como Ver las orejas al lobo, incluido en el libro Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio. Pocos meses después, Marisa Bortolussi, una profesora de la Universidad de Alberta, en el curso de un seminario sobre la recepción lectora, puso los relatos de Alice Munro como ejemplo de los vacíos estimuladores de un texto, de lo que el autor no formula y el lector ocupa feliz y creativamente con su imaginación. Y hace pocas semanas observé que en la divertida novela de Alan Bennett Una lectora nada común Alice Munro era uno de los pocos escritores que se salvaba de la mirada ácida e inmisericorde del autor. En el elenco de fatuos, ignorantes y ridículos personajes con los que tiene que relacionarse la reina de Inglaterra, convertida repentinamente en una lectora voraz, Alice Munro constituye una excepción, aparece como alguien de conversación agradable y cuyos libros lee Su Majestad con muchísimo gusto, lo que interpreto como una clara señal de admiración de Alan Bennett hacia la autora canadiense, semejante a la que le profeso.

Parecía llegado el momento de hablar de ella.

6 de agosto de 2008

De mano en mano

Me gusta comprar de cuando en cuando libros de ocasión. Hace algunos años compré un lote de libros de Lin Yutang, un autor que me interesaba entonces por diversas razones. Eran libros usados, naturalmente. Todos habían pertenecido a un mismo lector, del que conozco únicamente su nombre, Francisco Prendes Maracaibo, y su caligrafía pulcra y elegante, y asimismo que vivió en Caracas, no sé si azarosamente o desde siempre, hace unos sesenta años. También sé que durante una parte de su vida le interesó la misma literatura que a mí. Las pocas cosas que sé de él las he conocido gracias a los libros que una vez fueron suyos y ahora me pertenecen. Ignoro, pero eso ya no me interesa, qué camino recorrieron esos libros hasta llegar a mí, qué sucesos determinaron que lo que había sido atesorado con tanto afán fuera un día desbaratado o quién los vendió al librero al que luego yo se los compré. No me interesa saberlo porque nada relevante agregaría a lo que de verdad importa: el hecho de que él en un tiempo y yo ahora hayamos tenido en las manos los mismos ejemplares. Cuando abro alguno de los libros que fueron suyos, Sabiduría china o La importancia de vivir, tropiezo ineludiblemente con su nombre, con la fecha de la compra o, inclusive, con los días en que fueron leídos, con el nombre de la librería donde los compró, y también con nombres propios dispersos, signaturas personales y operaciones aritméticas que sólo él, y a lo mejor ni siquiera él, si viviera, podría desvelar. Y me encuentro, claro está, acotaciones, párrafos subrayados con lápiz, signos marginales de interrogación o exclamación, que dan cuenta de momentos de sorpresa o euforia. Y esas huellas, lejos de irritarme, me atraen.

No es que me agrade que ese desconocido guíe mi lectura o me obligue a detenerme en pensamientos que a él le subyugaron y a mí me parecen irrelevantes, ni que me congratule el emborronamiento de los libros; lo que me conmueve es descubrir las marcas de una experiencia intelectual, los gustos de un hombre con el que jamás me he cruzado ni me cruzaré, el itinerario con que se fue enfrentando a las ideas que otro escribió. Desperdigadas por los libros que ahora son míos reconozco vestigios de una vida disconforme, de la curiosidad que la estimulaba y de las lecturas que la configuraron, y eso me enternece porque lo conozco de un modo que quizá no conoció ningún otro ser más próximo o de más confianza. Sin perseguirlo participo de algo que él no quiso o no intentó compartir, las señales de sus lecturas en soledad. Es eso lo que me cautiva de los libros usados, lo primero que busco en los libros viejos, de los que apenas me interesa la originalidad de la edición, su valiosa encuadernación o su antigüedad sino saber que esos libros pertenecieron antes a otros, que otros los manejaron antes que yo, que anónimos lectores, lustros o siglos antes, dejaron en ese ejemplar el rastro de su tiempo y de su inteligencia.

Aunque ignoro todo sobre ese lector, me siento unido a él por un vínculo que nada tiene que ver con la sangre o la geografía, sino con el deseo y los gozos de la lectura.

3 de agosto de 2008

Gente que lee (III)

"¿Y para qué leer? ¿Y para qué escribir? Después de leer cien, mil, diez mil libros en la vida, ¿qué se ha leído? Nada. Decir: Yo sólo sé que no he leído nada, después de leer miles de libros, no es un acto de fingida modestia: es rigurosamente exacto, hasta la primera decimal de cero por ciento. Pero ¿no es quizá eso, exactamente, socráticamente, lo que lo que los muchos libros deberían enseñarnos? Ser ignorantes a sabiendas, con plena aceptación. Dejar de ser simplemente ignorantes, para llegar a ser ignorantes inteligentes. [...] ¿Qué demonios importa si uno es culto, está al día o ha leído todos los libros? Lo que importa es cómo se anda, cómo se ve, cómo se actúa después de leer. Si la calle y las nubes y la existencia de los otros tienen algo que decirnos. Si leer nos hace, físicamente, más reales."

Gabriel Zaid

1 de agosto de 2008

Literatura ambiente

La literatura abandona a veces los libros y anida en las calles y en los espacios públicos con vocación de pájaro urbano.

En el número 15 de la calle San Matías, en Granada, el arquitecto restaurador del edificio ha dejado en la fachada un rastro de su admiración por Juan Ramón Jiménez. Las palabras grabadas -
Donde está la ilusión allí está el mundo- pueden ser tanto una declaración sobre su trabajo como un aviso a caminantes. En cualquier caso es la reivindicación pública de una actitud ante la vida.

Los muros que circundan la Universidad Arturo Prat de Iquique, Chile, están decorados con poemas de Gabriela Mistral y Pablo Neruda. Resulta muy grato observar que los estudiantes consideran que la poesía puede ser el umbral y el atuendo del saber.

El Hotel de las Letras de Madrid ha decidido ornamentar las paredes del edificio con fragmentos de textos literarios. En las habitaciones, los pasillos y los espacios comunes se suceden las citas más diversas, como tapices tejidos con hilos alfabéticos. En la planta baja, el inicio de uno de los cuentos más célebres de Julio Cortázar, Instrucciones para subir una escalera, da la bienvenida a los huéspedes que ingresan en el establecimiento.

En una esquina de la Avenida M. Quintana de Buenos Aires, donde desembocan varias calles, hay colocados unos azulejos con un poema de Jorge Luis Borges inspirado en ese lugar. Su lectura ayuda a entender qué mueve la escritura, qué sigue a la mirada sobre las pequeñas cosas del mundo.


Y así sucesivamente.

Me gusta comprobar que las palabras en las ciudades no sólo sirven para anunciar, prohibir u ordenar, sino para recrear la vista y hacer más grato el paseo.