24 de agosto de 2008

Dar cuenta

Si para dar sentido a la literatura es importante entender por qué se lee, no lo es menos saber por qué se escribe. Conocer las íntimas pulsiones de cada escritor ayuda, así lo pienso, a leer con más agudeza, con más pasión. No siempre, sin embargo, las respuestas a los porqués de la escritura son satisfactorias, bien porque no se acierta a explicar con claridad lo que genera y sostiene ese deseo o porque son tan presuntuosas y triviales que mejor no haberlas sabido. Pero a menudo es tan limpia la respuesta que de repente nuestro modesto trato con los libros adquiere plenitud y significación, la escritura se ilumina y la lectura nos encumbra.

Imaginen por un momento a la poeta Anna Ajmátova en un día de frío sobrecogedor mientras guarda cola para conversar unos minutos con su hijo Lev, prisionero en la espantosa cárcel de Las Cruces, en Leningrado. Como tantos otros ciudadanos ha sido víctima de las crueldades de la policía secreta de Stalin (el último marido de Ajmátova tendría peor suerte y moriría de agotamiento en un campo de concentración del norte de Rusia). Como cada mañana de ese invierno inmisericorde aguarda a las puertas de la prisión sin saber si podrá ver a su hijo o, simplemente, saber si todavía vive. Y de pronto, alguien que aguarda también a que los guardianes permitan la entrada a la cárcel se acerca a ella y... Bueno, es mejor leer sus palabras.


EN VEZ DE PRÓLOGO

Diecisiete meses pasé haciendo cola a las puertas de la cárcel, en Leningrado, en los terribles años del terror de Yezhov. Un día alguien me reconoció. Detrás de mí, una mujer -los labios morados de frío- que nunca había oído mi nombre, salió del acorchamiento en que todos estábamos y me preguntó al oído (allí se hablaba sólo en susurros):

- ¿Y usted puede dar cuenta de esto?

Yo le dije:

- Puedo.

Y entonces algo como una sonrisa asomó a lo que había sido su rostro.



La consoladora rotundidad con que Anna Ajmátova desafía al miedo y al frío resulta, más de medio siglo después, no sólo un testimonio de las ignominias del pasado, sino una estremecedora proposición ética para el presente. Ese escueto "puedo", musitado apenas, resuena hoy como un grito de fortaleza y esperanza.

(Las palabras de Anna Ajmátova fueron colocadas en su día como encabezamiento de su conmovedor Réquiem. La traducción es de Monika Zgustova y Olvido García Valdés. Está extraído de la antología El canto y la ceniza, publicada por Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores)

2 comentarios:

Vitartis dijo...

Qué bien lo dice... La literatura tiene que doler, tiene que tocar las cuerdas de nuestro corazón, debe reCORDar (sincronizar con nuestro ritmo cardíaco). No se puede arrancarla de la vida, pues se marchita.
Gracias

discreto lector dijo...

Qué bien lo dices, Vitartis. Pero sobre todo qué bien lo dice Anna Ajmátova. La literatura tiene, al menos, esa potestad, la de dar testimonio, la de tocar el corazón del lector con las palabras, la de abrir vías de comunicación entre distintos mundos vitales. La literatura, en efecto, es CORDialidad. Como demuestra de sobra tu comentario.