9 de agosto de 2008

Alice Munro

No resulta fácil hablar sin artificios de los escritores a los que uno lee con entusiasmo, ni explicar convincentemente las razones de nuestra admiración. Al menos no lo es para mí. El primer obstáculo es el lenguaje, que no puede ser tan lacónico que acabe perdiendo emoción y matices ni tan altisonante que parezca un anuncio televisivo. Ni la corrección de la prosa administrativa ni la cursilería de un diario adolescente son deseables. La impostura es en ambos casos la amenaza más temible. Pero al mismo tiempo está la dificultad que nace del propio fervor. ¿Cómo transmitir algo tan personal, tan incomparable, como el sentimiento de gozo? Lo que para uno es evidente puede no serlo para los demás, de modo que siempre acecha el temor a la imprecisión, a ser incapaz de explicar las fuentes de un sentimiento, a que las palabras de celebración no estén a la altura del homenajeado.

Eso me ocurre al hablar de Alice Munro, que al no ser una escritora habitual en las conversaciones literarias, al faltar en el ambiente las referencias que aportan los muchos lectores, me veo forzado a agregar informaciones que en cualquier otro caso serían innecesarias. Me limitaré en este caso a decir que leo sus relatos, que es el género que cultiva exclusiva y minuciosamente desde hace treinta años, con una expectación y una entrega que otorgo a muy pocos escritores.

Al iniciar la lectura de cualquiera de los relatos de Alice Munro uno reconoce de inmediato el territorio de la rutina, de la anodina felicidad. Todo parece estar en orden, igual a lo que fue e igual a lo que será. Nada sucede en las primeras páginas ni nada parece que pueda suceder. Pero justo cuando todo parece abocado a la más perfecta e inalterable inanidad algo se quiebra y modifica la realidad de un modo imprevisto y definitivo. Las protagonistas de los relatos de Alice Munro, pues la mayoría de los personajes de sus relatos son mujeres, poseen los rasgos de cualquier mujer que podamos observar en el autobús o en la calle. Sus cansinos trabajos, sus compromisos domésticos, sus convenciones sociales, sus afectos familiares... en nada las diferencia de las mujeres reales. Pero algo en ellas las hace distintas, algo que ha ido gestándose desde tiempo atrás y que repentinamente estalla y lo altera todo. Y aunque la autora nos lo ha ido anunciando sutilmente, sólo al final reparamos en la intensidad de los sueños, las esperanzas, las ambiciones... que, como una oruga en su capullo, habían permanecido ocultos a la mirada ajena y a la propia conciencia hasta su repentina eclosión. Y lo que observamos con ojos fascinados es una vida nueva, imprevista hasta entonces. Nos damos cuenta de pronto de las decisiones, las rupturas, los riesgos, las encrucijadas que pueden desviar el curso de la existencia o empantanarla para siempre. El modo delicado de describir la fortaleza oculta tras la máscara de la fragilidad, la determinación agazapada bajo la incertidumbre, la voluntad de reinventar la propia existencia que madura bajo la capa de conformismo, la vehemencia que aguarda bajo la apariencia de calma y que parecía no existir... es una de las principales razones que provoca la admiración hacia sus personajes y sus vicisitudes.

Me gusta asimismo el tono transparente y terso de su escritura. Ninguna palabra parece faltar, ninguna palabra parece sobrar. Uno lee sus historias como si comiera pan, con la sensación de estar ante algo elemental e incuestionable. La estructura de sus relatos no es, sin embargo, sencilla. Las arriesgadas elipsis, las continuas rupturas del texto, los calculados silencios, exigen una lectura atenta y cómplice. Alice Munro narra lo esencial, lo preciso, lo que no admite discusión. Y esa deliberada parquedad obliga al lector a no desdeñar ningún detalle, pues debe saber que los objetos o los gestos de las primeras páginas, que no parecían tener importancia, pueden determinar el desarrollo de la historia. Lo insignificante se revela entonces decisivo y nos sentimos de pronto empujados a reparar en lo invisible, en lo que habitualmente pasa desapercibido, en las nimiedades que también afectan a nuestra vida. Pocos son los seres humanos cuyas existencias se ven transformadas por acontecimientos tremendos o grandiosos. En la mayoría de los casos serán los minúsculos hechos cotidianos -un hallazgo, un reencuentro, una enfermedad, una negligencia...- el origen de la metamorfosis. Y de esas posibilidades nos habla Alice Munro. Nadie espere en sus relatos sucesos extraordinarios o decisiones heroicas. Es la simple insinuación del cambio, el esbozo de un pensamiento divergente o la evocación de un lugar casi olvidado lo que desencadena la mutación y deja a los lectores maravillados y pensativos.

Es además una de las pocas escritoras que hace del mundo de las mujeres algo realmente cautivador, algo no impostado ni movido por militancias, cuotas o compensaciones. En sus manos, las mujeres parecen encarnar de modo natural lo que el relato pretende decir sobre la naturaleza humana, como si el argumento solamente pudiera entenderse si lo protagoniza una mujer.

Algunos encuentros azarosos con su nombre han venido a reavivar mi admiración. Una de las pocas alegrías de la pasada temporada cinematográfica me la ha proporcionado la película Lejos de ella, dirigida por Sarah Poley y protagonizada por Julie Christie y Gordon Pinset, una historia de amores y desmoronamientos realmente conmovedora basada en un relato de Alice Munro, traducido en España como Ver las orejas al lobo, incluido en el libro Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio. Pocos meses después, Marisa Bortolussi, una profesora de la Universidad de Alberta, en el curso de un seminario sobre la recepción lectora, puso los relatos de Alice Munro como ejemplo de los vacíos estimuladores de un texto, de lo que el autor no formula y el lector ocupa feliz y creativamente con su imaginación. Y hace pocas semanas observé que en la divertida novela de Alan Bennett Una lectora nada común Alice Munro era uno de los pocos escritores que se salvaba de la mirada ácida e inmisericorde del autor. En el elenco de fatuos, ignorantes y ridículos personajes con los que tiene que relacionarse la reina de Inglaterra, convertida repentinamente en una lectora voraz, Alice Munro constituye una excepción, aparece como alguien de conversación agradable y cuyos libros lee Su Majestad con muchísimo gusto, lo que interpreto como una clara señal de admiración de Alan Bennett hacia la autora canadiense, semejante a la que le profeso.

Parecía llegado el momento de hablar de ella.

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