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El poema de Ángel González que reproduzco hoy, publicado en su libro póstumo, es, en primer lugar, un tributo de admiración y homenaje. Siempre he leído a Ángel González con la sensación de estar escuchando una voz carente de imposturas, diáfana, capaz de hacer que la poesía pareciera la forma de hablar de la gente (o quizá al contrario: capaz de hacer que la forma de hablar de la gente pareciera poesía). Quede constancia de mi agradecimiento por los momentos dichosos que nos regaló. Pero en segundo lugar porque en ese breve poema, próximo al aforismo como tantos de los suyos, está condensada de modo ejemplar una de las certidumbres de la lectura: la provocación emocional de las ficciones. Los lectores saben que Antígona nunca existió, que Pedro Páramo no transitó por las calles de Comala, que Alejandra Pizarnik reía por las mañanas aunque sus versos nocturnos fuesen desgarradores y suicidas, pero no por ello se sienten incrédulos o engañados cuando abren un libro. Antes al contrario, se dejan arrastrar, a veces sin pretenderlo, por las fantasías ajenas hasta el punto de sonreír, indignarse, sollozar o avergonzarse sin tapujos. Y ahí radica la primordial virtud de la literatura, en la autenticidad de las emociones y los razonamientos que genera el alfabeto de la imaginación.
LA VERDAD DE LA MENTIRA
Al lector se le llenaron de pronto los ojos de lágrimas,
y una voz cariñosa le susurró al oído:
- ¿Por qué lloras, si todo
en ese libro es de mentira?
Y él respondió:
- Lo sé;
pero lo que yo siento es de verdad.
Ángel González. Nada grave
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