Muy a menudo, en las novelas y relatos que leemos encontramos hermosas y lúcidas referencias al acto mismo de leer. Son definiciones narradas de lo que la lectura significa para los autores y en las que están recogidos no sólo sus propios sentimientos sino los de la época en la que vivieron. Resultan testimonios inestimables de la concepción del lector en un concreto momento histórico, de lo que se pensaba que eran y de lo que se estimaba que debían ser.
Uno de esos admirables vestigios se encuentra en la novela David Copperfield, escrita por Charles Dickens y publicada por entregas mensuales entre 1849 y 1850. Como se recordará, la novela cuenta en primera persona la vida de David Copperfield, cuyo padre había muerto antes de su nacimiento, el cual se ve obligado a convivir con el señor Edward Murdstone, con quien su madre se casa cuando David tiene siete años, y su tenebrosa hermana Jane, quien asimismo se instala en la casa, quienes lo tratan con una severidad y una inquina insoportables. La soledad y la aflicción de David sólo encuentran alivio en la lectura.
"El resultado lógico de semejante trato, que duró, según creo, alrededor de seis meses, fue convertirme en un muchacho triste, taciturno y obstinado. Contribuyó, asimismo, a ello el sentimiento de verme cada día más alejado de mi madre. Creo que me habría embrutecido casi por completo de no haber sido por una circunstancia.
Mi padre había dejado en un pequeño cuarto del piso superior, al que yo tenía acceso por estar junto a mi dormitorio, una pequeña colección de libros en la que nadie había reparado. De aquella bendita habitación salieron Roderick Random, Peregrine Pickle, Humphrey Clinker, Tom Jones, El vicario de Wakefield, Don Quijote, Gil Blas y Robinson Crusoe, en hueste gloriosa, para hacerme compañía. Ellos -así como Las mil y una noches y los Cuentos de los genios- mantuvieron despierta mi imaginación y mi esperanza de una vida mejor; y no pudieron causarme el menor daño, pues, de existir algún mal en ellos, yo lo desconocía. Todavía ahora me asombra pensar cómo encontraba tiempo para leer aquellos libros, en medio de mis pesadas tareas y de mis tropiezos. Me resulta curioso que pudieran consolarme de mis pequeños problemas (que para mí eran muy grandes), al permitirme encarnar a mis personajes favoritos e identificar al señor y a la señorita Murdstone con todos sus malvados. Fui Tom Jones toda una semana (Tom Jones niño, una criatura inofensiva). Fui mi propia versión de Roderick Random un mes seguido. Leía con avidez los escasos volúmenes de viajes y expediciones -no recuerdo exactamente cuáles- que había en las estanterías; y, durante muchos días, recuerdo haber recorrido mi zona secreta de la casa armado con la pieza central de un viejo juego de hormas de zapatos, creyéndome la encarnación más perfecta del capitán Mengano, de la Armada Real Británica, en peligro de ser atacado por una tribu de salvajes y decidido a vender bien cara su vida. El capitán jamás perdía su dignidad, aunque le golpearan las orejas con una gramática latina. Yo sí; pero el capitán era un capitán y un héroe a pesar de todas las gramáticas de todas las lenguas del mundo, vivas o muertas.
Y ése fue mi único y constante consuelo."
Es verdaderamente iluminadora la descripción de los efectos confortadores de la lectura, los procesos de identificación que promueve, las confrontaciones de los actos de los personajes con los episodios de la propia vida. Tanto en tan pocas palabras.
(La cita está extraída de la edición de David Copperfield publicada en DeBolsillo Mondadori. La traducción es de Marta Salís)
30 de agosto de 2008
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