Hace ya bastantes años compré en un mercadillo de Beijing, junto al Templo del Cielo, varios ejemplares de los libros rojos que durante la Gran Revolución Cultural china utilizaban los guardias rojos como guía para sus debates y sus acciones. Eran pequeñísimos libros con reflexiones y pensamientos de Mao Zedong, en aquel momento el líder indiscutible de la República Popular China. Era casi lo único que podía leerse entonces, pues todo lo demás, incluyendo las novelas y la poesía milenaria del propio país, era considerado basura ideológica, arte venenoso. Los estudiantes revolucionarios los empuñaban y exhibían públicamente como testimonio de su adhesión a aquel enloquecido movimiento político, que tanta miseria y tanta desgracia acarreó al pueblo chino bajo la excusa de extirpar para siempre las dañinas tradiciones culturales y procurar una pura sociedad igualitaria, un mundo nuevo sin rastro de clases sociales ni vicios occidentales. Los compré por un impulso sentimental, como reliquias de la época convulsa y confiada de mi juventud.
A quienes no habían nacido entonces o eran niños en las postrimerías del franquismo les resultará difícil entender que aquel terrible movimiento político tuviera un eco tan desmesurado en Occidente, hasta el punto de que las simplicidades del pensamiento maoísta fueran utilizadas por miles de estudiantes de todo el mundo como guía para la revolución en sus respectivos países industrializados y ricos. Pero en aquel tiempo de incertidumbre todo parecía elemental y al alcance de la mano.
Cuando compré aquellos ejemplares de libros rojos se iniciaba ya la gran transformación de China, la revolución económica y cultural que la ha convertido en la potencia capitalista que es hoy, y cuyo desarrollo social y tecnológico ha quedado patente en la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de 2008. Ya entonces, todos los símbolos de la fracasada Gran Revolución Cultural -folletos, bustos, insignias, libros, banderas, carteles...- estaban puestos a la venta como souvenirs para turistas. Lo que había sido sagrado se vendía entonces como mercancía barata y chatarra histórica.
Para mi sorpresa, en uno de aquellos libros de pensamientos de Mao Zedong comprados en los puestos de baratijas encontré la minúscula fotografía de una joven revolucionaria, cuya imagen canónica podía figurar en cualquiera de los afiches de la época para representar el rostro feliz de la nueva China. Estaba escondida en el forro rojo de plástico que protegía el libro y cuyo color daba nombre a aquel tipo de opúsculos. El dueño de aquel ejemplar había guardado celosamente la fotografía de su amor en aquel severo nicho de máximas y consignas revolucionarias, como aliento quizá para sus codiciadas hazañas, como señal también de la frágil condición humana. Y allí quedó la fotografía cuando llegó el tiempo de la decepción y el fracaso, del abandono de aquella sangrienta y destructora utopía, del reconocimiento del error y de la culpa. Y allí permaneció cuando los libros fueron a parar a manos de los vendedores callejeros.
Viendo ahora la fotografía de esa anónima joven revolucionaria me da por pensar qué habrá sido de ella. Ha pasado casi medio siglo desde que probablemente fuera tomada la fotografía. No me cuesta imaginarla sexagenaria y jubilada. ¿Pero acabarían unidos ella y el joven enamorado que contemplaba su imagen mientras memorizaba los pensamientos de Mao Zedong? ¿Dónde habrá vivido todos estos años? ¿En qué habrá trabajado? ¿Cómo será su familia? ¿Y su casa? ¿Qué pensará del cambio gigantesco de su país? ¿Seguirá fiel a los viejos principios comunistas? ¿Dónde vería la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de Beijing? ¿Sentada en un sillón junto a sus hijos y sus nietos? ¿Sentiría el mismo escalofrío de asombro y admiración que sentimos nosotros? ¿Habrá muerto?
Este silencio que sigue a las preguntas es el instante que precede a la escritura, a la respuesta literaria.
12 de agosto de 2008
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