(Continúo el relato interrumpido en la entrada anterior)
Decía que el insólito episodio del robo y la recuperación de las piezas podía haber acabado de manera amable, incluso con el agradecimiento público por haber evitado que las obras de arte se malvendieran en otro lugar, y de esa manera hubiéramos podido contar una historia de enredo, un poco cómica y con final feliz. Pero la historia que lamentablemente tuvimos que soportar fue dramática, fatídica e insoportable. En esa frontera entre la normalidad y la fatalidad, cuando todo acto puede decantarse hacia la luz o las sombras, es donde se sitúa, como ya dije, la escritura de Franz Kafka, tan lúcida y tan contemporánea. Si invoco ahora la condición de judío del escritor checo no es para señalar el origen de su talento para captar la fragilidad del destino humano sino porque ayuda a entender mejor el caso que nos ocupa, pues entre la consideración despectiva de los judíos y los gitanos hay muchas similitudes.
El caso es que, por razones que supongo que tienen que ver más con las temibles burocracias judiciales que con la lógica, el suceso llegó a manos de un juez que de pronto vio que allí había materia para lucirse y aparecer una vez más como el justiciero que aparentaba ser y a cuyo ensalzamiento tanto contribuían los periodistas, que lo cortejaban porque necesitaban historias truculentas y susceptibles de ocupar las primeras páginas y los informativos durante varias semanas. Ese maridaje resultó nefasto.
El susodicho juez consideró que la historia podía ser enjuiciada de otra manera y entenderse como un caso de intereses turbios de tráfico de obras de arte, de modo que vio una ocasión para montar un proceso que reafirmara su fama de perseguidor de las tropelías de los ricos y poderosos. Y así fue que, sin pruebas objetivas y aún contra el testimonio del propio Ayuntamiento que aseguraba que habían sido recuperadas y restituidas todas las piezas robadas y en contra de la opinión de la policía que sostenía que el relato de los hechos era cierto, decide enviar a la guardia civil a detener a José Heredia Maya (¡qué extraordinarios apellidos para un proceso inquisitorial contra el tráfico de obras artísticas!) y al vecino que lo había involucrado involuntariamente en el episodio nocturno con los ladrones.
Les invito a imaginar lo que puede significar para cualquier persona, en este caso un profesor universitario y escritor, que una mañana se presente inopinadamente en su casa la guardia civil con una orden de detención por receptor de objetos robados y que aún estupefacto y aturdido sea esposado e introducido en un coche y conducido al juzgado de inmediato. E imaginen también que sea acusado de cómplice de un robo y que a continuación, aún no repuesto del sobresalto, sea conducido a prisión. Y, aún peor para quienes han hecho de la honorabilidad la base de su conducta pública, que sea asaltado a la salida del juzgado por un enjambre de fotógrafos y periodistas que ven en esas figuras, un médico y un profesor universitario esposados, una magnífica oportunidad para redactar tremebundas crónicas y componer gruesos titulares para las portadas de los periódicos y los informativos radiofónicos y televisivos.
Imaginen ahora el brutal golpe psicológico que supone para cualquiera pasar en el lapso de pocas horas de la seguridad del hogar y las aulas a la inclemencia de una celda, sin apenas tener tiempo de entender lo que está ocurriendo, si lo que está viviendo es una pesadilla o algo real. En su caso era real.
De todo lo que siguió me ahorraré los detalles, pues su relato ocuparía una extensión impropia de un blog. Tan sólo diré que la instrucción del caso fue una demostración de... (¿qué palabra emplear sin riesgo de que la tela de araña de la burocracia judicial te atrape y te destruya?). Mejor me la callo y dejo a cada lector que concrete el término, pero no dejaré de decir que lo que los distintos tribunales de justicia hicieron con ese asunto me indujeron a desear que nunca me ocurriese algo semejante, pues se necesita una excepcional fortaleza psíquica para soportar tamaña injusticia. Confirmé que la ecuanimidad y el sentido común no son cualidades que haya que presuponer a muchos jueces. Y diré también que, junto a demostraciones admirables de amistad y solidaridad, menudearon las maledicencias, los desdenes, las miradas turbias, las sonrisas condenatorias... Y añadiré finalmente que muchos periodistas se comportaron en ese tiempo de un modo deshonesto y perverso. Resulta casi titánico recuperarse de un castigo semejante. Pienso que José Heredia Maya no pudo hacerlo.
¿Y por qué recuerdo hoy esta historia? Sencillamente porque, aparte de contribuir modestamente a compensar lo que públicamente nunca se ha hecho: reparar el daño cometido, me conmovió ver que una sobrina suya rompiera a llorar desconsoladamente en el cementerio sin dejar de repetir que el suceso ocurrido tanto tiempo atrás había sido el desencadenante de la enfermedad de su tío. Me impresionó comprobar cómo puede caer sobre una familia entera la sombra del infortunio y que no se disipe aunque pasen los años y siga acosando a todos sus miembros de un modo incesante, casi como un castigo mitológico.
Y pues nombro a la familia regresaré al poema Clemencia que reproduje en la entrada anterior y justifica este largo comentario. Imaginen entonces al padre anciano abatido por un suceso tan inesperado como angustioso. Imaginen a un hombre honrado, uno de cuyos mayores logros en la vida había sido lograr que el hijo de un gitano vendedor ambulante pudiera estudiar y llegar a ser profesor universitario, el primero en España como ya dije, que se ve de pronto abrumado por un suceso que le resulta incomprensible, que destruye violenta y arbitrariamente tantos años de trabajo y esmero, que en la figura humillada de su hijo ve el ataque a una familia entera y a unos apellidos tan fatigosamente dignificados. Y así lo recuerda poéticamente su hijo cuando luego escribe su libro Experiencia y juicio, pidiendo a quienes conoce que le expliquen el sentido de toda aquella ignominia, implorando clemencia arrodillado en la iglesia, escuchando incrédulo que peor suerte hubiera corrido su familia de haber vivido en otros tiempos. Una vez más, he aquí la literatura como un modo de exorcismo y alivio.
Ése es el significado profundo del poema con el que abría estas entradas. En sus versos está la huella dolorosa de una experiencia infortunada y de un juicio inicuo. Y como me gustaría que la reivindicación que he hecho sirviera a la vez para extender el conocimiento de la labor literaria y artística de José Heredia Maya, aquí y aquí y aquí pueden saber algo más del amigo que acaba de fallecer.
20 de enero de 2010
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6 comentarios:
Después de leer tu entrada y la que le dedican en Baxtalo's Blog me siento como si lo hubiera conocido un poco. Está claro que era una gran persona.
Espero que no os importe si copio sus palabras sobre la cultura para mi sección "palabras prestadas".
Lammermoor, en este blog estás como en tu casa. Nada tienes que pedir prestado. Utiliza lo que necesites y ya está, faltaría más.
Y si la evocación de José Heredia Maya sirve para interesarte por su obra... misión cumplida.
Han sido dos entradas muy bellas, porque me has presentado a tu amigo: un poeta que vivió una terrible injusticia. Pero que tuvo la suerte de contar en su vida con personas como tú, y eso debe haber dado consuelo a su corazón. Un abrazo para tí Juan que has perdido a tu amigo...y gracias por dármelo a conocer.
Ale, esas entradas son, sencillamente, una celebración de la amistad, como lo son asimismo las discretas conversaciones que se mantienen en este blog. Gracias por hacerlo posible.
Es sencillamente terrible escuchar, rememorar injusticias tan cercanas y siento ganas de repudiar a esa parte de humanidad que se ceba, impunemente y sin piedad con personas buenas, cultas,educadas... ¡esta Granada y sus tristes historias...!
Digo lo mismo: Tu testimonio restituye y da esperanza... Memes
Memes, la otra Granada que amamos y salvamos a diario también existe, aunque sea menos visible. Lamentablemente, esa rancia y ceñuda ciudad que con tanto afán se empeñan en construir puede desalentar a cualquiera. Nuestra obligación es resistir. Gracias.
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