
Comenzaré diciendo que una de las cualidades de la escritura literaria que más aprecio es la sutileza, la potestad de presentar lo minúsculo como algo esencial y revelador, la virtud para hacer que los lectores se interesen por las peripecias cotidianas con el mismo fervor que pueden prestar a los grandes acontecimientos históricos. Pero, ¿por qué habría de importarnos conocer las secuelas de un recuerdo adolescente que no ha dejado de gravitar en la vida de un sexagenario ni un sólo día desde que el pequeño suceso tuvo lugar, cincuenta años antes? ¿Qué puede ofrecer a los lectores la narración de un enquistado sentimiento de culpa que el narrador efectúa como un tardío acto de justicia? ¿Tan grave fue lo sucedido? ¿Acaso estamos hablando de un temible secreto, de la ocultación de un acto brutal y ominoso? No, desde luego. El suceso que ha atormentado al protagonista a lo largo de décadas es, visto desde fuera, ínfimo, casi ridículo, lo cual no ha evitado su presencia dolorosa.
Un gesto adolescente, impremeditado, puede determinar gravemente una vida y el relato de William Maxvell, Adiós, hasta mañana, evoca ese peso. Al leerlo nos sentimos reclamados de inmediato por una confesión, por el viejo temor de un hombre mayor a que el silencio acabe por destruir su necesidad de rememorar. A veces, la memoria preserva ínfimos lugares dañados cuya reparación resulta cada vez más apremiante, si es que se aspira a alcanzar la serenidad definitiva. Es como una rozadura en un pie, liviana a primera vista, pero presente en cada paso que se da. ¿Y puede hacerse de la narración de un recuerdo, real y a la vez imaginado, una novela conmovedora, inolvidable? Sí, ése es el gran mérito de William Maxvell, convertir un episodio anecdótico en una exploración profunda de la condición humana. Cuando un escritor me hace sentir más compasivo y más interesado, cuando me conduce con delicadeza por la conciencia herida de un ser humano, cuando hace de la melancolía un modo de sondear el pasado, me siento elevado como lector. Soy capaz de entender de pronto las significaciones de la amistad, el dolor por la muerte de una madre, las incertidumbres del crecimiento, la sombra de la culpa, el anhelo de redención...
¿Y todo ello en un libro de 172 páginas? Sí. Basta esa brevedad para decir lo que esperamos siempre de la literatura: densidad, emoción, conocimiento. Y si se leen juntas ambas novelas (acabo de comenzar la tercera, La hoja plegada, y aún no estoy en condiciones de opinar) se percibirá un mismo estado de ánimo, aunque entre una y otra medien 43 años, y una misma voluntad de escribir como si se susurrara, como si se reclamara a los lectores una mirada deferente a las vicisitudes de la infancia. Son novelas que hablan de los niños, sí, pero van más allá: son novelas sobre las vidas dañadas, sobre las esperanzas pese a todo.

6 comentarios:
Quiero decirte que me encontré con tu blog accidentalmente como tantas cosas que en la vida se encuentra uno, de leerte dan ganas de volver a toamr la lectura como algo placentero.
Desde el instante en el que terminé la lectura de tu artículo, quedé prendada de la novela. Al igual que el comentario que me antecede, llegué a tu blog por azares... un grato descubrimiento. ¡Saludos!
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