LEBRILLÁN
Todavía no era el sol astro rey, pero llevaba ya intrigando lo menos dos horas, cuando, en casa de Lebrillán, comenzaban los preparativos para ir a la playa. Aún estaban los cierres a la calle entornados; sólo había señales de vida en el interior, en el huerto-jardín y en las ventanas y miradores que daban a él. Se recogían las esponjosas toallas de llamativos colores, los trajes de baño, se levantaba a los niños, Aurora, Juan, Estrella, Adelaida, Zulima, José; se obedecía la voz adormecida, en lenta marea alta, de la señora, y él, Lebrillán, se afeitaba despacio en pijama, iba a su entornado y fresco despacho a organizar cronométricamente una jornada de ocio, rompía o sustituía algún papel de la mesa, reparaba, pegándolo, el cuero despellejado de un sillón, subía con extraña fuerza, reptil, a las habitaciones altas, junto al palomar, para sorprender a Juana o a Dolores vistiéndose, volvía y se daba con lentitud una loción aromática, preguntaba por una camisa que había estado buscando sin encontrarla, salía al jardín, miraba al cielo, olía la albahaca, los jazmines morunos, el sándalo, escuchaba el agua caer sobre la alberca. El reloj de la catedral y el ingenuo de las clarisas iban jalonando y tensando los ritos, la afanosidad doliente, mecánica, de la casa. "¿Estamos ya?", se oía de vez en cuando. No, no estaban. La pregunta se repetiría cinco, seis veces, hasta que salieran todos, con aire sudoroso, pesado, hacia la playa. Y se olvidaba algo siempre. El olvido, esfumante, fatal, vivía con ellos. El olvido promovía los suspiros en aquella casa y variaba el destino de las horas.
Los niños con las criadas iban delante. Lebrillán, con su mujer, detrás. Al cuello llevaba su "Rolly Flex" último modelo y sus prismáticos, alemanes también, con espléndidos cristales Zeiss. La playa estaba cerca, pero todavía, mientras se desnudaban, dejaban los objetos de valor, se aguardaban en la caseta unos a otros, despedían a las criadas, que se bañaban aparte, los relojes de las torres iban sonando, más rotundos cada vez, como si campanearan en el mortero del sol.
Lebrillán paseaba por la playa con sus tensos y abultados carrillos, sus labios gordos, su frente estrecha mordida de pelo negro, duro y algo rizoso, sus ojos negros, ahuevados y como inocentes, cuyas niñas, un poco altas, parecían tirar siempre del labio superior, en el aire, pasmado; con su potra abundosa, temblequeante; con las curvas de su grasa, suave, amplias, pomposas; con sus pies chicos, señoreándose al andar a lo ancho más que a lo largo, en alpargatas chancletas con elástico en el empeine; con sus manos pequeñas, robustas y peludas, nerviosas. Siempre le acompañaban los niños.
Algunas veces condescendía a que el mar le probase, pero guardando las distancias, el mar ahí y él aquí, sin entrega, dando cerca unas cuantas brazadas, con superioridad, con desprecio, y volviendo a la orilla. Conocía bien el mar. El mar y él no habían estado nunca lejos, habían sido rivales toda la vida sin planteárselo, aún lo eran. El mar le conocía también; en cierto modo, le había criado; fue, cuando él era un tripa al aire, su reconstituyente.
En la playa había gente conocida. Gente que fisgaba a Lebrillán, al que sabían de Algeciras, niño sin escuela, aguador, vendedor ambulante, chatarrero enriquecido, que vivía, hacía ya muchos años, aquí, en la ciudad, en casa abierta al cielo, clausurada al mundo, aromada y recia, antigua, donde vivió la amante aristócrata de un garrochero. Casa de apasionada clausura, que hubiera servido igual como convento, como refugio del amor divino. Ahora Lebrillán era un vago. Un vago fabuloso que recibía al año tres, cuatro agentes, que venían a aumentarle la renta. Un vago que movía y saboreaba su lengua con imprecisas añoranzas. Un hombre como dormido que había tenido una estrella de cara o había despierto alguna vez. Sí, en la playa había gente conocida, pero también un mundo nuevo, un mundo para colarlo y apresarlo en los potentes cristales de los prismáticos o en la película pancromática, muy pancromática, de la "Rolly".
Siempre le acompañaban los niños. Porque la playa estaba llena de francesas, alemanitas, inglesas, holandesitas... Y catalanas. Y madrileñas... Lebrillán se llevaba las que podía a casa y formaba luego con ellas un mórbido, imaginario, harén de invierno. A todas no. A las mejores sólo, las más impúdicas y nórdicas, las de más reducidas piezas, las descuidadas, naturales o indiferentes. Se las llevaba en fotos. Pero incluyendo a los niños como pretexto. A sus hijos, que paseaban al lado de Lebrillán, distraídos unas veces, atentos al padre otras, como perrillos a la caza de buenas piezas. Más de uno, por distracción inoportuna con pérdida irreparable, se llevaba un pescozón diario. Y el padre le acuciaba moviendo la lengua con ansiedad:
- ¡Nene! ¿Quieres retratarte o no? Pues ¡venga!
Siempre caían tres, cuatro fotos limpias, menos domingos y festivos, en que la aglomeración metía en la cámara un torneado, caprichoso puzzle de hombros, brazos, piernas, niños. Había muchachas que iban a diario y, a fin de temporada, habían conseguido seis o siete posturas seductoras, siempre con los hijos de Lebrillán delante, detrás o a un costado. Alguna de las habituales salía, muchas veces, mirando de reojo a la cámara, con el entrecejo fruncido o aire de sospecha. O con un gestillo de asco hacia el fotógrafo, que era para Lebrillán, en los días largos y aburridos del invierno, la evidencia de su lucha estival, la constancia de su esforzada caza, el estímulo más eficaz de su admirativa ternura, la convicción de que aquella "pieza" tenía altísima feminidad, sangre arisca, rebelde, tal vez picante.
A la única muchacha local que Lebrillán no perdonaba nunca era a Carmencita. Carmencita era el "bombón" de todas las tertulias seniles que pasaban la vida mirándose en corro en las aceras o en los salones guateados, oscuros, de los "círculos". Carmencita era parte de la familia muy numerosa de un empleado municipal y Lebrillán la tenía retratada desde los trece hasta ahora, que iba a cumplir dieciséis. La seguía como a una planta de su jardín, imaginando sus aromas tibios, alabando su balanceo al aire, sabiendo su voz dócil, infantil, lejana, inventándole a su clara frente sueños oscuros, valorando sus rincones claros, jóvenes, en los que flores sensibles, duras y misteriosas, se recataban o se tendían incitando la timidez y la fuerza.
Una vez satisfecha la provisión diaria de fotos, entraban en liza los prismáticos. Lebrillán escogía un centro de operaciones, variable, se recostaba en su hamaca entoldada y, contando con la ayuda del mar, veía, al descuido, ínfimas parcelas de intimidad femenina. Los prismáticos eran expertos en arranque y bifurcación de senos, vellosidades, guedejas de cogote y sienes. Lebrillán acaso compensaba su antigua dedicación a la chatarra con el acopio de cuerpos tensos, nuevos.
Los niños que, salvo acuartelamiento repentino, quedaban libres a la hora de los prismáticos, estaban hartos de fotos. Porque un padre podía querer y perpetuar a sus hijos, pero no tanto. Tras la primera semana de playa, posaban ya distraídos, sudorosos, con ojeras, como obrerillos tristes mal pagados de un Faruk simplón, poderoso. Salían los pobres "trabajando". Y si, al principio, la inocencia no les dejaba entender, foto a foto, Juan, el niño mayor, fue dándose la vuelta y poniendo sus ojos en el objetivo último que perseguía Lebrillán. El padre, irritado, acabó concediéndole libertad absoluta, pero sus hermanos continuaban sujetos al incomprensible recuadro de la cámara.
Mientras, borrada en la playa, la mujer de Lebrillán esperaba segura de sus noches, compenetrada con las lunas, mirando con naturalidad al mar, con ojos fuertes, bellos, como oscuras y misteriosas joyas, con su carne joven ya ajada, extrañamente dulce, propicia.
Se iba el verano. Y pasado el momento de revelar las oscuras, excitantes horas del laboratorio, Lebrillán aburría las fotos que archivaba o perdía sin acordarse más. Sólo una o dos quedaban por su despacho; las que más le atraían sin saber por qué, las que, bajo su mirada, siempre ofrecían inagotable atracción. En el invierno estaban Juana y Dolores, a las que había que pellizcar y asediar, tal vez cogían una criada -una chiquilla- nueva; estaba el "círculo", la misa brava, empolvada, de los domingos en la catedral, los barcos en el puerto, los callejones que no duermen, el diario local y el de Madrid, el Banco, los desayunos del bar con tabaco y limpiabotas, los paseos, los bostezos, el palillo, el tiempo... Y el verano otra vez. Y la playa. Y Lebrillán que...
Medardo Fraile, Escritura y verdad. Cuentos completos
23 de agosto de 2010
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2 comentarios:
¿Qué dominio del adjetivo y la descripción!
Sigo descubriendo gracias a ti.
Tu blog está en mi lista de lecturas de este verano.
Un saludo.
Medardo Fraile es un narrador excepcional, Chose. El uso que hace en este cuento de la adjetivación deja boquiabierto a cualquier lector. Y el retrato que hace de un cierto tipo de hombre español durante el franquismo es magistral. Gracias de nuevo por tus palabras.
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