A veces, los lugares en los que se lee agregan a la lectura significados que los textos originalmente no tenían. No es que desfiguren el sentido primigenio, sino que provocan recuerdos inesperados, emociones insondables que, probablemente, no aparecerían si esos textos fuesen leídos en otro lugar, con otra luz u otro paisaje.
Afirmo esto a propósito del Barranco de Víznar. En la madrugada del día 18 de agosto de 1936, el poeta Federico García Lorca fue fusilado por soldados del ejército de Franco. No hay constancia oficial del día de la muerte, se supone que fue ese día por testimonios indirectos, ni el lugar exacto de su enterramiento, aunque los recuerdos del joven que lo sepultó permiten hacerse una idea bastante aproximada. Murió, eso sí se sabe con certeza gracias a las investigaciones, entre otras, de Ian Gibson, junto a un maestro, Dióscoro Galindo, y dos conocidos banderilleros granadinos, Joaquín Arcollas y Francisco Galadí, que se ganaban la vida en realidad como hojalateros y eran además militantes anarquistas. De lo que no hay duda es que su fusilamiento tuvo lugar en las proximidades del denominado Barranco de Víznar, en el camino que une ese pueblo granadino con el de Alfacar, en las estribaciones de la hermosa Sierra de la Alfaguara. Como también se sabe con seguridad que en ese barranco están enterrados otros muchos cientos de fusilados.
Durante décadas ese conocimiento fue secreto, transmitido en voz baja y con miedo. Pero desde unos pocos años se ha adecentado ese lugar y se ha colocado un monolito con una inscripción, Lorca eran todos, que recuerda algo elemental: que aunque el nombre del poeta descuelle sobre los demás, él siguió la misma infausta suerte de otras muchas personas anónimas. En una hondonada de ese barranco hay una improvisada cruz de piedras y ramas sobre la que los visitantes depositan cartas y poemas.
Cada año, en la madrugada de tal día como hoy, se celebran sendos homenajes a García Lorca y a los que murieron como él en el parque de Alfacar que lleva el nombre del poeta y en ese barranco próximo al pueblo de Víznar. En ambos casos, las conmemoraciones tienen lugar en terrenos bajo los cuales yacen los cadáveres de los ejecutados.
Siempre que conducimos a los amigos hacia esos lugares tenemos la precaución de llevar con nosotros algún libro con poemas de García Lorca. Leerlos en voz alta o en silencio, como hace en este caso nuestra amiga Shabnam, sabiendo que las palabras flotan sobre una fosa común, otorga a los poemas un irremediable carácter elegíaco, extrañamente vivificante.
Decid a mis amigosque he muerto.
(El agua canta siempre
bajo el temblor del bosque.)
Decid a mis amigos
que he muerto.
(¡Cómo ondulan los chopos
la gasa del sonido!)
Decid que me he quedado
con los ojos abiertos
y que cubría mi cara
el inmortal pañuelo
del azul.
¡Ah!
y que me fui sin pan a
mi lucero.
A ese agudo sentimiento de veracidad me refería al principio cuando hablaba de la influencia de los lugares en la lectura, pues en esos casos parece que la literatura es parte inmanente de la tierra, como las rocas, los olivos, los grillos, las acequias.
5 comentarios:
Hermosísimo post
Aunque sólo fuera por conmover a un único y anónimo lector o lectora valdría la pena mantener un blog.
Un saludo agradecido.
Hola, Juan:
Hermoso homenaje a Lorca el que comentas en tu post: leer un poema de Federico en un lugar tristemente marcado por la tragedia como éste debe transmitir una emoción especial a los que participan en ese acto.
Saludos.
Sí, Luisa, en ese lugar no tiene cabida la frivolidad. Saber que bajo tus pies hay cadáveres aún por desenterrar, silenciados no sólo por la muerte sino por el miedo y la indiferencia, otorga a cualquier verso que lees una dimensión trágica. Nuestro recuerdo, nuestras palabras y nuestra visita respetuosa al lugar es el más vivo homenaje que podemos ofrecerles.
Otra persona más que se ha emocionado leyendo esta entrada.
Y Lorca sigue sin tener un enterramiento como todos. En fin, seguiremos leyendo a Lorca, una manera de emocionarse cada día.
Un saludo
Teresa
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