30 de agosto de 2008
En compañía de libros
Uno de esos admirables vestigios se encuentra en la novela David Copperfield, escrita por Charles Dickens y publicada por entregas mensuales entre 1849 y 1850. Como se recordará, la novela cuenta en primera persona la vida de David Copperfield, cuyo padre había muerto antes de su nacimiento, el cual se ve obligado a convivir con el señor Edward Murdstone, con quien su madre se casa cuando David tiene siete años, y su tenebrosa hermana Jane, quien asimismo se instala en la casa, quienes lo tratan con una severidad y una inquina insoportables. La soledad y la aflicción de David sólo encuentran alivio en la lectura.
"El resultado lógico de semejante trato, que duró, según creo, alrededor de seis meses, fue convertirme en un muchacho triste, taciturno y obstinado. Contribuyó, asimismo, a ello el sentimiento de verme cada día más alejado de mi madre. Creo que me habría embrutecido casi por completo de no haber sido por una circunstancia.
Mi padre había dejado en un pequeño cuarto del piso superior, al que yo tenía acceso por estar junto a mi dormitorio, una pequeña colección de libros en la que nadie había reparado. De aquella bendita habitación salieron Roderick Random, Peregrine Pickle, Humphrey Clinker, Tom Jones, El vicario de Wakefield, Don Quijote, Gil Blas y Robinson Crusoe, en hueste gloriosa, para hacerme compañía. Ellos -así como Las mil y una noches y los Cuentos de los genios- mantuvieron despierta mi imaginación y mi esperanza de una vida mejor; y no pudieron causarme el menor daño, pues, de existir algún mal en ellos, yo lo desconocía. Todavía ahora me asombra pensar cómo encontraba tiempo para leer aquellos libros, en medio de mis pesadas tareas y de mis tropiezos. Me resulta curioso que pudieran consolarme de mis pequeños problemas (que para mí eran muy grandes), al permitirme encarnar a mis personajes favoritos e identificar al señor y a la señorita Murdstone con todos sus malvados. Fui Tom Jones toda una semana (Tom Jones niño, una criatura inofensiva). Fui mi propia versión de Roderick Random un mes seguido. Leía con avidez los escasos volúmenes de viajes y expediciones -no recuerdo exactamente cuáles- que había en las estanterías; y, durante muchos días, recuerdo haber recorrido mi zona secreta de la casa armado con la pieza central de un viejo juego de hormas de zapatos, creyéndome la encarnación más perfecta del capitán Mengano, de la Armada Real Británica, en peligro de ser atacado por una tribu de salvajes y decidido a vender bien cara su vida. El capitán jamás perdía su dignidad, aunque le golpearan las orejas con una gramática latina. Yo sí; pero el capitán era un capitán y un héroe a pesar de todas las gramáticas de todas las lenguas del mundo, vivas o muertas.
Y ése fue mi único y constante consuelo."
Es verdaderamente iluminadora la descripción de los efectos confortadores de la lectura, los procesos de identificación que promueve, las confrontaciones de los actos de los personajes con los episodios de la propia vida. Tanto en tan pocas palabras.
(La cita está extraída de la edición de David Copperfield publicada en DeBolsillo Mondadori. La traducción es de Marta Salís)
27 de agosto de 2008
El sonido de los colores
"Cuando me dicen que un hombre es rubio y tiene los ojos azules, pienso que tiene que ser guapo. Pienso que los rubios son guapos. Quizá porque hay pocos. Y la palabra 'azul', con sólo decirla, ya es hermosa. Me han dicho que mi marido es guapo. Eso espero. Y me han dicho que, en la Costa Azul, las montañas se reflejan en el mar y los paisajes se mezclan. Debe ser hermoso."
En boca de una mujer que no había conocido la luz, las palabras 'azul', 'rubio', 'mezcla' o 'guapo' adquirían de pronto una connotación inesperada, inaugural.
Me he acordado de Sophie Calle y de las respuestas de sus interlocutores ciegos al leer el libro (¿álbum? ¿cuento? ¿historieta? ¿poema?) de Jimmy Liao El sonido de los colores.
El libro entrevera a partes iguales inventiva, afecto y poesía. Uno presiente que la adolescente ciega de la que habla Jimmy Liao puede ser el reflejo de cualquiera de nosotros, de las inseguridades, ofuscaciones, anhelos y fantasías que nos acompañan y nos definen. No puedo evitar leer-mirar la descripción de la luminosa oscuridad de la protagonista sin sentirme interpelado, sin dejar de pensar en los sombríos laberintos de nuestra mente.
(El sonido de los colores ha sido publicado por Bárbara Fiore Editora)
24 de agosto de 2008
Dar cuenta
Imaginen por un momento a la poeta Anna Ajmátova en un día de frío sobrecogedor mientras guarda cola para conversar unos minutos con su hijo Lev, prisionero en la espantosa cárcel de Las Cruces, en Leningrado. Como tantos otros ciudadanos ha sido víctima de las crueldades de la policía secreta de Stalin (el último marido de Ajmátova tendría peor suerte y moriría de agotamiento en un campo de concentración del norte de Rusia). Como cada mañana de ese invierno inmisericorde aguarda a las puertas de la prisión sin saber si podrá ver a su hijo o, simplemente, saber si todavía vive. Y de pronto, alguien que aguarda también a que los guardianes permitan la entrada a la cárcel se acerca a ella y... Bueno, es mejor leer sus palabras.
EN VEZ DE PRÓLOGO
Diecisiete meses pasé haciendo cola a las puertas de la cárcel, en Leningrado, en los terribles años del terror de Yezhov. Un día alguien me reconoció. Detrás de mí, una mujer -los labios morados de frío- que nunca había oído mi nombre, salió del acorchamiento en que todos estábamos y me preguntó al oído (allí se hablaba sólo en susurros):
- ¿Y usted puede dar cuenta de esto?
Yo le dije:
- Puedo.
Y entonces algo como una sonrisa asomó a lo que había sido su rostro.
La consoladora rotundidad con que Anna Ajmátova desafía al miedo y al frío resulta, más de medio siglo después, no sólo un testimonio de las ignominias del pasado, sino una estremecedora proposición ética para el presente. Ese escueto "puedo", musitado apenas, resuena hoy como un grito de fortaleza y esperanza.
(Las palabras de Anna Ajmátova fueron colocadas en su día como encabezamiento de su conmovedor Réquiem. La traducción es de Monika Zgustova y Olvido García Valdés. Está extraído de la antología El canto y la ceniza, publicada por Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores)
21 de agosto de 2008
¿Pensar? ¿Leer?
En mi caso, me puse a pensar después de leer.
¿Qué querían expresar los autores de la pintada aparecida en los muros de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de Granada ? ¿Acaso el que lee no piensa? ¿La lectura obstruye el pensamiento? ¿Hay riesgo de que los libros impidan pensar? ¿No usamos la lectura precisamente para pensar? ¿Es necesario tener un pensamiento propio antes de abrir los libros? ¿Corren el riesgo los lectores de dejarse contaminar por pensamientos ajenos antes de desarrollar los propios? ¿Cómo saber si uno ha pensado lo suficiente para poder comenzar a leer? ¿Es perjudicial apropiarse de pensamientos que no son inicialmente de uno? ¿Es más ventajoso pensar antes de leer? ¿Hay pensadores que no leen? ¿Hay lectores que no piensan? ¿Tal vez los autores querían denunciar que hay estudiantes que sólo leen y nunca piensan? ¿Es una crítica a la memorización de textos sin reflexión posterior? ¿Qué pensarían de esa frase los que leen? ¿Cómo la leerán los que piensan? ¿Y los que leen y piensan?
Si lo que pretendían los autores es hacernos pensar al leer su inscripción, conmigo lo consiguieron. No he dejado de hacerme preguntas, aunque no he logrado entender del todo la proposición.
¿Por qué establecer prioridades? ¿Por qué creer que los pensamientos propios deben preceder al contacto con los ajenos? ¿Hay pensamientos radicalmente individuales que no hayan sido fecundados antes por pensamientos extraños? ¿Por qué no considerar la lectura una forma privilegiada de pensamiento? ¿No sería preferible defender el pensamiento incesante... antes, durante y después de la lectura?
Pienso luego leo. Leo luego pienso.
18 de agosto de 2008
Decid a mis amigos...
A veces, los lugares en los que se lee agregan a la lectura significados que los textos originalmente no tenían. No es que desfiguren el sentido primigenio, sino que provocan recuerdos inesperados, emociones insondables que, probablemente, no aparecerían si esos textos fuesen leídos en otro lugar, con otra luz u otro paisaje.
Afirmo esto a propósito del Barranco de Víznar. En la madrugada del día 18 de agosto de 1936, el poeta Federico García Lorca fue fusilado por soldados del ejército de Franco. No hay constancia oficial del día de la muerte, se supone que fue ese día por testimonios indirectos, ni el lugar exacto de su enterramiento, aunque los recuerdos del joven que lo sepultó permiten hacerse una idea bastante aproximada. Murió, eso sí se sabe con certeza gracias a las investigaciones, entre otras, de Ian Gibson, junto a un maestro, Dióscoro Galindo, y dos conocidos banderilleros granadinos, Joaquín Arcollas y Francisco Galadí, que se ganaban la vida en realidad como hojalateros y eran además militantes anarquistas. De lo que no hay duda es que su fusilamiento tuvo lugar en las proximidades del denominado Barranco de Víznar, en el camino que une ese pueblo granadino con el de Alfacar, en las estribaciones de la hermosa Sierra de la Alfaguara. Como también se sabe con seguridad que en ese barranco están enterrados otros muchos cientos de fusilados.
Durante décadas ese conocimiento fue secreto, transmitido en voz baja y con miedo. Pero desde unos pocos años se ha adecentado ese lugar y se ha colocado un monolito con una inscripción, Lorca eran todos, que recuerda algo elemental: que aunque el nombre del poeta descuelle sobre los demás, él siguió la misma infausta suerte de otras muchas personas anónimas. En una hondonada de ese barranco hay una improvisada cruz de piedras y ramas sobre la que los visitantes depositan cartas y poemas.
Cada año, en la madrugada de tal día como hoy, se celebran sendos homenajes a García Lorca y a los que murieron como él en el parque de Alfacar que lleva el nombre del poeta y en ese barranco próximo al pueblo de Víznar. En ambos casos, las conmemoraciones tienen lugar en terrenos bajo los cuales yacen los cadáveres de los ejecutados.
Siempre que conducimos a los amigos hacia esos lugares tenemos la precaución de llevar con nosotros algún libro con poemas de García Lorca. Leerlos en voz alta o en silencio, como hace en este caso nuestra amiga Shabnam, sabiendo que las palabras flotan sobre una fosa común, otorga a los poemas un irremediable carácter elegíaco, extrañamente vivificante.
Decid a mis amigosque he muerto.
(El agua canta siempre
bajo el temblor del bosque.)
Decid a mis amigos
que he muerto.
(¡Cómo ondulan los chopos
la gasa del sonido!)
Decid que me he quedado
con los ojos abiertos
y que cubría mi cara
el inmortal pañuelo
del azul.
¡Ah!
y que me fui sin pan a
mi lucero.
A ese agudo sentimiento de veracidad me refería al principio cuando hablaba de la influencia de los lugares en la lectura, pues en esos casos parece que la literatura es parte inmanente de la tierra, como las rocas, los olivos, los grillos, las acequias.
15 de agosto de 2008
Poesía y lectura IV
LA VERDAD DE LA MENTIRA
Al lector se le llenaron de pronto los ojos de lágrimas,
y una voz cariñosa le susurró al oído:
- ¿Por qué lloras, si todo
en ese libro es de mentira?
Y él respondió:
Ángel González. Nada grave
12 de agosto de 2008
¿Qué habrá sido de ella?

Cuando compré aquellos ejemplares de libros rojos se iniciaba ya la gran transformación de China, la revolución económica y cultural que la ha convertido en la potencia capitalista que es hoy, y cuyo desarrollo social y tecnológico ha quedado patente en la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de 2008. Ya entonces, todos los símbolos de la fracasada Gran Revolución Cultural -folletos, bustos, insignias, libros, banderas, carteles...- estaban puestos a la venta como souvenirs para turistas. Lo que había sido sagrado se vendía entonces como mercancía barata y chatarra histórica.
Para mi sorpresa, en uno de aquellos libros de pensamientos de Mao Zedong comprados en los puestos de baratijas encontré la minúscula fotografía de una joven revolucionaria, cuya imagen canónica podía figurar en cualquiera de los afiches de la época para representar el rostro feliz de la nueva China. Estaba escondida en el forro rojo de plástico que protegía el libro y cuyo color daba nombre a aquel tipo de opúsculos. El dueño de aquel ejemplar había guardado celosamente la fotografía de su amor en aquel severo nicho de máximas y consignas revolucionarias, como aliento quizá para sus codiciadas hazañas, como señal también de la frágil condición humana. Y allí quedó la fotografía cuando llegó el tiempo de la decepción y el fracaso, del abandono de aquella sangrienta y destructora utopía, del reconocimiento del error y de la culpa. Y allí permaneció cuando los libros fueron a parar a manos de los vendedores callejeros.

Este silencio que sigue a las preguntas es el instante que precede a la escritura, a la respuesta literaria.
9 de agosto de 2008
Alice Munro
Eso me ocurre al hablar de Alice Munro, que al no ser una escritora habitual en las conversaciones literarias, al faltar en el ambiente las referencias que aportan los muchos lectores, me veo forzado a agregar informaciones que en cualquier otro caso serían innecesarias. Me limitaré en este caso a decir que leo sus relatos, que es el género que cultiva exclusiva y minuciosamente desde hace treinta años, con una expectación y una entrega que otorgo a muy pocos escritores.

Al iniciar la lectura de cualquiera de los relatos de Alice Munro uno reconoce de inmediato el territorio de la rutina, de la anodina felicidad. Todo parece estar en orden, igual a lo que fue e igual a lo que será. Nada sucede en las primeras páginas ni nada parece que pueda suceder. Pero justo cuando todo parece abocado a la más perfecta e inalterable inanidad algo se quiebra y modifica la realidad de un modo imprevisto y definitivo. Las protagonistas de los relatos de Alice Munro, pues la mayoría de los personajes de sus relatos son mujeres, poseen los rasgos de cualquier mujer que podamos observar en el autobús o en la calle. Sus cansinos trabajos, sus compromisos domésticos, sus convenciones sociales, sus afectos familiares... en nada las diferencia de las mujeres reales. Pero algo en ellas las hace distintas, algo que ha ido gestándose desde tiempo atrás y que repentinamente estalla y lo altera todo. Y aunque la autora nos lo ha ido anunciando sutilmente, sólo al final reparamos en la intensidad de los sueños, las esperanzas, las ambiciones... que, como una oruga en su capullo, habían permanecido ocultos a la mirada ajena y a la propia conciencia hasta su repentina eclosión. Y lo que observamos con ojos fascinados es una vida nueva, imprevista hasta entonces. Nos damos cuenta de pronto de las decisiones, las rupturas, los riesgos, las encrucijadas que pueden desviar el curso de la existencia o empantanarla para siempre. El modo delicado de describir la fortaleza oculta tras la máscara de la fragilidad, la determinación agazapada bajo la incertidumbre, la voluntad de reinventar la propia existencia que madura bajo la capa de conformismo, la vehemencia que aguarda bajo la apariencia de calma y que parecía no existir... es una de las principales razones que provoca la admiración hacia sus personajes y sus vicisitudes.


Algunos encuentros azarosos con su nombre han venido a reavivar mi admiración. Una de las pocas alegrías de la pasada temporada cinematográfica me la ha proporcionado la película Lejos de ella, dirigida por Sarah Poley y protagonizada por Julie Christie y Gordon Pinset, una historia de amores y desmoronamientos realmente conmovedora basada en un relato de Alice Munro, traducido en España como Ver las orejas al lobo, incluido en el libro Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio. Pocos meses después, Marisa Bortolussi, una profesora de la Universidad de Alberta, en el curso de un seminario sobre la recepción lectora, puso los relatos de Alice Munro como ejemplo de los vacíos estimuladores de un texto, de lo que el autor no formula y el lector ocupa feliz y creativamente con su imaginación. Y hace pocas semanas observé que en la divertida novela de Alan Bennett Una lectora nada común Alice Munro era uno de los pocos escritores que se salvaba de la mirada ácida e inmisericorde del autor. En el elenco de fatuos, ignorantes y ridículos personajes con los que tiene que relacionarse la reina de Inglaterra, convertida repentinamente en una lectora voraz, Alice Munro constituye una excepción, aparece como alguien de conversación agradable y cuyos libros lee Su Majestad con muchísimo gusto, lo que interpreto como una clara señal de admiración de Alan Bennett hacia la autora canadiense, semejante a la que le profeso.
Parecía llegado el momento de hablar de ella.
6 de agosto de 2008
De mano en mano

No es que me agrade que ese desconocido guíe mi lectura o me obligue a detenerme en pensamientos que a él le subyugaron y a mí me parecen irrelevantes, ni que me congratule el emborronamiento de los libros; lo que me conmueve es descubrir las marcas de una experiencia intelectual, los gustos de un hombre con el que jamás me he cruzado ni me cruzaré, el itinerario con que se fue enfrentando a las ideas que otro escribió. Desperdigadas por los libros que ahora son míos reconozco vestigios de una vida disconforme, de la curiosidad que la estimulaba y de las lecturas que la configuraron, y eso me enternece porque lo conozco de un modo que quizá no conoció ningún otro ser más próximo o de más confianza. Sin perseguirlo participo de algo que él no quiso o no intentó compartir, las señales de sus lecturas en soledad. Es eso lo que me cautiva de los libros usados, lo primero que busco en los libros viejos, de los que apenas me interesa la originalidad de la edición, su valiosa encuadernación o su antigüedad sino saber que esos libros pertenecieron antes a otros, que otros los manejaron antes que yo, que anónimos lectores, lustros o siglos antes, dejaron en ese ejemplar el rastro de su tiempo y de su inteligencia.

Aunque ignoro todo sobre ese lector, me siento unido a él por un vínculo que nada tiene que ver con la sangre o la geografía, sino con el deseo y los gozos de la lectura.
3 de agosto de 2008
Gente que lee (III)
Gabriel Zaid
1 de agosto de 2008
Literatura ambiente
En el número 15 de la calle San Matías, en Granada, el arquitecto restaurador del edificio ha dejado en la fachada un rastro de su admiración por Juan Ramón Jiménez. Las palabras grabadas -Donde está la ilusión allí está el mundo- pueden ser tanto una declaración sobre su trabajo como un aviso a caminantes. En cualquier caso es la reivindicación pública de una actitud ante la vida.
Y así sucesivamente.
Me gusta comprobar que las palabras en las ciudades no sólo sirven para anunciar, prohibir u ordenar, sino para recrear la vista y hacer más grato el paseo.