Para ser consecuente, yo no debía haber leído el libro que voy a comentar. Debería haberlo hojeado, entresacado algunas frases y, acaso, haber consultado en la Red algún comentario sobre el autor o sobre el libro en cuestión. Quince o veinte minutos deberían haber sido suficientes para escribir esta entrada sin que nadie dudara de mi seriedad y mis conocimientos. Si me hubiera guiado la coherencia, me habría limitado a dar cuenta del libro sin molestarme en pasar de las dos primeras páginas o, en el más incongruente de los casos, podría haber leído por encima el epílogo, que siempre suministra datos relevantes para saber más o menos de qué trata el libro. Sí, eso es lo que debía haber hecho, si es que de verdad quería homenajear al autor, Pierre Bayard, o elogiar su decisión de escribir el libro.
Pero no he sido del todo honesto y, contradiciendo los postulados del libro, he cedido a la tentación de leerlo. En mi descargo, diré que no lo he leído enteramente, de pe a pa, como suele decirse. Me he saltado algunas páginas y otras las he leído a vuela pluma, lo cual no evita un cierto remordimiento. Hablo del libro con conocimiento de causa, es decir, habiéndolo leído.
El libro que comento es un magnífico manual de imposturas. Muestra y demuestra que es perfectamente posible hablar con autoridad de un libro sin haberlo abierto jamás, sin sentirse por ello azorado o irresponsable. De la clasificación que hace el autor de las maneras de no leer (aunque ello no impida hablar de un libro), la primera de ellas, hablar sin conocer el libro, me parece la más censurable (¿pero cabe hablar en estos casos en términos de moral?). Es, sin embargo, la más común, al menos en ciertos ámbitos académicos o culturales. Lo sé por experiencia. ¿Acaso no es lo que se fomenta en los estudiantes en general y en los universitarios en particular: hablar de libros que jamás han abierto ni tienen intención de abrir? Y eso sin hablar de los profesores, cuyo comportamiento no difiere demasiado del de sus alumnos. Para Bayard lo importante en esas circunstancias, que él no censura, no es la lectura concreta, sino tener "una visión de conjunto" del mundo de los libros, lo cual permite hablar de cualquiera de ellos en relación con los otros libros. ¿Acaso no solemos incurrir en eso de "... esta novela es algo menos ambiciosa que la anterior" o en aquello de "... hay un par de poemas en el libro realmente excepcionales" o en aquello otro de "... tiene algo de Proust o me recuerda el realismo mágico de Rulfo (autores a los que naturalmente no se ha leído)?". Esa capacidad del no-lector para hablar como un lector es una virtud a juicio de Bayard. Las otras tres maneras de no leer -hablar de libros que sólo se han hojeado, de los que se ha oído hablar o de aquellos que simplemente se han olvidado- resultan más disculpables.
Las recomendaciones finales sobre las conductas que conviene adoptar en semejantes situaciones son a su vez de una utilidad indudable. Según figuran en el índice éstas serían las siguientes: no tener vergüenza, imponer nuestras ideas, inventar los libros, hablar de uno mismo. Este último consejo, siguiendo la estela de Oscar Wilde, sería a fin de cuentas el modo de actuar más coherente, el más práctico si llegara el caso de verse uno en la necesidad de hablar de libros no leídos. De hecho, como sabrán de sobra, es el más practicado.
No sé si sería conveniente afirmar que he gozado leyendo el libro. En algunas de las escenas que describe me he reconocido sin tapujos y, como el niño que es cogido en una falta, he sonreído c0n malicia y un poco de vergüenza (a pesar de las advertencias de Bayard). Por ejemplo, cuando describe el rito de las conferencias públicas, en las que alguien que no ha leído determinados libros se presta a disertar sobre ellos ante unos asistentes que tampoco los han leído aunque fingen que sí lo han hecho. ¿No les resulta familiar la escena? Al menos lo es para mí, que frecuento esos actos. Las sonrisas no han impedido, sin embargo, la pesadumbre. ("¿Y por qué pesadumbre?", diría Bayard si leyera estas palabras. "Las cosas funcionan así y hay que aceptarlo sin culpa".)
En los capítulos que componen el libro, construidos todos a partir de muy interesantes fragmentos literarios, lo que aparece ante nuestros ojos es una descripción detallada de las prácticas culturales de los no-lectores y las no-lecturas, mucho más frecuentes de lo que estaríamos dispuestos a admitir. Y aunque Bayard se refiere básicamente al ámbito académico, sus análisis son perfectamente extensibles a cualquier entorno. ¿Acaso no sucede algo similar en la Red? ¿No sobreabundan los comentarios de libros que no se han leído? ¿No se hacen pasar simples anuncios de novedades editoriales por meditados comentarios críticos? En cualquier caso, el ensayo de Pierre Bayard no es una mera denuncia de ese hecho habitual y aceptado. Es también una oblicua y certera reflexión sobre la propia lectura, sobre el sentido social de las conversaciones sobre libros, sobre las opiniones de los no-lectores, con frecuencia más certeras y creativas que las de los auténticos lectores.
(¿Qué pensarían ustedes si les confesara que en realidad no me he leído el libro y que los comentarios que anteceden son una simple patraña, una demostración de la veracidad de las afirmaciones de Bayard? Lamentablemente, si desean comprobar si hablo como lector o como no-lector deberán leer el libro por sí mismos, lo cual va en contra de la tesis defendida en el propio libro. En fin, lo dejo en sus manos.)
30 de noviembre de 2008
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6 comentarios:
Tu artículo está lleno de gracia y es muy entretenido. confieso que lo he leído de pe a pa y que me he sonreído en algunos momentos porque me reconocido. Y ¿sabes qué?: a partir de ahora voy a ser franco (perdón, quiero decir sincero) y confesaré la cantidad de libros que no tengo tiempo de leer, porque la industria libresca avanza mucho más que mi tiempo libre/obligatorio para leer. Yo no soy Dios, que dispone de tiempo libre infinito. Y tú ¿de dónde sacas el tiempo? Un saludo afectuosísimo.
Qué descanso para todos, estimado profe, si aceptáramos nuestra condición terrenal y reconociéramos que siempre será muchísimo más lo que no leeremos que lo que en verdad podamos leer. Eso nos eximiría de fingimientos y embustes. Porque los números son implacables. Aun leyendo dos libros por semana, al mes serían un total de ocho, y al cabo del año más o menos cien. Si comenzamos una alocada carrera de lecturas desde, pongamos, los diez años hasta los ochenta, al término de una vida no habríamos podido leer más de 7000 libros. Y eso dedicándose casi exclusivamente a esa actividad. Hagamos a continuación una pequeña comparación con el número de títulos que, sólo en España, se publican cada año. El contraste es apabullante. Deberíamos ser, en efecto, sinceros y modestos, y celebrar en lo que vale la posibilidad real de leer un libro.
En cuanto al tiempo personal... ¿qué decir? La verdad es que en mi caso aprecio más el tiempo acumulado que el tiempo por conquistar. Las novedades ya no me angustian y me contento con echar mano del pasado. Lo que no desaprovecho es la oportunidad de ocupar los tiempos muertos (o moribundos) con lecturas: los trayectos de autobús, las esperas, las visitas al cuarto de baño, los viajes... Tengo la suerte además de que la universidad me paga por leer, entre otras tareas. Me siento afortunado.
No solo puede que usted haya escrito esta entrada nutriéndose de las opiniones de terceros sobre el libro, sino que además puede que su propia entrada sea fruto de la lectura por parte de alguien que necesita hacer creer que ha leído el libro...
... y así podríamos seguir, hasta el infinito. Yo, como suelo decir, "todavía" no lo he leído, aunque después de este rato me siento un poco más cerca de él.
El título de este libro (que no he leído, el libro, no el título) me ha traído a la memoria dos cosas. Por un lado, un antiguo artículo en el que, en tres folios, se daban las claves para poder hablar de cine en ciertos círculos cinéfilos, obviamente, sin saber nada de cine. Por otro lado, me ha recordado un artículo relacionado con los círuclos académicos. En él se hacía un estudio sobre la bibliografía consultada en los trabajos de investigación que se publicaban. La cosa quedaba en que, de media, no se había leído más allá del 10% de la bibliografía que se citaba. El estudio se basaba en la detección de un error en una cita y luego seguirle la pista a la propagación de dicho error.
Al final, algo que yo creía muy hispano pero que parece universal, hablar sin saber de qué se habla.
Creo que leeré el libro o, con un par de artículos más como éste, tal vez pueda hablar de él sin leerlo.
Sí, Sfer, todos somos, en cierto modo, fingidores. No sé por qué, pero al leer su/tu comentario me he acordado de Cyrano de Bergerac y su amigo Christian cortejando a Roxana. El primero ponía la voz y el sentimiento amparado en las sombras, mientras el segundo ofrecía su apostura y sus gestos. Roxana, claro está, estaba enamorada de las bellas palabras, que atribuía falsamente a quien daba la cara. Ocurre a menudo que los 'christians' son más visibles que los 'cyranos', es decir, los gesticuladores atraen más la atención que los prudentes. Sin embargo, en este campo en que nos movemos deberíamos, en la medida de lo posible, aspirar a la autenticidad. Ese "todavía", además de sincero, es más tranquilizador. Así deberíamos responder siempre ante los libros nuevos o desconocidos.
La palabrería, estimada mujer Quijote, es inherente a cualquier actividad humana y de ello no se libra el mundo cultural ni el académico. Los artículos que cita, que no he leído pero cuyo contenido puedo fácilmente adivinar, señalan al corazón del problema. ¿Cuándo hablamos con palabras propias y cuándo lo hacemos con un lenguaje impostado? Todos deberíamos aspirar a elaborar un lenguaje propio, aunque para ello nos sirvamos de las palabras de otro. El conocimiento nace del diálogo con las palabras ajenas. La cuestión es saber quién merece nuestra confianza, quién no es un fingidor.
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