17 de septiembre de 2008

Lectura y fascismo

Una vez más, las pintadas que leo en los muros y setos de la Universidad de Granada me hacen pensar. Los autores de la inscripción arriba reproducida (o mejor dicho, de la primera parte de esa inscripción) manifiestan una certidumbre en la potestad de la lectura que no comparto del todo. Comparto, eso sí, una cierta confianza en la virtud ilustrativa y civilizadora de las palabras, pero me resulta del todo imposible corroborar la afirmación que los autores hacen en su pintada (lo que me hace dudar de ese sueño es la advertencia que la continúa, que no sólo invalida lo anterior, sino que demuestra poca confianza en sus propias ideas: es justamente la lectura lo que debería hacer innecesarios los palos o hacerlos reprobables). Participaría plenamente de las intenciones de los autores si hubieran escrito, por ejemplo, "el fascismo puede prevenirse, y no es seguro del todo, leyendo". Pero, claro está, las pintadas no son ensayos filosóficos, no admiten matices ni oraciones subordinadas. Por su propia naturaleza deben ser escuetas y rotundas, indudables. Las inseguridades se manifiestan en los libros y las revistas, pero no en las paredes. Por eso me resulta difícil adherirme sin reservas a esa declaración. Querría creerla, y de hecho esa esperanza me sigue alentando, pero lo cierto es que no hay una correspondencia exacta entre la lectura y la erradicación del mal. Prevenir, quizá; curar, improbable.

Y no es necesario recurrir al usual ejemplo de los jerarcas nazis, gran parte de los cuales, es cierto, eran personas sensitivas e instruidas, amantes de las artes y la música, lectores exquisitos (uno de los personajes literarios más logrados en ese sentido es Maximilien Aue, el protagonista de Las benévolas, la abrumadora novela de Jonathan Littell), lo que no les impidió actuar como metódicos y despiadados verdugos. Lamentablemente, los ejemplos han sido demasiados abundantes en el siglo XX y han afectado a todo tipo de ideologías y regímenes políticos (no olvidemos que muchos gobernantes democráticamente elegidos no han dudado, mientras leían antes de acostarse poemas o relatos de honda y estremecedora rectitud moral, en declarar guerras e invadir países a sabiendas de las muertes que causarían). La benevolencia y la integridad personales no coinciden necesariamente con la excelencia de las lecturas.

Cuenta Alberto Manguel en su libro En el bosque del espejo que el profesor de literatura que marcó su pasión por los libros, que recomendaba la lectura de las obras literarias más sublimes, que leía en clase con agudeza y emoción los pasajes más controvertidos, que, en definitiva, le enseñó a leer, fue al mismo tiempo un confidente de los militares argentinos durante los años más terribles de su dictadura, lo que lo llevaba a delatar a sus alumnos, de los que enviaba minuciosos informes acerca de su formación y sus gustos, lo cual permitió que muchos de ellos fueran posteriormente detenidos y torturados. Las explicaciones que ensaya Manguel merecen ser reproducidas:

"- Puedo decidir que la persona que tuvo una importancia fundamental en mi vida y en cierto modo me permitió ser el que soy, que fue la esencia misma del profesor iluminador e inspirador, era en realidad un monstruo; que todo lo que me enseñó y me alentó a querer estaba corrompido.
-Puedo hacer el intento de justificar sus actos injustificables y pasar por alto que éstos condujeron a la tortura y a la muerte de mis amigos.
- Puedo aceptar que Rivadavia era a la vez el buen profesor y el colaborador de torturadores, y dejar esa descripción incólume, como fuego en el agua.

No sé cuál de las tres es la correcta."

Tampoco yo tengo una respuesta irrefutable. Es un dilema moral de extraordinaria complejidad. Uno querría creer que los monstruos son, por definición, insensibles y taimados, pero no estoy seguro del todo. He constatado demasiadas veces que comparto gustos literarios y pasiones musicales con personas de ideas y conducta deplorables como para pensar que lo que a mí me mejora también enaltece a otros. S
in embargo, la creencia en las virtudes cognoscitivas y éticas de la lectura me sigue ayudando a ejercer honestamente mi profesión y a defender sin imposturas mis opiniones sobre los libros. Y eso me anima y me consuela. En cualquier caso, el valor de esos desafíos, como el de las pintadas, es las oportunidades que ofrecen para el razonamiento y el debate.

No sé qué pensarán los lectores de todo esto.

2 comentarios:

Isabel dijo...

Vengo del blog El futuro del libro y me sorprende gratamente encontrar aquí en tu blog algunas coincidencias: acabo de empezar la lectura de El bosque del espejo, tango sobre mi mesa el artículo de la muerte de Ana Pelegrín y me ha gustado especialmente el texto de Mempo Giardinelli. De este autor he leído varios libros.
Creo que la lectura no nos hace mejores personas, pero sí nos ayuda a comprender y sobre todo a sobrevivir con ilusiones.

Juan Mata dijo...

Isabel, uno de los sucesos que más me siguen sorprendiendo es encontrar mundos paralelos al mío, o al menos espacios idénticos a los que frecuento. Me ocurre con los lectores a los que veo leer libros que leí o estoy leyendo en ese momento. Siempre me entran ganas de acercarme a ellos y entablar conversación, pero nunca lo hago. Me gustaría preguntarles qué sienten, qué piensan, qué les gusta. Todo queda, sin embargo, en un mero deseo.

Internet, por fortuna, facilita esa práctica. Y he aquí que dos desconocidos comienzan a charlar sobre gustos, intercambian referencias, se regalan pensamientos. Es decir, constatan que no están solos. Sólo esa circunstancia me basta para decir que los libros nos mejoran (o no nos hacen peores, podríamos decir pensando en los escépticos), pues nos hacen saber que hay algo que nos une a otros, algo que quizá estamos obligados a descubrir. Me parece que esa tentativa de acercamiento perfecciona el mundo.