28 de septiembre de 2009

Ficciones, moriscos y destierros

Se cumplen en estos días 400 años de la expulsión de España de los moriscos, los descendientes de los pobladores árabes que habían habitado la península ibérica durante siglos y que se convirtieron al catolicismo de manera voluntaria o forzada tras el triunfo de las tropas cristianas en 1492. Ya en ese mismo año se había llevado a cabo otra expulsión no menos injusta y lacerante, la de los judíos. Las secuelas de ambas decisiones, movidas por ideas religiosas más que por razones políticas o económicas o militares, aún son perceptibles en la cultura y la mentalidad de muchos españoles.

El 22 de septiembre de 1609 se hizo público el bando de expulsión, que había sido decidida unos meses antes, y en él se disponía que en el plazo de tres días los moriscos se concentraran en el lugar que se les indicara para proceder a su destierro, autorizándolos a llevar consigo los bienes que pudiesen transportar. Unos días después, a comienzos del mes de octubre, comenzaron en los puertos de la costa de Alicante y Valencia las primeras deportaciones. Se calcula que en torno a 300.000 moriscos fueron expulsados de España.

Pere Oromig, Embarque de los moriscos en el Grau de Valencia, 1612-1613. Óleo sobre tela.

Unos años antes, en 1569, se había producido una rebelión de moriscos en el Reino de Granada, que acabó en guerra y feroz derrota. Durante unos meses, los sublevados mantuvieron en las Alpujarras una resistencia tan firme como infructuosa. Entonces tuvo lugar el primer destierro, cuando los moriscos fueron dispersados por diversas comarcas de la península ibérica.

Quizá menos conocido, aunque de mayor trascendencia para Granada y el conjunto de la Cristiandad, es el episodio del hallazgo de los Libros Plúmbeos, un suceso en verdad digno del mayor asombro y admiración, protagonizado asimismo por moriscos. Sucedió que en febrero de 1595 dos aficionados a buscar tesoros, una muy persistente tradición de los granadinos a hurgar en las cuevas y en los montes próximos a la ciudad en busca de los supuestos tesoros escondidos por los árabes antes de abandonar Granada (esperanza, por lo demás, que no ha dejado de colonizar la imaginación popular de la ciudad), encontraron en el monte Valparaíso, que se eleva frente a la colina de la Alhambra, unas láminas de plomo que maravillaron al mundo. Estaban cuidadosamente escritas en caracteres 'salomónicos' (en realidad, un vulgar latín escrito con rasgos árabes), en las que se abordaban cuestiones teológicas, litúrgicas y hagiográficas. Lo que se creyó entonces es que eran obra de discípulos directos del Apóstol Santiago, que habían llegado a Granada a predicar la fe cristiana y allí habían sido martirizados. Desde aquel momento el monte Valparaíso pasó a llamarse Sacromonte, en virtud del carácter sagrado de los hallazgos, nombre que ha conservado hasta nuestros días. Allí se erigió una abadía muy hermosa y celebrada y el camino que conduce hasta ella se erizó de cruces de piedra financiadas por los distintos gremios de la ciudad. Los muy obnubilados clérigos de Granada vieron en esos hallazgos una buena oportunidad para disputar a Roma la cuna de la Cristiandad.

Aquellos libros plúmbeos resultaron ser, como se descubrió más tarde, una gran falsificación. Habían sido ideados y realizados por un conjunto confabulado de moriscos, tal vez capitaneados por Alonso del Castillo y Miguel de Luna, quienes inquietos por la suerte adversa que afectaba a los suyos, y temerosos de que tarde o temprano les llegase la hora de ser expulsados de la tierra donde habían nacido y en la que habían vivido sus padres y los padres de sus padres y los padres de estos, se conjuraron para inventar una de las más grandes patrañas históricas. Los libros de plomo, fabricados en la Granada del siglo XVI por manos hábiles de artesanos moriscos, simulaban haber sido redactados por mártires cristianos del siglo I. Entre los supuestos autores de aquellos plomos se encontraría San Tesifón, llamado Aben Attar antes de su conversión al cristianismo, el cual habría sido encargado por Santiago Apóstol para divulgar universalmente los fundamentos de la fe. ¿Qué querrían demostrar las láminas de plomo 'escritas' por aquellos pioneros evangelizadores? Pues sencillamente que la trascendente misión de difundir la palabra de los apóstoles había sido enomendada a musulmanes convertidos al cristianismo, como los moriscos de España, con lo que sería injusto sospechar de su buena fe. Por tanto, no habría motivos para ser perseguidos y, en consecuencia, tendrían todo el derecho a permanecer en su tierra.

La impostura caló en la conciencia de los cristianos y, pese al descubrimiento posterior de la falsificación, parte de las fiestas y tradiciones de Granada siguen basadas
, más de cuatro siglos después, en aquella inmensa ficción. De hecho, el Patrón de la ciudad sigue siendo San Cecilio, cuyos supuestos restos mortales se encontraron en aquellas fechas, y cada 1 de febrero, fecha en la que una de aquellas falsas láminas de plomo afirmaba que había tenido lugar el martirio de San Cecilio, se celebra una romería en la abadía del Sacromonte.

La ficción literaria no ha dejado de hacerse eco de aquel portentoso engaño. Me atrevo a aconsejar la lectura de una excelente novela que rememora aquellos años de turbulencia política e incertidumbre social. Se titula
El segundo hijo del mercader de sedas y su autor es Felipe Romero. Fue escrita en Granada, por alguien que conocía muy bien los entresijos geográficos y morales de la ciudad, y su texto, publicado por primera vez en 1995, ha servido de excusa para armar rutas literarias siguiendo las huellas de la vida de Alonso de Granada Lomellino, el protagonista de la obra, quien en la ficción es alumno de Alonso del Castillo, aquel real y discreto urdidor de ficciones que trastocó la historia de Granada y de España de un modo profundo.

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