8 de abril de 2009

Cuento con libro 2

Como compruebo que dar a conocer cuentos en los que los lectores y los libros son los protagonistas es un buen método para promocionar a sus autores, voy a repetir la experiencia. En esta ocasión he escogido a una autora más conocida que Medardo Fraile, o, por mejor decir, más nombrada, más canónica, aunque sospecho que no tan leída como debiera. Me refiero a Clarice Lispector, la admirada (hablo de mí) escritora brasileña. Les ofrezco hoy un cuento titulado Felicidad clandestina, incluido en el libro del mismo título. La traducción es de Marcelo Cohen. Pocos textos condensan en tan pocas líneas el profundo significado emocional de la lectura, su goce casi enfermizo, los actos extravagantes que es capaz de provocar. Ese luminoso, sensual, triste y desasosegante cuento, que bien podría ser un manifiesto en favor de la felicidad y la lectura, está situado en la zona fronteriza entre la autobiografía y la imaginación, como otros muchos de la autora. Es un poco más extenso que el de la entrada anterior, pero no importa. Les aseguro que no se arrepentirán si deciden llegar hasta el final.




FELICIDAD CLANDESTINA

Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio pelirrojo. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía éramos planas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historias le habría gustado tener: un padre dueño de una librería.

No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del papá. Para colmo, siempre era algún paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos. Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como "fecha natalicia" y "recuerdos".

Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, delgadas, altas, de cabello libre. Conmigo ejercitó su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados libros que a ella no le interesaban.

Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como por casualidad, me informó de que tenía El reinado de Naricita, de Monteiro Lobato.

Era un libro grueso, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.

Hasta el día siguiente, de la alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, nadaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro.

Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, anduve brincando por las calles y no me caí una sola vez.

Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diabólico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. Apenas me imaginaba yo que más tarde, en el transcurso de la vida, el drama del "día siguiente" iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquella.

Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? No lo sé. Ella sabía que, mientras la hiel no se escurriese por completo de su cuerpo gordo, sería un tiempo indefinido. Yo había empezado a adivinar, es algo que adivino a veces, que me había elegido para que sufriera. Pero incluso sospechándolo, a veces lo acepto, como si el que me quiere hacer sufrir necesitara desesperadamente que yo sufra.

¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que no era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.

Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la mamá. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortada de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, esa mamá buena, entendió al fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera quisiste leerlo!

Y lo peor para esa mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos observaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, el viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena le ordenó a su hija: Vas a prestar ahora mismo ese libro. Y a mí: "Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras". ¿Entendido? Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: "el tiempo que quieras" es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.

¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Tomé el libro. No, no partí brincando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.

Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si ya lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire... Había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.

A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo.

Ya no era una niña más con un libro: era una mujer con su amante.

6 comentarios:

lammermoor dijo...

Me ha encantado este cuento (también el de la entrada anterior). En los últimos tiempos me he aficionado a leer cuentos -género muy dificil, a mi entender-.
NO conocía a estos autores; intentaré leer algo de ellos (mi lista de lecturas pendientes sigue creciendo)

Juan Mata dijo...

No quisiera forzar tus lecturas, pero te aseguro, estimada Lammermoor, que si lees algo de Clarice Lispector no te arrepentirás. Es una autora que encandila, al menos así ha ocurrido conmigo.

El cuento es un género muy difícil de escribir, ciertamente, pero no tanto de leer. Pienso que la satisfacción de leer un buen cuento es a veces más intensa que la de leer una gruesa novela. Encontrar buenos cuentos no es, sin embargo, tan fácil.

lammermoor dijo...

A veces tengo tan claro lo que quiero decir, que lo digo a medias. Efectivamente al hablar del cuento como género difícil, me refería a su escritura.
Coincido contigo en que la lectura de un buen cuento puede ser mucho más satisfactoria que la de una novela, por gruesa que sea.
Pero confieso que a veces, cuando termino una de esas novelas "gordas" que te ha gustado mucho, también siento cierta melancolía.

Juan Mata dijo...

Terminar una novela de cientos de páginas es como abandonar un país en el que has vivido mucho tiempo. Acabar un buen cuento es como abandonar la casa de un amigo después de una cena sabrosa y una conversación inteligente. La melancolía en un caso; el gozo, en otro.

chose dijo...

Enhorabuena por tu página, realmente interesante.

Respecto a esta lectura: sin palabras.

Me recomendaron hece tiempo "Aprendizaje o EL libro de los placeres". Lo busqué un tiempo y como no lo encontré, me había olvidado.

Desde hoy empezaré a buscarlo de nuevo.
Buen día.

discreto lector dijo...

Chose, creo que disfrutaras con la compañía de Clarice Lispector. Te deseo una grata inmersión en sus libros.