"Tienes disposición para el estudio", le dijo Inés Fornillos. "¿Por qué no haces el bachillerato?".
"Sólo me interesa la literatura", repuso él, "para lo demás soy un negado. Además, ¿de qué me serviría el bachillerato?".
"Es una manera de empezar. ¿Qué piensas hacer cuando salgas?"
"Lo que todos: buscar un curro, no encontrarlo, robar y volver al talego. No es mal plan: aquí estoy tranquilo y tengo tiempo para leer."
"Siempre que encuentres a alguien que te suministre los libros. Yo no voy a estar siempre aquí."
Al acabar el curso, le dio un triste aprobado. Al salir de clase le dijo: "Por tu rendimiento no te merecías algo mejor. La verdad es que me habría gustado ponerte buena nota, porque sabes más que nadie, pero en los ejercicios no lo demuestras y yo no puedo calificar por lo que pasa fuera de clase."
El recluso hizo un ademán de indiferencia. "No importa", dijo, "así está bien. Supongo que la nota es justa y, de todos modos, nadie había hecho nunca tanto por mí. Le estoy muy agradecido. ¿Puedo pedirle un último favor?".
"Según de qué se trate", repuso ella con la natural prevención.
"Sé que todavía ha de volver un par de días antes de irse de vacaciones. ¿Tiene algún libro de Henry James?"
"Sí; no me digas que te interesa."
"No lo he leído, pero por lo que dicen los manuales, parece un tío legal. ¿Me puede prestar uno?"
"Es un peñazo."
"Ya lo veremos. Usted y yo funcionamos con distintos parámetros."
"¡Parámetros! ¿De dónde has sacado tú esta palabra?"
"De donde salen todas, joder, del diccionario de la Real Academia. Y no veo qué tiene de malo. Echas una blasfemia y nadie te dice nada, pero dices parámetros y todos dios se escandaliza. ¿Qué pasa con los marginados, a ver?"
"Nada, hombre, no seas picajoso. Sólo trataba de bajarte los humos para que no hagas el ridículo."
Antolín Cabrales leyó a Henry James y lo encontró de buten. A la señorita Fornillos se le iba la cabeza al oír a aquel muchacho, que a principios de curso no había leído ni siquiera el As, emitir juicios sobre Los embajadores.
"¿Pero tú entiendes este galimatías?"
"No hay nada que entender, ¿vale?, No va de eso."
[...]
He aquí un segundo gesto diáfano que acaso contiene como el primero muchos gestos. Igual que el gesto de Adolfo Suárez permaneciendo sentado en su escaño mientras las balas zumbaban a su alrededor en el hemiciclo, el gesto del general Gutiérrez Mellado enfrentándose furiosamente a los militares golpistas es un gesto de coraje, un gesto de gracia, un gesto de rebeldía, un gesto soberano de libertad. Tal vez sea también, por así decir, un gesto póstumo, el gesto de un hombre que sabe que va a morir o que ya está muerto, porque, con la excepción de Adolfo Suárez, desde el inicio de la democracia nadie había acaparado tanto odio militar como el general Gutiérrez Mellado, quien apenas se desató el tiroteo quizá sintió como casi todos los presentes que sólo podía saldarse con una masacre y que, suponiendo que él la sobreviviera, los golpistas no tardarían en eliminarlo. No creo que sea, en cambio, un gesto histriónico: aunque desde hacía cinco años ejerciese la política, el general Gutiérrez Mellado nunca fue esencialmente un político; fue siempre un militar, y por eso, porque siempre fue un militar, su gesto de aquella tarde fue antes que nada un gesto militar y por eso fue también de algún modo un gesto lógico, obligado, casi fatal: Gutiérrez Mellado era el único militar presente en el hemiciclo y, como cualquier militar, llevaba en los genes el imperativo de la disciplina y no podía tolerar que unos militares se insubordinaran contra él. No anoto esto último para rebajar el mérito del general; lo hago sólo para tratar de precisar el significado de su gesto. Un significado que por otra parte quizá no alcance a precisarse del todo si no imaginamos que, mientras se encaraba con los golpistas negándose a obedecerles o mientras les exigía a gritos que salieran del Congreso, el general pudo verse a sí mismo en los guardias civiles que desafiaban su autoridad disparando sobre el hemiciclo, porque cuarenta y cinco años atrás él había desobedecido el imperativo genético de la disciplina y se había insubordinado contra el poder civil encarnado en un gobierno democrático; o dicho de otra manera: tal vez la furia del general Gutiérrez Mellado no estaba hecha únicamente de una furia visible contra unos guardias civiles rebeldes, sino también de una furia secreta contra sí mismo, y tal vez no sea del todo ilícito entender su gesto de enfrentarse a los golpistas como el gesto extremo de contrición de un antiguo golpista.
Y en nuestras propias vidas como lectores, día a día, damos con el río azul de la verdad serpenteando por alguna parte; encontramos escenas y momentos y palabras perfectamente situadas en ficción y poesía, en películas y obras teatrales, que nos sorprenden con su verdad, que nos conmueven y nos alimentan, que sacuden la casa de los hábitos hasta sus cimientos. [...] El realismo, visto en general como fidelidad a las cosas tal como son, no puede ser simple verosimilitud, no puede ser simple semejanza con la vida, o parecido, sino lo que yo llamo vividad: vida en papel, vida traída a una vida distinta por el arte más elevado. Y no puede ser un género; por el contrario, hace que otras formas de ficción parezcan géneros. Porque el realismo de ese tipo (vividad) es el origen. Informa todo lo demás; instruye a sus alumnos díscolos; permite que existan el realismo mágico, el realismo histérico, la fantasía, la ciencia ficción, incluso los thrillers. No es en absoluto tan ingenuo como le achacan sus detractores, casi todas las grandes novelas realistas del siglo XX reflexionan también sobre su propia creación y están llenas de artificio. Todos los grandes realistas, desde Austen a Alice Munro, son al mismo tiempo grandes formalistas. Pero inevitablemente resulta difícil, porque el escritor tiene que obrar como si los métodos novelísticos disponibles estuviesen a punto de convertirse en simples convenciones y por tanto tiene que intentar burlar ese envejecimiento inevitable. El auténtico escritor, el sirviente libre de la vida, es aquel que debe actuar siempre como si la vida fuese una categoría más allá de todo lo que haya podido captar hasta el momento la novela; como si la vida misma siempre estuviese justo a punto de convertirse en convencional.
