30 de octubre de 2008

Lo que dicen las cosas (conclusión)

Las cosas, en efecto, constituyen una de las puertas más anchas y franqueables de ingreso en la literatura. Es seguro que cada lector guarda en su memoria cuentos, poemas o fragmentos de novelas en los que las cosas poseen un protagonismo relevante. Bastaría con escoger alguno de esos textos y presentarlos a continuación de los relatos de los participantes (en mi caso, los alumnos) para hacerles comprender la contigüidad que existe entre sus vidas y el vasto territorio de la imaginación literaria. Yo me sirvo de algunos de ellos.

Hace casi una década, el escritor Paul Auster participó en un proyecto admirable de la Radio Pública Nacional estadounidense. En lo que posteriormente se llamó Proyecto Nacional de Relatos, Auster se encargó de coordinar las respuestas que los oyentes de todo el país dieron a una proposición de la emisora de radio: enviar relatos verídicos y breves sobre sus vidas. Es decir, escribir y hacer públicas historias reales que bien pudieran ser una ficción. Cada mes, Auster se encargaría de leer en el programa
Weekend All Things Considered algunas de las historias enviadas. En palabras del escritor "todos nosotros sentimos que tenemos una vida interior. Todos sentimos que formamos parte del mundo y que, sin embargo, vivimos exiliados en él. Todos ardemos en las llamas de nuestra propia existencia. Necesitamos palabras para expresar lo que hay dentro de nosotros". Los oyentes no desaprovecharon la oportunidad que se les brindaba y los relatos comenzaron a llegar de modo masivo e inmediato.

Las historias eran realmente conmovedoras y deslumbrantes, pero a la vez efímeras, pues sólo florecían en el breve lapso de su lectura a través de los micrófonos. Para remediar esa desventaja, Auster, finalizada la experiencia radiofónica, decidió prolongar su existencia a través de un libro.
Seleccionó 179 de las cuatro mil historias que llegaron a la emisora y las publicó con el título Creía que mi padre era Dios, llevando hasta la portada el título de uno de los relatos incluidos en él. Recomiendo fervientemente su lectura. La desgastada afirmación de que leer ayuda a entender y apreciar a los seres humanos adquiere pleno sentido en las páginas de ese libro.

Pues bien, una de las secciones del libro se denomina, precisamente, Objetos, y como indica su nombre recoge algunas historias en las que las cosas desempeñan un papel preponderante: una antigua vajilla de porcelana extraviada en una mudanza y encontrada azarosamente en un mercadillo muchos años después; el reloj que un soldado lleva pertinazmente consigo durante la guerra y el cautiverio posterior como un signo de supervivencia y de recuerdo de su madre que se lo regaló; la fotografía que descubre repentinamente la inquilina de una casa de alquiler y que representa a los antiguos moradores, uno de cuyos miembros está en ese momento y por casualidad en la casa de enfrente participando en una boda; la cadena con una estrella de David perdida en el mar y descubierta diez años más tarde en el escaparate de una joyería... La vida de la gente ofrece en esos relatos su rostro más enigmático, más inaprensible, más asombroso. Mis alumnos escuchan esas historias con la sensación de que sus nombres habrían podido figurar sin dificultad en el índice de ese libro. Les invito entonces a escribir sus relatos pensando en esa posibilidad.

Tal vez no fuera necesario ir más lejos. Que la vida y la literatura son consanguíneas queda irrebatiblemente demostrado. Pero, ya adentrados en ese territorio, ¿por qué no seguir aventurándose en él? Entonces, una oda de Pablo Neruda (a los calcetines o al diccionario, por ejemplo) o un relato de José Jiménez Lozano (sobre las gafas de leer de la abuela o el viejo espejo de la casa), un poema de José Antonio Muñoz Rojas (al paraguas o las llaves perdidas) o un fragmento de alguna obra de Georges Perec (Las cosas o La vida instrucciones de uso, por ejemplo, en las que tan manifiesta es la meticulosidad del autor por describir los objetos que forman parte de la vida cotidiana), pueden conducir al corazón mismo de los ensueños poéticos de la humanidad.

Lo que comenzó como un simple y tímido relato de la propia vida a través de un anillo, un peluche o un pañuelo acaba siendo un hermanamiento feliz con la literatura, que aparece así próxima a sus experiencias, deseable y emocionante. Ése era el objetivo.

Esto es todo cuanto quería contarles sobre el lenguaje de las cosas.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

lamy, my ovejita de peluche. pequeña,mal cuidada, con el paso de los años su suavidad se ha esfumado, solo queda un pequeño reflejo de lo que un dia fueron sus colores. pero para mi siempre sera mi gran acompañante. todavia hoy, con 22 años, guarda un privilegiado lugar en mi habitación. hacia tiempo que estaba ahi, como un adorno cualquiera, habia olvidado todo lo que supuso en su momento para mi. pero anoche, al empezar a leer el relato, recuerdos escondidos acudieron a mi.
siempre estubo ahi, no recuerdo cuando ni como me la dieron. mi madre me contó que me la regalaron con dos años un amigo del trabajo d mi padre. nadie en especial, creo que si le pregunto ahora el nombre ni se acordarian. pero ese hombre me regalo la mayor seguridad de mi infancia.desde que tengo memoria estubo ahí, mi lamy. estaba totalmente acoplado a mis brazos cuando me iva a dormir, como una pieza de puzzle. mi confidente en las noches, mi amiga con la quien jugar cuando otros no podian. todas las noches antes de dormir viviamos una aventura con tres peluches mas, un osito y un gorrion. esos eran sus compinches y los que tenian el privilegio de dormir conmigo, pero nunca llegaron a la altura de lamy. uno de ellos hace ya años que se perdio, cosa que todavia hoy no me gusta recordar.
yo era consciente de que era un peluche, pero con vida, en mi imaginacion me hablaba, me escuchaba, sentia, sabia cuando algo le habia sentado mal, cuando me premiaba.estubo conmigo en todas mis vacaciones, mi equipaje fijo.en casa de amigas, familiares, y a veces escondida en la mochila del colegio.si algo sabia era que nunca me fallaria. un dia me pregunte de que sexo seria lamy. femenino no, no tenia pinta de ser una chica. masculino tampoco.¿y si se enamoraba de mi?asi que la solucion fue facil, no tenia sexo.
cuando tenia 13 años estube un año ingresada en n hospital, y mi fiel acompañante estubo conmigo. es la edad en la que uno deja de reconocer que juega, en la que uno tiene que guardarse los impulsos de jugar a las barbys o a los playmobils con su hermana pequeña, ya que esas cosas no se hacen. decidi que tenia que crecer, separame de ella, pero a los pocos dias de dormir en el hospital ya estaba conmigo.
la vez que desaparecio en las sabanas de la lavanderia del hospital creí que se me caía el mundo. muchas ovejitas similares me regalaron ,pero ninguna me valía. hasta que a la semana apareció como si nada, incluso más suave y limpia.
en la dificil etapa de la adolescencia, en las que subes llorando las escaleras de tu casa odiando a todo el mundo,sobre todo a tus incomprensibles padres, en las que sabes con certeza que estas sola, lamy se mojo con la intimidad de mis lagrimas.
y todavia aveces, cuando tengo miedo de lo que me aguarda la vida, cogo sigilosamente a lamy, prometiendome en susurros que esa es la ultima vez, cierro los ojos y me siento como aquella niña de 8 años que un día fui.

Juan Mata dijo...

Entiendo perfectamente, anónima lectora, tu amor por Lamy. Los momentos de compañía que esos objetos pequeños y suaves brindan cuando más duele la soledad son inestimables. ¿Por qué habríamos de desprendernos de ellos si su mera presencia nos anima y nos hace sentir bien? Esos objetos son hitos de nuestra íntima biografía sentimental.

Gracias por contar aquí la historia de Lamy, que espero que siga a su lado muchos años más.

Anónimo dijo...

Desde que leí estos textos me imagine entrando en clase con mi cojín. Es un cojín especial porque pasó de manos de mi tía abuela (a la que llamabamos Mamica) a mi abuela y finalmente ella me lo regaló a mí. Es un cojín redondo, echo con restos de lanas. Cada vuelta es de un color y su aspecto es tierno, mullidito y confortable. Ellas, las poseedoras de dicho objeto ya no están, pero el continúa a mi lado, compartiendo buenos y malos momentos y manteniendo vivo el recuerdo de ambas.
Cuando la soledad y el miedo se hacen evidentes, su olor, su tacto, su abrazo y su cercania me alivian, me siento segura y más tranquila. Quizás sea, junto con la calabaza que me regaló mi padre con mi nombre escrito y un anillo de madera hecho para mí, las cosas más valiosas de mi vida. Estas merecen igualmente un pequeño relato...
Gracias por permitir que ocupe una silla de esa clase y feliz encuentro con las cosas a todos.

Juan Mata dijo...

Anónima lectora, me la puedo imaginar sentada en la clase, expectante, inquieta, esperando su turno para contar la historia de su lanoso cojín de colores. Es seguro que, superado el temor inicial, las palabras fluirían sin dificultad para dar a conocer a Mamica, a su abuela, a su familia. Y es seguro también que su narración sería escuchada muy en silencio por todos, conmovidos sin la menor duda por su bella declaración de amor.

Gracias por compartir la historia del viejo cojín redondo, que espero que le siga dando compañía y seguridad por mucho tiempo.