"Tumbada en el colchón, con el libro en la mano, leo al resplandor de una vela en el patio. Mi camastro es el último de todos. Mis hermanos ya duermen. La abuela está sentada en el suyo, a mi lado, y desgrana las cuentas del rosario en silencio. Sospecho que, en vez de rezar, está soñando o rumiando sus palabras nómadas. ¿Son también los sueños una oración? ¿Una oración para que al menos las palabras sigan siendo nómadas? Muchas veces, la abuela tiene la mirada perdida. Cuando es así, me digo que se ha ido más deprisa que sus palabras. [...] No tengo muchos libros, pero da igual, releo una y otra vez los mismos y siempre descubro nuevas palabras. Cada descripción, cada retrato es motivo de horas de invención. Pues mis libros me cuentan mundos totalmente ajenos. Mundos que ni siquiera los ojos de la abuela pueden alcanzar ni adivinar. Seguro que por eso se pierde su mirada. Yo, entre ella y mis libros, ya divago sobre las palabras. Sueño con mares y arroyos en las praderas de mis lecturas. Las palabras tienen colores desconocidos. Camino todas las noches por sus extrañas comarcas."
Malika Mokeddem
He ahí a una joven disconforme, soñadora, insomne, que lee incansablemente durante la noche en un camastro extendido en el patio de su casa en Kenadsa, Argelia. Esa niña, que ansía estudiar medicina, alimenta su imaginación con los pocos libros que posee, cuya relectura es sin embargo una fuente inagotable de descubrimientos y consuelos. Por el hecho de ser mujer está condenada a otros menesteres, a otros designios. Entre ellos, a casarse con quien determine la familia. Pero su disentimiento va cristalizando en un pequeño jergón, mientras los demás duermen, con la ayuda de unos pocos y desgastados libros. La dolorosa conquista de su libertad está narrada en su libro El desconsuelo de los insumisos.
20 de junio de 2008
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4 comentarios:
Yo pasé mi infancia primera en un cortijo perdido de alguna serranía de Andalucía. Entonces no había agua, ni luz en mi casa.
Tampoco tenía libros para leer porque no había dinero para tanto, ni tampoco creo que a mis padres y a mis abuelos les importara mucho comprárnoslos.
Por las noches, encendía una tea y me sentaba en un rincón oscuro alejado de los miembros de mi familia que no paraban de hablar al calor de la chimenea y el seductor sonido de la leña seca de encina. Por las tardes, seleccionaba carbones y me apañaba cartones de alguna caja de esparteñas de mi abuelo. Esos eran mis lápices y mis papeles. Y mi escritor era mi propia fantasía. Imaginaba mis historias de niños, las ilustraba y daba largas a la realidad aferrándome a la fantasía. Recuerdo que me gustaba inventar historias de animales: lo que más ilusión me hacía era encontrar nidales de gallinas, recoger los huevos y llevarlos a casa. A esto me ayudaban unos duendes verdes y amarillos.
Así solía escapar yo de mi realidad, con la cómplice ayuda de la fantasía. Allí soñaba yo con estudiar, ser como las señoritas ricas del pueblo más cercano, encontrar mis príncipes...
Cuando me fui haciendo mayor e iba consiguiendo mis sueños, aquellas fantasías de la infancia, me convertí en una mujer muy poco de mi casa (mi abuela siempre me decía que tenía que ser una mujer de mi casa). Ahora tengo muchas cosas, demasiadas, pero cuando me paro y reflexiono me doy cuenta de que ya no guardo lugares para la fantasía. Cuando consigo mis sueños, me percato de que los objetivos no son lo importante. Lo realmente enriquecedor eran aquellas veladas de carbón y tea: la fantasía misma de poder ser lo que quieras, cuando quieras y como quieras.
Ahora tengo libros, leo libros y hago tentativas de escribirlos.
Pero mis lugares primigenios de lectura y escritura son los pilares fundamentales de mi propia vida: y es que la fantasía está en el epicentro mismo de nuestra existencia.
Besos a todos y a todas los que participan en este blog.
Lázara, leo su confesión con un nudo en la garganta. Me he sentido profundamente conmovido. Le doy las gracias por la sinceridad y la delicadeza de su testimonio. Son palabras como las suyas las que me hacen no olvidar de dónde venimos y hacia dónde deberíamos caminar. La verdad es que ni la más fértil imaginación podría esbozar escenas tan palpitantes como las de su niñez junto a la chimenea con los carbones en la mano. Por lo que cuenta, y por lo que intuyo, parte de sus sueños infantiles se cumplieron, como los de tantas mujeres corajudas en todo el mundo. Hay huellas visibles en su escritura. Pero lo que más me emociona es la lealtad que guarda usted hacia los lugares primigenios, a ese tiempo incierto en que los deseos se mezclaban con la fantasía para ayudarla a vivir y a ser osada. Tenga por seguro que incorporaré su historia a los relatos de vida que les doy a conocer a mis alumnos en favor de la imaginación, los sueños y el valor.
Le agradezco de veras que haya escogido este naciente espacio para publicar su testimonio, tan intenso y tan hermoso.
Querido Juan: gracias por sus palabras llenas de sensibilidad para conmigo y mis primeras vivencias sobre lectura, escritura y fantasía.
¡Qué honor tan grande para mí que utilice estos testimonios con sus alumnos en clase! Creo que es absolutamente imprescindible que los jóvenes de hoy, futuros maestros y maestras, sepan que hace muy poquito para muchos españoles la educación era un privilegio y no un derecho; que leer libros (o inventárselos como en mi caso por falta de recursos) era una actividad absolutamente clandestina reservada a espacios y tiempos secretos cuando no había que lavar en la fuente, cuidar de los pavos o remendar la ropa de toda la familia; que si queríamos beber leche, teníamos que ordeñar las cabras y para comer huevos, había que esperar a las 7 de la mañana a que las gallinas empezaran a cacarear como locas; que para ir al colegio, en mi caso, tenía que recorrer más de 10 kilómetros diarios y las monjas nos separaban en clases diferentes a las ricas de las pobres, algo que también se hacía evidente en nuestros uniformes. En fin, tantas y tantas cosas que bien merecerían un LIBRO, o ciento, y mucha sensibilidad para legarlo a las futuras generaciones.
El tiempo pasa, querido Juan y queridos lectores, y cada vez, a lo lejos, atisbo más cerca mi atalaya octogenaria: aquella que tanto preocupaba a mi adorado poeta plateado. Miro hacia atrás, sonrío y sueño LIBROS y FANTASÍA y SENSIBILIDAD.
Hay testimonios, querida Lázara, que deberían ofrecerse en las aulas como parte de la educación cívica de los jóvenes. El suyo, por ejemplo. Y no tanto para recriminarles sus comodidades y sus ventajas, que suele ser lo habitual, sino para ayudarles a entender el mundo, su mundo. Ese enlace con la historia, tan necesario para poder encontrar sentido a sus vidas, debería ser una de las actividades escolares ineludibles. Usted sería, estoy convencido, una excelente maestra. Bastaría con que les contara de viva voz lo que ha escrito aquí. Le sobran a usted sensibilidad y arte narrativo.
Gracias de nuevo.
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