27 de julio de 2008

La fragilidad del silencio

Igual que hoy, algunas de las entradas de este blog están redactadas mientras en la calle, a escasos metros de la ventana de la habitación en la que escribo, se consuma una algarabía de obscenidades, insultos, comentarios vejatorios sobre las mujeres... protagonizada por un grupo de jóvenes y adolescentes cuyo principal afán es levantar la voz por encima del compañero y proferir una grosería de mayor calibre que la emitida antes por el interlocutor. Apenas comparecen chicas y cuando lo hacen se limitan a soportar, o quizá a compartir, esos feroces rituales masculinos. Supongo que los instintos se imponen en esos casos al raciocinio.

Sus voces traspasan los cristales y me acompañan en estos menesteres. Y no se piense que describo una escena de fracasados sociales (algunos de los comparecientes llegan en coches de marcas nada proletarias) ni de marginalidad inculta (en no pocas ocasiones algunos de los asiduos se personan con sus mochilas escolares al hombro). Tampoco de una rebeldía oral contra el orden lingüístico establecido. Lo que sucede a mi lado es, simplemente, la expresión de un usual y consentido modo de relación colectiva. ¿Por qué en un país tan gritón y faltón como el nuestro habrían de crecer adolescentes apacibles y corteses? ¿Por qué considerar procaces esas conversaciones cuando tantos programas radiofónicos hacen de los improperios un arte y tantos programas televisivos basan su éxito en la impudicia y el escarnio? ¿Por qué exigirles a estos jóvenes lo que sus mayores no practican ni, acaso, valoran? Es, sin embargo, esa normalidad lo que me descorazona.

Si en cualquier circunstancia resulta penoso comprobar el grado de agresividad verbal, y a menudo física, que pueden exhibir los seres humanos, lo es aún más si eso ocurre mientras uno trata de hilvanar alguna reflexión en torno a los libros, las palabras, las emociones. Me asalta entonces la sensación de que hay algo que me distancia de ese grupo que vocifera al otro lado del muro y que nada tiene que ver con la edad, la condición social o la experiencia. Es algo más sutil, más complejo. Lo que hace que me sienta desanimado es el cuestionamiento que sus gritos hacen del modo que siempre he considerado mejor para construir el propio pensamiento, y que no es otro que la relación sosegada e intensa con las palabras, uno de cuyos más sencillos recursos es la lectura. Leer pide ensimismamiento, cavilar a solas, abrirse sin temor a las palabras de otro. Miro entonces a mi alrededor y acepto la fragilidad de mi silencio frente a la fortaleza de sus voces. Y pienso
, no sin pesadumbre, que el universo de narraciones, versos, pensamientos, confesiones, crónicas, averiguaciones... que se alinea ante mis ojos les será para siempre ajeno. Algo que, con toda probabilidad, no considerarían una contrariedad, sino un alivio. Sus ruidos invaden irremediablemente mi habitación, pero es casi seguro que los conocimientos acumulados en esos libros no afectarán a sus vidas. Y eso me desalienta.

Mi desazón es inseparable de mi condición de profesor, pues lo que percibo es la señal de un fracaso. No me importa reconocer que aún considero la enseñanza como un medio de perfección humana y que, por lo tanto, me siento frustrado cuando compruebo que después de varios lustros de escolaridad el lenguaje de esos jóvenes sigue siendo profundamente banal y soez. ¿Tiene sentido entonces seguir empleando el tiempo en estas meditaciones librescas y literarias? Quiero pensar que sí, pese a todo. Lejos de abatirme, lejos de ignorarlas, esas voces deprimentes anclan
mis pensamientos en la realidad y me reafirman en la convicción de que no es baldía la contienda, que es necesario, sin complacencias ni falsos apostolados, seguir proclamando que la lectura puede quebrar la inclinación natural a la brutalidad, que puede al menos poner almíbar en algunos ojos, en algunos oídos, en algunas bocas.

2 comentarios:

LUISA M. dijo...

Comparto contigo la opinión de que ésta es la conducta más habitual entre adolescentes y jóvenes. Quizá la clave está en esas tres preguntas retóricas que haces:
"¿Por qué en un país tan gritón y faltón como el nuestro habrían de crecer adolescentes apacibles y corteses? ¿Por qué considerar procaces esas conversaciones cuando tantos programas radiofónicos hacen de los improperios un arte y tantos programas televisivos basan su éxito en la impudicia y el escarnio? ¿Por qué exigirles a estos jóvenes lo que sus mayores no practican ni, acaso, valoran?"
Yo también me dedico a la docencia aunque mis alumnos y alumnas todavía no han llegado a esa etapa (serán adolescentes dentro de 4 ó 5 años). De todos modos, no perdamos la esperanza de que la educación y la lectura puedan rescatar a buena parte de esta infancia y juventud de hoy de ese mundo insustancial que les rodea y absorbe. Al menos, nosotros (y algunos más, espero) pondremos nuestro esfuerzo y empeño en intentarlo, ¿verdad?
Saludos.

Juan Mata dijo...

Esa esperanza por cambiar la vida, por hacer que lo deteriorado se recomponga y lo perfectible mejore, es a la vez, estimada Luisa, el estímulo de los docentes y el origen de nuestras frustraciones. Es difícil no sentirse derrotado cuando se fracasa en el intento de transformar los comportamientos o las conciencias.

Y resulta asimismo descorazonador comprobar que, aun haciendo las cosas con delicadeza y pasión, no logramos transmitir a los alumnos el amor hacia las cuestiones importantes. El lenguaje, por ejemplo. ¿Cómo es que su conocimiento se hace insoportable para tantos? ¿Cómo es que apenas logramos modificar las formas de hablar y expresarse de los alumnos después de años en las aulas? ¿Habrá que concluir que esa pretensión es una quimera, un esfuerzo inútil?

E igual ocurre con la lectura. Me contraría comprobar que hay jóvenes que abandonan las aulas con la curiosidad agostada, con los mismos prejuicios con los que entraron, con absoluta indiferencia, cuando no desdén, hacia los libros.

Como puedes comprobar, ni en las vacaciones dejamos de hablar de nuestras perplejidades. Esa es una de nuestras debilidades... o de nuestras fortalezas.

Saludos calurosos (no podría ser de otro modo) desde Granada.