29 de octubre de 2010

Esperar la alegría

No sé si a ustedes les sucede lo mismo, pero hay momentos en los que uno se siente tan abrumado por el mundo que lo rodea, tan inerme ante la brutalidad y la estupidez contemporáneas, el triunfo universal de las mafias y la corrupción, las agresiones impunes contra los derechos sociales, la depredadora voracidad de los bancos y las agencias financieras, la sonriente desfachatez y las mentiras de los gobernantes, la desvergüenza de intelectuales pederastas que dan continuamente lecciones de moral, la miseria que no cesa..., que me da por pensar que las reflexiones sobre la lectura y la literatura son nimiedades, una ilusoria manera de entender la vida. En esos días siento que lo que uno hace tiene poco sentido, que los enemigos contra los que batallamos son tan invulnerables que la confianza en la potestad de los libros es una pura quimera. Cuando eso ocurre, me acucia la tentación del silencio.

Pero luego, como la luz entre las nubes tras la tormenta, reaparece el entusiasmo y el pensamiento oscuro se disipa. ¿Y si la defensa de los libros fuese en realidad una manera de decir no? ¿Y si leer fuese un modo de permanecer alerta y desafiante? ¿Y si la literatura fuese, en última instancia, una oposición al lenguaje trivial y embustero del poder? Pienso entonces que realmente es así y para recuperar el ánimo me bastan una sesión de lectura ante los niños del Hospital Materno Infantil de Granada, una clase bien dada ante mis alumnos, una conversación feliz con las personas que estimo, la lectura reveladora de una novela o un ensayo... En fin, el tipo de actos que ayudan a defender la esperanza de los zarpazos del cinismo o la indiferencia.

Así, los actos de homenaje al poeta Miguel Hernández que en estos días se convocan con motivo del centenario de su nacimiento me procuran también cierto alivio. Me reconforta comprobar que aquí y allá, en una escuela o en una biblioteca, en un programa de radio o una cafetería, brotan reconocimientos, modestas iniciativas que interpreto como gestos de denuncia y oposición.

Como recuerdo y como aliento, quiero traer aquí algunos versos de Miguel Hernández que proclaman la necesidad vital de la sonrisa, la risa y la alegría aun en los momentos más sombríos, de los que tanto él sabía.

Sonreír con la alegre tristeza del olivo,
esperar, no cansarse de esperar la alegría.
Sonríamos, doremos la luz de cada día
en esta alegre y triste vanidad de ser vivo.

*

Herramienta es tu risa,
luz que proclama
la victoria del trigo
sobre la grama.
Ríe. Contigo
venceré siempre al tiempo
que es mi enemigo.

*

Alondra de mi casa,
ríete mucho.
Es tu risa en los ojos
la luz del mundo.
Ríete tanto
que en el alma, al oírte,
bata el espacio.

Tu risa me hace libre,
me pone alas.
Soledades me quita,
cárcel me arranca.
Boca que vuela,
corazón que en tus labios
relampaguea.

*

Fue una alegría de una sola vez,
de esas que no son nunca más iguales.
El corazón, lleno de historias tristes,
fue arrebatado por las claridades.

23 de octubre de 2010

Una sorpresa

En un viaje reciente a Serbia he descubierto algo sorprendente, al menos para mí. De las varias jóvenes que he conocido y que hablaban español la mayoría había comenzado a interesarse en nuestra lengua gracias a las telenovelas venezolanas y mejicanas y a las series televisivas españolas (me nombraron a 'Los Serrano', 'Los hombres de Paco', 'Un paso adelante'...). La verdad es que tenía vagas informaciones sobre ese fenómeno, pero nunca hasta ahora lo había comprobado de modo tan fehaciente. Me resultó fascinante la espontaneidad con que manifestaban que las primeras punzadas de afecto hacia nuestra lengua las habían sentido escuchando a actores y actrices que encarnaban personajes cuyo atractivo me resultaba sin embargo muy ajeno.

Uno tiende a pensar que los estímulos iniciales proceden de ámbitos literarios más elevados -un cuento, una novela, un poema, una canción...-, sin caer en la cuenta de que las palabras seductoras pueden aparecer también en la boca de tenderos cándidos o policías gritones. Al fin y al cabo, la sonoridad de las palabras es siempre la misma, estén en un poema de Jorge Luis Borges o en las recriminaciones de dos amantes despechados. Mientras escuchaba a las jóvenes serbias me reprochaba no haber pensado que las palabras que encienden una pasión pueden proceder de escenas que representan una conversación jocosa en un bar o una discusión entre una madre y su hija adolescente, a las que no habría concedido apenas importancia de haberlas escuchado como espectador. Pero, ¿acaso no tienen más viveza y más encanto esos diálogos que las simulaciones hechas en las aulas para aprender la gramática de una lengua?

Támara, una de esas jóvenes atraídas desde la pubertad por las series televisivas españolas, admiraba profundamente la poesía de Quevedo y aspiraba a estudiar un máster sobre literatura española. El itinerario que la había conducido a algunas de las cimas de la literatura en lengua castellana me resultaba a la vez chocante y admirable. Estoy pensativo desde entonces.

15 de octubre de 2010

Será la memoria

Cuando uno lee un libro que, por alguna razón, le conmueve profundamente siempre se hace la misma pregunta: ¿por qué no lo habré leído antes? Es un sentimiento absurdo, pues la felicidad sentida no habría sido más intensa de haberlo leído con anterioridad. Pero es inevitable pensar que, aun siendo la misma, esa felicidad debería haber llegado antes, como los buenos amigos o los buenos viajes, para gozarlos durante más tiempo.

Una vez más me ha ocurrido. He leído ahora El olvido que seremos, del escritor colombiano Héctor Abad Faciolince, y no he podido evitar la fatídica pregunta: ¿por qué no leí en su día este libro? Pienso que todo lo que estoy haciendo ahora -releer ciertos pasajes, hablar de él, recomendarlo vivamente- debería haberlo hecho antes, como si eso me deparara un deleite distinto.

De lo dicho se deduce fácilmente que la lectura de El olvido que seremos me ha cautivado. Durante unos días he permanecido absorto en una vida real que, gracias a la escritura, adquiría la cualidad de un personaje literario. La vida de Héctor Abad Gómez, un prestigioso médico colombiano, luchador notorio por los derechos humanos, asesinado en 1989 por un grupo paramilitar (a estas alturas aún no se conocen los nombres de los sicarios ni de los instigadores) a causa precisamente de sus ideas y de su compromiso cívico, se me ha presentado con los atributos de una figura de ficción, al contrario de lo que suele suceder cuando uno lee una novela. Y la causa no es otra que el emocionante, luminoso y admirativo relato que su hijo, Héctor Abad Faciolince, ha escrito en recuerdo de un hombre generoso y vitalista, cuya inteligencia iba pareja a su sentido de la decencia y la defensa de la dignidad humana.

La literatura se presenta en este caso como una aliada más que como un adversario. Esa vida admirable podía haber quedado distorsionada, sin relieve, si hubiese sido narrada con un estilo ramplón o hagiográfico, que habría sido lo mismo, pues en ambos casos la biografía de Héctor Abad Gómez hubiese parecido irreal. En cambio, la escritura exquisita y ardiente de Héctor Abad Faciolince, llena de matices y recodos, atravesada por la sinceridad y el amor, otorga a la historia de su padre la cualidad de los grandes relatos.
El tributo al padre se convierte así en una narración que se lee con el mismo fervor que se lee una novela, con el mismo arrobo ante el protagonista que despiertan los grandes personajes inventados. El hijo ha conseguido que el lector acabe cautivado por el padre (así me ha ocurrido a mí). No cabe mayor homenaje. Uno lee el libro confirmando a cada página que la literatura puede hacer memorable una vida concreta y puede a la vez dar aliento a la vida de los lectores.