28 de agosto de 2010

Verano y literatura X

ROSETTA, I

Cuando tu cuerpo
todo era distinto, inesperado y joven:
habitaban los ojos
rompeolas,
caballos,
pleamares
y era Agosto feliz y sorprendido
frente a nuestra pasión, frente al misterio.

Y qué fuerza en tus brazos,
qué parajes de fuego,
qué tormenta de luz, amada mía.
Mas he aquí, de pronto, que vinieron
los cuchillos del miedo a desnudar el frío,
a pretender herrumbres y cenizas,
y espaldas,
grupas,
lejos,
partiendo en dos la tarde.

Tempestades que alzaron,
borrascas que nublaron,
huracanes que vimos
llevarse nuestra casa como un copo de nieve.

Porque estábamos solos
comprendimos la luz de las ruinas,
los hierros retorcidos,
sin apenas un grito,
como si hubiese sido nuestra casa de siempre
aquel palo tronchado,
aquel espejo roto,
y vasos,
sillas,
naipes,
mirándonos allí desde el escombro.

Y entre los dos qué grande la montaña,
qué terribles los álamos y el río,
qué tremenda la calle
y el asfalto y el humo
y el silencio aterido sobre los pedestales,
espeso,
grande,
inmóvil.

En medio de la calle cesaba yerto el sol.

Javier Egea, Troppo mare

23 de agosto de 2010

Verano y literatura IX

LEBRILLÁN

Todavía no era el sol astro rey, pero llevaba ya intrigando lo menos dos horas, cuando, en casa de Lebrillán, comenzaban los preparativos para ir a la playa. Aún estaban los cierres a la calle entornados; sólo había señales de vida en el interior, en el huerto-jardín y en las ventanas y miradores que daban a él. Se recogían las esponjosas toallas de llamativos colores, los trajes de baño, se levantaba a los niños, Aurora, Juan, Estrella, Adelaida, Zulima, José; se obedecía la voz adormecida, en lenta marea alta, de la señora, y él, Lebrillán, se afeitaba despacio en pijama, iba a su entornado y fresco despacho a organizar cronométricamente una jornada de ocio, rompía o sustituía algún papel de la mesa, reparaba, pegándolo, el cuero despellejado de un sillón, subía con extraña fuerza, reptil, a las habitaciones altas, junto al palomar, para sorprender a Juana o a Dolores vistiéndose, volvía y se daba con lentitud una loción aromática, preguntaba por una camisa que había estado buscando sin encontrarla, salía al jardín, miraba al cielo, olía la albahaca, los jazmines morunos, el sándalo, escuchaba el agua caer sobre la alberca. El reloj de la catedral y el ingenuo de las clarisas iban jalonando y tensando los ritos, la afanosidad doliente, mecánica, de la casa. "¿Estamos ya?", se oía de vez en cuando. No, no estaban. La pregunta se repetiría cinco, seis veces, hasta que salieran todos, con aire sudoroso, pesado, hacia la playa. Y se olvidaba algo siempre. El olvido, esfumante, fatal, vivía con ellos. El olvido promovía los suspiros en aquella casa y variaba el destino de las horas.

Los niños con las criadas iban delante. Lebrillán, con su mujer, detrás. Al cuello llevaba su "Rolly Flex" último modelo y sus prismáticos, alemanes también, con espléndidos cristales Zeiss. La playa estaba cerca, pero todavía, mientras se desnudaban, dejaban los objetos de valor, se aguardaban en la caseta unos a otros, despedían a las criadas, que se bañaban aparte, los relojes de las torres iban sonando, más rotundos cada vez, como si campanearan en el mortero del sol.

Lebrillán paseaba por la playa con sus tensos y abultados carrillos, sus labios gordos, su frente estrecha mordida de pelo negro, duro y algo rizoso, sus ojos negros, ahuevados y como inocentes, cuyas niñas, un poco altas, parecían tirar siempre del labio superior, en el aire, pasmado; con su potra abundosa, temblequeante; con las curvas de su grasa, suave, amplias, pomposas; con sus pies chicos, señoreándose al andar a lo ancho más que a lo largo, en alpargatas chancletas con elástico en el empeine; con sus manos pequeñas, robustas y peludas, nerviosas. Siempre le acompañaban los niños.

Algunas veces condescendía a que el mar le probase, pero guardando las distancias, el mar ahí y él aquí, sin entrega, dando cerca unas cuantas brazadas, con superioridad, con desprecio, y volviendo a la orilla. Conocía bien el mar. El mar y él no habían estado nunca lejos, habían sido rivales toda la vida sin planteárselo, aún lo eran. El mar le conocía también; en cierto modo, le había criado; fue, cuando él era un tripa al aire, su reconstituyente.

En la playa había gente conocida. Gente que fisgaba a Lebrillán, al que sabían de Algeciras, niño sin escuela, aguador, vendedor ambulante, chatarrero enriquecido, que vivía, hacía ya muchos años, aquí, en la ciudad, en casa abierta al cielo, clausurada al mundo, aromada y recia, antigua, donde vivió la amante aristócrata de un garrochero. Casa de apasionada clausura, que hubiera servido igual como convento, como refugio del amor divino. Ahora Lebrillán era un vago. Un vago fabuloso que recibía al año tres, cuatro agentes, que venían a aumentarle la renta. Un vago que movía y saboreaba su lengua con imprecisas añoranzas. Un hombre como dormido que había tenido una estrella de cara o había despierto alguna vez. Sí, en la playa había gente conocida, pero también un mundo nuevo, un mundo para colarlo y apresarlo en los potentes cristales de los prismáticos o en la película pancromática, muy pancromática, de la "Rolly".

Siempre le acompañaban los niños. Porque la playa estaba llena de francesas, alemanitas, inglesas, holandesitas... Y catalanas. Y madrileñas... Lebrillán se llevaba las que podía a casa y formaba luego con ellas un mórbido, imaginario, harén de invierno. A todas no. A las mejores sólo, las más impúdicas y nórdicas, las de más reducidas piezas, las descuidadas, naturales o indiferentes. Se las llevaba en fotos. Pero incluyendo a los niños como pretexto. A sus hijos, que paseaban al lado de Lebrillán, distraídos unas veces, atentos al padre otras, como perrillos a la caza de buenas piezas. Más de uno, por distracción inoportuna con pérdida irreparable, se llevaba un pescozón diario. Y el padre le acuciaba moviendo la lengua con ansiedad:
- ¡Nene! ¿Quieres retratarte o no? Pues ¡venga!

Siempre caían tres, cuatro fotos limpias, menos domingos y festivos, en que la aglomeración metía en la cámara un torneado, caprichoso puzzle de hombros, brazos, piernas, niños. Había muchachas que iban a diario y, a fin de temporada, habían conseguido seis o siete posturas seductoras, siempre con los hijos de Lebrillán delante, detrás o a un costado. Alguna de las habituales salía, muchas veces, mirando de reojo a la cámara, con el entrecejo fruncido o aire de sospecha. O con un gestillo de asco hacia el fotógrafo, que era para Lebrillán, en los días largos y aburridos del invierno, la evidencia de su lucha estival, la constancia de su esforzada caza, el estímulo más eficaz de su admirativa ternura, la convicción de que aquella "pieza" tenía altísima feminidad, sangre arisca, rebelde, tal vez picante.

A la única muchacha local que Lebrillán no perdonaba nunca era a Carmencita. Carmencita era el "bombón" de todas las tertulias seniles que pasaban la vida mirándose en corro en las aceras o en los salones guateados, oscuros, de los "círculos". Carmencita era parte de la familia muy numerosa de un empleado municipal y Lebrillán la tenía retratada desde los trece hasta ahora, que iba a cumplir dieciséis. La seguía como a una planta de su jardín, imaginando sus aromas tibios, alabando su balanceo al aire, sabiendo su voz dócil, infantil, lejana, inventándole a su clara frente sueños oscuros, valorando sus rincones claros, jóvenes, en los que flores sensibles, duras y misteriosas, se recataban o se tendían incitando la timidez y la fuerza.

Una vez satisfecha la provisión diaria de fotos, entraban en liza los prismáticos. Lebrillán escogía un centro de operaciones, variable, se recostaba en su hamaca entoldada y, contando con la ayuda del mar, veía, al descuido, ínfimas parcelas de intimidad femenina. Los prismáticos eran expertos en arranque y bifurcación de senos, vellosidades, guedejas de cogote y sienes. Lebrillán acaso compensaba su antigua dedicación a la chatarra con el acopio de cuerpos tensos, nuevos.

Los niños que, salvo acuartelamiento repentino, quedaban libres a la hora de los prismáticos, estaban hartos de fotos. Porque un padre podía querer y perpetuar a sus hijos, pero no tanto. Tras la primera semana de playa, posaban ya distraídos, sudorosos, con ojeras, como obrerillos tristes mal pagados de un Faruk simplón, poderoso. Salían los pobres "trabajando". Y si, al principio, la inocencia no les dejaba entender, foto a foto, Juan, el niño mayor, fue dándose la vuelta y poniendo sus ojos en el objetivo último que perseguía Lebrillán. El padre, irritado, acabó concediéndole libertad absoluta, pero sus hermanos continuaban sujetos al incomprensible recuadro de la cámara.

Mientras, borrada en la playa, la mujer de Lebrillán esperaba segura de sus noches, compenetrada con las lunas, mirando con naturalidad al mar, con ojos fuertes, bellos, como oscuras y misteriosas joyas, con su carne joven ya ajada, extrañamente dulce, propicia.

Se iba el verano. Y pasado el momento de revelar las oscuras, excitantes horas del laboratorio, Lebrillán aburría las fotos que archivaba o perdía sin acordarse más. Sólo una o dos quedaban por su despacho; las que más le atraían sin saber por qué, las que, bajo su mirada, siempre ofrecían inagotable atracción. En el invierno estaban Juana y Dolores, a las que había que pellizcar y asediar, tal vez cogían una criada -una chiquilla- nueva; estaba el "círculo", la misa brava, empolvada, de los domingos en la catedral, los barcos en el puerto, los callejones que no duermen, el diario local y el de Madrid, el Banco, los desayunos del bar con tabaco y limpiabotas, los paseos, los bostezos, el palillo, el tiempo... Y el verano otra vez. Y la playa. Y Lebrillán que...

Medardo Fraile, Escritura y verdad. Cuentos completos

19 de agosto de 2010

Verano y literatura VIII

LA CALLE PANDROSSOU


Bienamadas imágenes de Atenas.

En el barrio de Plaka,
junto a Monastiraki,
una calle vulgar con muchas tiendas.

Si alguno que me quiere
alguna vez va a Grecia
y pasa por allí, sobre todo en verano,
que me encomiende a ella.

Era un lunes de agosto
después de un año atroz, recién llegado.
Me acuerdo que de pronto amé la vida,
porque la calle olía
a cocina y a cuero de zapatos.

Jaime Gil de Biedma, Las personas del verbo

15 de agosto de 2010

Verano y literatura VII

MUDA DE VERANO


He aquí a un sujeto que llegó al fondo de su yo a través de la ensalada de apio. Era un ser rodeado de cosas. Tenía un perro, cuatro hijos, dos coches, una mujer tan redonda como él mismo, un canario flauta, un jefe al que le olía el aliento, una bicicleta estática, una secretaria, un piso con terraza, una báscula al la que se la había saltado la aguja, un mes de vacaciones, una tarjeta Visa, un abono del Real Madrid, diversas porcelanas, fascículos y bandejas de plata, cuarenta y tantos años de vida, algunas arrobas de más y una mirada melancólica de buey. Estaba deprimido. Una masajista diplomada le pasaba la garlopa por los volúmenes del cuerpo y le sacaba virutas de manteca dos veces por semana. Era uno de esos gordos que hunde el catafalco del psicoanalista. Podía suicidarse, apuñalar a su señora, huir a Brasil con la nómina de la empresa o hacerse musulmán, pero él sólo deseaba meter la calva incipiente en el útero de su madre y convertirse en una carpa. Los señores, a cierta edad, suelen atravesar turbios lances de semejante estilo. ¿Ve usted a ese subsecretario tan mayor sentado en la poltrona de mando? En el subconsciente también quiere navegar como un salmonete en la tibia placenta de su mamaíta, llenarse el bigote con los grumos viscosos de esa mujer que está en el retrato ovalado colgado de la pared del comedor. La depresión es un estado de lucidez. Este sujeto del que hablo había alcanzado una etapa de la existencia en la que se ve con claridad la pequeña bazofia rutinaria que a uno le rodea. Se sentía atrapado por un mundo de cacharros familiares, de amores usados, de horarios sometidos. Jamás podría seducir a aquella adolescente rubia y amoral que le tentaba lascivamente desde el balcón de la playa con la pompa de chicle en la boca entreabierta. Ella fue tal vez el dispositivo que le hizo saltar la neura. Por otra parte estaba el psicoanalista.
- Sólo existe una fórmula -le dijo éste un día.
- ¿Cuál?
- Haz en cada momento lo que más te apetezca.
- Eso no es fácil. Tendría que causar mucho daño -contestó aquel hombre.
- No importa.
- Hay personas a las que quiero todavía.
- Avísalas. Llega con ellas a un acuerdo -le dijo el psicoanalista.

Después de varias sesiones en el diván comenzó a darle vueltas a una idea obsesiva: la falta de libertad produce cáncer. Aquella gorda que se pasaba los días bordando almohadones y comiendo pasteles, los hijos que parecían cuatro máquinas tragaperras, el jefe de la oficina que le echaba el aliento podrido en el pescuezo, las babuchas, la butaca raída por su inmenso trasero delante del televisor, el mes de vacaciones en Gandía con la sombrilla, los flotadores y los cubos de plástico; el tedio de media tarde dando lengüetazos en pantalón corto a un cucurucho de helado, seguido por la prole por la linda de la playa era el horizonte cerrado de este padre de familia, antiguo héroe del espacio con mechero Dunhill, convertido ahora en un volquete de tocino con los muslazos de paquidermo, el oleaje de la papada sumergido en la densidad de las tetillas y aquella barriga que doblaba la esquina cinco minutos antes que él. ¿Dónde tenía el yo? Probablemente, en el rincón más insospechado debajo de aquel montón de grasa.

Para mayor desgracia, fuera de su cuerpo era verano, un tiempo en que la gente trata de alargar el brazo hasta el infinito y sólo consigue atraparse por detrás el propio culo. En la mar había torsos juveniles de aceite que agitaban la inocencia del esperma, la sal de los ovarios recientes contra la luz harinosa. Ante la mirada de este cuarentón desvalido se sucedían relámpagos de carne en forma de cláusulas idealistas del cerebro, las muchachas bailaban en la arena sobre los dracmas perdidos, sobre los denarios enterrados en la orilla. Canoas de color naranja cruzaban por encima de ánforas naufragadas, y aquella adolescente del balcón no cesaba de tentarle lascivamente haciendo estallar la pompa del chicle en la boca entreabierta. Tenía un deseo feroz de transfigurarse, de cogerse a un asa de viento y subir a un cohete espacial que lo llevara a un lugar donde nunca más sintiera esa terrible ansiedad en el diafragma. En medio de la depresión, se contemplaba las grietas del vientre, se palpaba las varices (esos gusanos azules con nódulos que le trepaban por las pantorrillas), se miraba en el espejo las bolsas de pulpo, y entonces sólo quería huir; o apuñalar al ser más querido o meter la cabeza en el cubo de la basura; pero la mujer, casi tan gorda como él, llena de melindres, acababa de sacar la cena a la terraza.
- Cariño, aquí están los canelones.
- ¡Santo Dios!
- Tienes cochinillo de segundo -insistía llena de satisfacción la mujer.
- Acércame el pan, oye.
- De postre hay tarta de fresa.

La barriga le funcionaba a toda máquina. Se le había convertido en una hormigonera. Comía y odiaba. Se inflaba aún más, y luego los embutidos le sumían en una modorra poblada de sueños de lolitas desnudas, aparatos de gimnasia, aventuras galantes, viajes al trópico y anuncios de Martini. En el fondo de la postración, balanceándose en la hamaca, este sujeto recordaba la advertencia del psicoanalista: la única forma de librarse de la tenaza consiste en imponerse la obligación, como quien se toma una medicina, de hacer en cada momento lo que a uno le apetece, caiga quien caiga, por encima de las reglas sociales o los hábitos de la familia. Se trata de una apuesta entre la libertad o la desnutrición. Detrás de la angustia del hombre que se siente atrapado acecha siempre el cáncer. Él quería cambiar de yo. Estaba esperando una oportunidad para huir. Lejanas bahías azules, islas de cal con palmeras, veleros atracando en Amalfi, dorada juventud de venas palpitantes bajo los bronces carnales. Había acariciado la idea de quedarse solo durante el verano después de pactar una tregua. Podía haberse dejado el dálmata en la perrera municipal, mandar los hijos a un campamento, imaginar que a su mujer se la había llevado la grúa y él no la reclamaba; pero allí, en la terraza de la playa, estaba ella bordando almohadones, los niños gritaban y había que taparles la boca con un helado, el perro ladraba, y abajo, en el paseo, se veían cuerpos imposibles de alcanzar.
- ¿Me quieres todavía? -decía la mujer.
- Sí.
- Mañana te haré una fabada.
- Está bien. Cárgala de morcilla -decía el hombre entregado una vez más.

Quería escapar. ¿Dónde tenía el yo? Tal vez en el fondo del propio laberinto de mantequilla, a la sombra del bazo. Le quedaban algunas salidas: suicidarse, matar a su señora y huir a Brasil con todos los sobres de la empresa en compañía de una puta oxigenada. Le faltaba arrojo de ese calibre. Pero de pronto se le ocurrió la última fórmula de salvación. Decidió someterse a un riguroso plan para adelgazar. Sólo de este modo podría fugarse hacia dentro de sí mismo en busca de su yo. Comunicó la noticia a su mujer y ella, soltando un grito de súbita felicidad, le dijo que quería acompañarle también en ese viaje. La pareja de gordos penetró a continuación, con una alegría furiosa, en la alucinada marcha atrás de las calorías. Parecía una bobada, pero la obsesión por recobrar el esqueleto llenó de sentido toda una existencia. Se encontraba ante una filosofía con varias escuelas de peso ideal: el régimen de los astronautas, la dieta del pomelo, de los hidratos de carbono, del huevo duro, del grano de arroz crudo antes de dormir. Al día siguiente su vida se llenó de un panorama de alcachofas, espárragos, zanahorias, apio, remolacha, espinacas, judías tiernas, puerros, calabacines, lechugas, escarolas y en el horizonte vegetal veía bailando aquella adolescente del chicle que le incitaba imaginariamente a perderse con ella.

Nunca había experimentado una pasión tan desmedida. Acababa de iniciar las vacaciones, y para purificarse por completo se sometió durante tres jornadas seguidas a una cura de agua mineral con una infusión de té diurético. Lo había leído en una revista del corazón. La vejiga de este hombre comenzó a drenar pelotas de sebo; muy pronto, una cierta espiritualidad herbórea se le instaló en la cara y el fanatismo acabó por inundarle la cabeza con una especie de bálsamo. Se hizo un experto en tablas de calorías, pesos, medidas, grasas, proteínas y metabolismos. Sólo comía ensaladas con la devoción mística de una cabra, y de momento se sentía feliz. Era un explorador que se abría paso con el machete en una selva de verdura hacia la fuente de la eterna juventud. Un poco más y podría ponerse el pantalón del año pasado. En el cuarto de baño tenía una báscula con la que había establecido una intimidad erótica. Aquella aguja estaba bajando. La pareja entró en competición. Se desinflaba unos centímetros cada día, y por casa se oían gritos de victoria cuando caían las marcas. Su mujer le acompañaba en la huida, y actuaba de forma tan ascética, que prácticamente había clausurado el estómago. A veces corría la cremallera de la boca, se metía por el tubo una lechuga o un rábano y la cerraba. Estos dos globos sentados en sillones de mimbre en la terraza de la playa se deshinchaban en silencio con la mirada perdida en el infinito.
- Estoy encantado.
- Yo también, cariño -decía la mujer.
- Ahora me pongo de pie, miro hacia abajo y ya casi puedo verme las rodillas.

En la primera semana perdió un kilo diario y no sabía adónde iba a parar aquel alijo de grasa, aunque con él podía haber fabricado otro niño. En principio sólo notaba una ligereza debajo de los alerones. Comenzó a imaginar mundos exóticos, aquel espacio de belleza juvenil cuando él era campeón de salto de altura en el distrito universitario y las novias le mordían el cuello. En la vida siempre hay un momento estelar: ése en que uno decide huir o romper la soga, y este héroe dietético lo estaba consiguiendo. Dentro de poco alcanzaría a tocar con las manos el empeine sin doblar las corvas. Luego lograría levantar la rótula hasta las cejas. Después haría alpinismo, boxeo, lucha libre, yudo, natación, remo, y finalmente se compraría un equipo de tenis. Había una forma de escapar hacia dentro, de mudar la piel de serpiente, un método físico para cambiar de yo sin abandonar el sillón de mimbre. Bastaba con adelgazar hasta coger una silueta transparente y dejar la cabeza a los sueños de inmortalidad. Mientras tanto, la zanahoria rallada y el huevo duro hacían su trabajo, le iban esmerilando las fibras de magro y entonces unos pellejos como pergaminos comenzaron a colgar a modo de colada de los altos huesos del hombre; pero en este tiempo aún se reconocía en el espejo. Podía decirse que todavía era el mismo ser.
- ¿Me quieres? -le decía su mujer.
- Sí -contestaba él.
- En la farmacia venden un té maravilloso. Te lo tomas y meas ya las criadillas.
- Cómpralo.
- ¿Me quieres?
- Sí.

Después de un mes de brega alucinante con la dieta, al final de las vacaciones, la pareja también se reconocía mutuamente. Estaban todo el día juntos. Hacía el amor consabido. Incluso una ternura extraña había brotado entre ellos. Pero algo espiritual sucedía en aquella terraza. Habían perdido alrededor de treinta kilos cada uno y tenían la sensación de que sus cuerpos volaban hacia una lejanía contraria. La cadena de ganglios del hombre fue la primera en romperse. Aquella mañana en que la familia hacía las maletas para volver a la ciudad este sujeto sintió un breve estallido, como si una burbuja le hubiera reventado bajo las costillas. En ese momento se había producido en su persona un salto cualitativo. Se miró en el espejo y vio allí a un señor desconocido. La última ensalada de apio le había roto el yo. Cuando salió del cuarto de baño la mujer lanzó un grito de asombro en el pasillo.
- ¿Quién es usted? -exclamó llena de pánico.
- Soy Pepe. ¿Y usted? -pregunto él también alarmado.
- Leonor.
- Tanto gusto -trató el hombre de disimular.
- El gusto es mío -dijo ella.

El antiguo Pepe y la antigua Leonor regresaron a Madrid en el mismo coche, con el perro, los hijos y los paquetes, haciéndose las caricias de esos seres que se acaban de conocer y enamorar. En la playa habían dejado entre los dos unos sesenta kilos de grasa, el equivalente a otro individuo. Finalmente, el tipo había huido. En ese instante estaba solo en la playa, tomando una cerveza. Ese montón de grasa abandonado en la playa en adelante se llamó Nicolás. Era libre. Acababa de ligar con la adolescente del chicle.

Manuel Vicent, Los mejores relatos

9 de agosto de 2010

Verano y literatura VI

NIÑO DE LA PLAYA

Las manos te ayudaban a mirar lo infinito,
y me hacías castillos sobre los pies descalzos
con adornos dulcísimos y sonrisas inéditas
en tus pómulos tersos.

Destrenzabas enigmas, entreabrías caminos
sin apenas notarlo, dibujabas con palo
tembloroso muñecos sobre la playa húmeda.

Buscador del cristal y la concha más rara,
se escuchaba tu voz, se palpaba revuelta
en las arenas vivas, al helor de la entrada.

Cabalgabas las gotas, el salpicar del agua
sobre tu piel desnuda, como el vuelo de un pájaro
sostenido por nubes.

Convidaban tus brazos extendidos al aire
a estrecharte en la ola y a proclamarte dueño
de la voz de la brisa.

Porque así te recuerdo te convoco en mis horas,
entreabierto a mi anhelo, dulcemente extasiado,
como en aquellos días por cuando agosto suele
enamorarse.

María Victoria Atencia, La señal

5 de agosto de 2010

Verano y literatura V

ESPANTOS DE AGOSTO

Llegamos a Arezzo un poco antes del medio día, y perdimos más de dos horas buscando el castillo renacentista que el escritor venezolano Miguel Otero Silva había comprado en aquel recodo idílico de la campiña toscana. Era un domingo de principios de agosto, ardiente y bullicioso, y no era fácil encontrar a alguien que supiera algo en las calles abarrotadas de turistas. Al cabo de muchas tentativas inútiles volvimos al automóvil, abandonamos la ciudad por un sendero de cipreses sin indicaciones viales, y una vieja pastora de gansos nos indicó con precisión dónde estaba el castillo. Antes de despedirse nos preguntó si pensábamos dormir allí, y le contestamos, como lo teníamos previsto, que sólo íbamos a almorzar.

- Menos mal -dijo ella- porque en esa casa espantan.

Mi esposa y yo, que no creemos en aparecidos del medio día, nos burlamos de su credulidad. Pero nuestros dos hijos, de nueve y siete años, se pusieron dichosos con la idea de conocer un fantasma de cuerpo presente. Miguel Otero Silva, que además de buen escritor era un anfitrión espléndido y un comedor refinado, nos esperaba con un almuerzo de nunca olvidar. Como se nos había hecho tarde no tuvimos tiempo de conocer el interior del castillo antes de sentarnos a la mesa, pero su aspecto desde fuera no tenía nada de pavoroso, y cualquier inquietud se disipaba con la visión completa de la ciudad desde la terraza florida donde estábamos almorzando. Era difícil creer que en aquella colina de casas encaramadas, donde apenas cabían noventa mil personas, hubieran nacido tantos hombres de genio perdurable. Sin embargo, Miguel Otero Silva nos dijo con su humor caribe que ninguno de tantos era el más insigne de Arezzo.

- El más grande -sentenció- fue Ludovico.

Así, sin apellidos: Ludovico, el gran señor de las artes y de la guerra, que había construido aquel castillo de su desgracia, y de quien Miguel nos habló durante todo el almuerzo. Nos habló de su poder inmenso, de su amor contrariado y de su muerte espantosa. Nos contó cómo fue que en un instante de locura del corazón había apuñalado a su dama en el lecho donde acababan de amarse, y luego azuzó contra sí mismo a sus feroces perros de guerra que lo despedazaron a dentelladas. Nos aseguró, muy en serio, que a partir de la media noche el espectro de Ludovico deambulaba por la casa en tinieblas tratando de conseguir el sosiego en su purgatorio de amor.

El castillo, en realidad, era inmenso y sombrío. Pero a pleno día, con el estómago lleno y el corazón contento, el relato de Miguel no podía parecer sino una broma como tantas otras suyas para entretener a sus invitados. Los ochenta y dos cuartos que recorrimos sin asombro después de la siesta, habían padecido toda clase de mudanzas de sus dueños sucesivos. Miguel había restaurado por completo la planta baja y se había hecho construir un dormitorio moderno con suelos de mármol e instalaciones para sauna y cultura física, y la terraza de flores intensas donde habíamos almorzado. La segunda planta, que había sido la más usada en el curso de los siglos, era una sucesión de cuartos sin ningún carácter, con muebles de diferentes épocas abandonados a su suerte. Pero en la última se conservaba una habitación intacta por donde el tiempo se había olvidado de pasar. Era el dormitorio de Ludovico.

Fue un instante mágico. Allí estaba la cama de cortinas bordadas con hilos de oro, y el sobrecama de prodigios de pasamanería todavía acartonado por la sangre seca de la amante sacrificada. Estaba la chimenea con las cenizas heladas y el último leño convertido en piedra, el armario con sus armas bien cebadas, y el retrato al óleo del caballero pensativo en un marco de oro, pintado por alguno de los maestros florentinos que no tuvieron la fortuna de sobrevivir a su tiempo. Sin embargo, lo que más me impresionó fue el olor de fresas recientes que permanecía estancado sin explicación posible en el ámbito del dormitorio.

Los días del verano son largos y parsimoniosos en la Toscana, y el horizonte se mantiene en su sitio hasta las nueve de la noche. Cuando terminamos de conocer el castillo eran más de las cinco, pero Miguel insistió en llevarnos a ver los frescos de Piero della Francesca en la Iglesia de San Francisco, luego nos tomamos un café bien conversado bajo las pérgolas de la plaza, y cuando regresamos para recoger las maletas encontramos la cena servida. De modo que nos quedamos a cenar.

Mientras lo hacíamos, bajo un cielo malva con una sola estrella, los niños prendieron unas antorchas en la cocina, y se fueron a explorar las tinieblas en los pisos altos. Desde la mesa oíamos sus galopes de caballos cerreros por las escaleras, los lamentos de las puertas, los gritos felices llamando a Ludovico en los cuartos tenebrosos. Fue a ellos a quienes se les ocurrió la mala idea de quedarnos a dormir. Miguel Otero Silva los apoyó encantado, y nosotros no tuvimos el valor civil de decirles que no.

Al contrario de lo que yo temía, dormimos muy bien, mi esposa y yo en un dormitorio de la planta baja y mis hijos en el cuarto contiguo. Ambos habían sido modernizados y no tenían nada de tenebrosos. Mientras trataba de conseguir el sueño conté los doce toques insomnes del reloj de péndulo de la sala, y me acordé de la advertencia pavorosa de la pastora de gansos. Pero estábamos tan cansados que nos dormimos muy pronto, en un sueño denso y continuo, y desperté después de las siete con un sol espléndido entre las enredaderas de la ventana. A mi lado, mi esposa navegaba en el mar apacible de los inocentes. «Qué tontería -me dije-, que alguien siga creyendo en fantasmas por estos tiempos». Sólo entonces me estremeció el olor de fresas recién cortadas, y vi la chimenea con las cenizas frías y el último leño convertido en piedra, y el retrato del caballero triste que nos miraba desde tres siglos antes en el marco de oro. Pues no estábamos en la alcoba de la planta baja donde nos habíamos acostado la noche anterior, sino en el dormitorio de Ludovico, bajo la cornisa y las cortinas polvorientas y las sábanas empapadas de sangre todavía caliente de su cama maldita.


Gabriel García Márquez, Doce cuentos peregrinos

2 de agosto de 2010

Verano y literatura IV

VERANO

Mediodía

Transparentes los aires, transparentes
la hoz de la mañana,
los blancos montes tibios, los gestos de las olas,
todo ese mar, todo ese mar que cumple
su profunda tarea,

el mar ensimismado,
el mar,
a esa hora de miel en que el instinto
zumba como una abeja somnolienta...
Sol, amor, azucenas dilatadas, marinas,
ramas rubias sensibles y tiernas como cuerpos,
vastas arenas pálidas.
Transparentes los aires, transparentes
las voces, el silencio.
A orillas del amor, del mar, de la mañana,
en la arena caliente, temblante de blancura,
cada uno es un fruto madurando su muerte.



Tarde

Cuerpos tendidos, cuerpos
infinitos, concretos, olvidados del frío
que los irá inundando, colmando poco a poco.
Cuerpos dorados, brazos, anudada tibieza
olvidando la sombra ahora estremecida,
detenida, expectante, pronta para emerger
que escuda la piel ciega.
Olvidados también los huesos blancos
que afirman que no es un sueño cada vida,
más fieles a la forma que la piel,
que la sangre, volubles, momentáneas.
Cuerpos tendidos, cuerpos
sometidos, felices, concretos,
infinitos...
Surgen niños alegres, húmedos y olorosos,
jóvenes victoriosos, de pie, como su instinto,
mujeres en el punto más alto de dulzura,
se tienden, se alzan, hablan,
habla su boca, esa un día disgregada,
se incorporan, se miran con miradas de eternos.


La noche

Es un oro imposible de comprender, un acabado
silencio que renace y se incorpora.
Las manos de la noche buscan el aire, el aire
se olvida sobre el mar,
el mar cerrado,
el mar,
solo en la noche, envuelto
en su gran soledad,
el hondo mar agonizando en vano...
El mar oliendo a algas moribundas y al sol,
la arena a musgo, a cielo, el cielo
a estrellas. La alta noche sin voces
deviniendo en sí misma, inagotada y plena,
es la mujer total con los ojos serenos
y el hombre silencioso olvidado en la playa,
el alto, el poderoso, el triste,
el que contempla,
conoce su poder que crea, ordena el mundo,
se vuelve a su conciencia que da fe de las cosas,
y el haz de los sentidos le limita la noche.


Idea Vilariño, Poesía completa