25 de marzo de 2010

¿Los jóvenes no leen?

Hace unas semanas, la Federación de Gremios de Editores de España hizo público el 'Informe de hábitos de lectura y compra de libros' correspondiente al año 2009. Son cifras siempre muy esperadas, pues permiten conocer si aumenta o disminuye el número de lectores en España, un asunto que suscita no pocas ansiedades y algunos debates por lo general superficiales y superfluos. Para desilusión quizá de los amantes de las catástrofes el barómetro 2009 demuestra que el índice de lectores frecuentes y ocasionales en España no disminuye, incluso sube un poco el porcentaje de lectores frecuentes en comparación con los de años anteriores. Les aconsejo que consulten ustedes mismos el informe, pues contiene informaciones muy interesantes.

De entre todas esas informaciones querría destacar las que hacen referencia a la lectura de los más jóvenes. Como sabrán, uno de los tópicos más machaconamente repetidos en los últimos años asegura que los jóvenes no leen o leen cada vez menos. Es raro el encuentro o debate o entrevista sobre la lectura donde no se insista en el lamento. Luego, sin embargo, aparecen las estadísticas y demuestran lo contrario. He aquí la evidencia.

Sí, en efecto, el 91,2% de los niños entre diez y trece años lee habitualmente. Y si se fijan con atención, el porcentaje de lectores de esas edades que lee diaria o semanalmente no deja de aumentar. Y si nos referimos a los lectores entre 14 y 24 años, las cifras son igualmente claras: el 70,5% de la población comprendida entre esas edades son lectores frecuentes u ocasionales. ¿Por qué se mantiene entonces la cantinela de que los jóvenes no leen? Quién sabe. Quizá por desidia intelectual, por interés, por comodidad, por necesidad de cargar sobre los jóvenes los fracasos de los adultos... Porque el problema, como demuestra el cuadro que sigue, no es la lectura de los jóvenes, sino la lectura de los adultos.

Sí, son los mayores los que no leen. O, al menos, no leen en la misma medida que se exige que lo hagan los niños y los jóvenes. Esa decadencia tan acusada es lo que debería en realidad preocuparnos. Las causas de ese declive no vienen ahora al caso, pero esa evidencia debería servir al menos para abandonar de una vez por todas la manida afirmación de que "los jóvenes no leen", porque es falsa e inmerecida.

Hay, en efecto, muchos tópicos sobre los jóvenes y la lectura que considero injustos. Hoy mismo he tenido una experiencia con estudiantes del IES Albariza, de Mengíbar (Jaén), que me refuerza en la idea de que los jóvenes no son reacios al mundo de los libros y que les interesan mucho las reflexiones que sobre la lectura se les pueda hacer. Pero de eso les hablaré en la próxima entrada.

18 de marzo de 2010

Sobre el cerebro

Como sabrán, del 15 al 21 de marzo se celebra en numerosos países del mundo la Semana del Cerebro, incentivada por la Fundación Dana, encargada de promover la difusión pública de los conocimientos que sobre el cerebro se van realizando. Seguro que en sus ciudades podrán encontrar alguna actividad relacionada con esta celebración. El Parque de las Ciencias de Granada, una institución modélica de la que algún día les hablaré con detenimiento, ha organizado diversos actos al respecto.

Con motivo de la Semana del Cerebro, me gustaría recomendarles algunos libros que podría interesarles. Son libros muy diversos, que dan cuenta de la multiplicidad de miradas que admite el cerebro, es decir, nosotros. Es un territorio cuya exploración resulta apasionante. Junto a la portada, les reproduzco un breve párrafo de cada uno de ellos.

(Cuando empecé a escribir este libro, descubrí algo interesante sobre la neurociencia y la ética: no siempre se mezclan. Me he pasado la vida en laboratorios, buscando verdades verificables, reproducibles, incontrovertibles, sobre el funcionamiento del cerebro. Muchos de mis descubrimientos, así como los de otros investigadores, han influido en mi visión del mundo. Decidí escribir este libro porque creía que los datos concretos de la neurociencia podía y debían influir en muchas cuestiones éticas. El cerebro ético. Michael S. Gazzaniga)

(Pero ahora estamos listos para la mayor revolución de todas: la comprensión del cerebro humano. Sin duda será un punto de inflexión en la historia de la especie humana, puesto que, a diferencia de esas primeras revoluciones científicas, ésta no atañe al mundo exterior ni a la cosmología, la biología o la física, sino a nosotros mismos, al órgano que ha hecho posible estas anteriores revoluciones. Los laberintos del cerebro. V. S. Ramachandran)

(El conocimiento que tiene el cerebro humano de su entorno jamás está disociado de los esquemas de acción por los cuales actúa sobre este entorno. El arte es un acto de apropiación sobre el mundo, como el de un músico que interpreta una partitura. Surge de la fuente del deseo, en el seno de un conjunto de sensaciones portadoras de sentido. Es patético y conmovedor en la medida en que expresa los elementos emocionales que, al igual -sino más- que los elementos lógicos, determinan la esencia del hombre. En él, de forma específicamente humana, en un arranque de animalidad, estallan la alegría y el sufrimiento, que son las modalidades primeras del ser en el mundo. Viaje extraordinario al centro del cerebro. Jean-Didier Vincent)

(¿Cómo, sin la conciencia, sabría usted cómo se siente? Ésa es la función de la conciencia. No es sólo intrínsecamente introspectiva, sino que también es intrinsecamente evaluativa, asigna valor. Nos dice si algo es "bueno" o "malo", haciendo que las cosas se sientan bien o mal (o en algún punto intermedio). Para eso es la conciencia, para sentir. (Y por eso los psiquiatras están interesados en modificar la producción química de estos núcleos centrales del tallo cerebral). El cerebro y el mundo interior. Mark Solms y Oliver Turnbull)

(Hoy en día, la Neurociencia sabe que cada ser humano experimenta sus propios placeres, que son en su intimidad diferentes a los que sienten los demás porque cada cerebro, en la finura de su estructura y funcionamiento, es diferente al de cualquier otro. Por eso, el mismo aparente placer, aquel de la buena comida cuando se está hambriento, la misma parecida sexualidad o en mayor grado el placer de contemplar la belleza de un cuadro de Velázquez es diferente y único en cada ser humano. Los laberintos del placer en el cerebro humano. Francisco Mora)

(Mi padre era carnicero, y yo pasé la mayor parte de mi niñez alrededor de la carne. A temprana edad aprendí cómo se ve el interior de una vaca; la parte que más me interesaba era el viscoso y arrugado cerebro. Ahora, muchos años más tarde, paso mis días –y algunas noches– tratando de descubrir cómo funcionan los cerebros; y lo que más quiero saber acerca de ellos es cómo producen las emociones. El cerebro emocional. Joseph LeDoux)

11 de marzo de 2010

Respuesta

Sendos comentarios de Chose y Lammermoor realizados a la entrada anterior me dan pie a reflexionar abiertamente sobre un asunto que también a mí me preocupa. Dada la importancia de lo que comentan me ha parecido más oportuno responderles con una nueva entrada.

Los lectores, en efecto, podemos incurrir en el error de pensar que quienes no leen carecen de algo fundamental, algo que por fortuna poseemos quienes sí leemos. Pero ese 'algo' es muy difícil de definir porque a poco que lo intentemos nos daremos cuenta de la inutilidad del esfuerzo. ¿Qué cualidades tenemos los lectores que los demás no tengan? ¿Don de palabra? ¿Inteligencia? ¿Sensibilidad?
¿Vocabulario? ¿Criterio moral? ¿Bondad? ¿Cultura? ¿Glamour? Es indudable que nada de eso nos pertenece en exclusiva. Algunos de los atributos que más podemos estimar, y que nos gustaría pensar que los proporcionan los libros, también los poseen personas que nunca han leído un libro y que incluso son analfabetas. Y, por el contrario, algunas de las tachas que aborrecemos salpican a muchos lectores. Estoy harto de ver a lectores egocéntricos, insensibles, desdeñosos, torpes, corruptos, oportunistas, groseros, mentirosos, vacuos... No creo descubrir nada nuevo en ese sentido.

Y con respecto a los textos, ¿qué podríamos agregar? La lectura de un texto no asegura en absoluto la adquisición de virtudes o conocimientos. Textos que hoy pueden parecernos anodinos conmocionaron en su día a miles de lectores, de la misma manera que es seguro que muchos textos contemporáneos serán leídos en el futuro con una sutileza desconocida en nuestros días. Por lo demás, un mismo texto puede dejar indiferente a un lector y modificar el pensamiento a otro, de modo que no son los textos en sí mismos los que promueven lecturas iluminadoras o determinantes. Tampoco en esto hay novedad.

Y aún cabe otra cuestión: Todos los lectores, por el mero hecho de leer un libro excelente, no se impregnan de las posibles virtudes que contiene. Y no es necesario recurrir al trillado ejemplo de las crueldades llevadas a cabo por los muy leídos y melómanos jerarcas nazis para entender que la lectura por sí misma no concede a nadie cualidades especiales, superiores a las de cualquier otro ciudadano no lector. Sería por tanto una torpeza de los lectores creerse diferentes a los demás, como si estuviesen ungidos por un don especial. La realidad es muy diferente. En las páginas de un mismo libro, pongamos por caso Guerra y paz de Tolstói, pueden coincidir los ojos inaugurales y expectantes de una adolescente, los ojos cansados y descreídos de un octogenario, los ojos analíticos y presurosos de una profesora, los ojos aviesos y corrompidos de un diputado, pero es seguro que ninguno de ellos leerá el mismo libro, aunque el volumen sea igual para todos. En cada uno de ellos el texto intervendrá de un modo diferente, incluso divergente. Quiere ello decir que la mera lectura no regala nada, no garantiza nada.

Aceptar eso supone considerar la lectura una actividad terrenal no un acontecimiento místico. A lo que deberíamos aspirar entonces es a considerar la lectura como una posibilidad de conocimiento y deliberación moral (dejo de lado la consideración de la lectura como pasatiempo: esa práctica no necesita defensores). Pero esa conquista, lo sabemos, depende básicamente del lector, de su modo de leer o, mejor dicho, de la disposición con que lea. Pero aun así, la lectura seguirá siendo una más de las muchas posibilidades con las que una persona construye sus actos y sus pensamientos, es decir, su vida.

Por eso no me gusta hablar de 'buenos' o 'malos' lectores en el sentido que les da C. S. Lewis en su libro La experiencia de leer. Hay en él expresiones e ideas con las que me identifico plenamente y otras de las que discrepo. No me gusta, por ejemplo, su sentido aristocrático de la lectura cuando habla de lectores con sensibilidad literaria y de lectores mediocres, tomando como referencia la apreciación del texto
(no olvidemos que quien escribe es un profesor universitario de los años cincuenta del siglo XX), como si la emoción o la ensoñación fuesen de inferior categoría. Un lector no es menos 'bueno' por el hecho de no captar o no interesarse por las cualidades literarias de un texto. Y no comparto desde luego su desconsideración de la lectura como conocimiento o su empeño por desvincular tajantemente la filosofía de la literatura. Pienso, por el contrario, que la lectura puede ser una fuente sutil de conocimiento y que la literatura puede promover la reflexión ética. En ese sentido estoy mucho más cerca de Iris Murdoch, también novelista y también profesora, como Lewis, en Oxford. Lástima que sus ensayos no sean tan conocidos como los de Lewis.

Así pues, como nada nos está asegurado, los lectores deberíamos extremar la modestia, sabiendo en cada momento qué podemos esperar de una lectura, con qué disposición deberíamos leer, qué estamos dispuestos a recibir de un libro.

¿Y cómo actuar entonces con los adultos no lectores? Pues mostrando siempre con pasión, que es lo opuesto a la prepotencia y el iluminismo, las posibilidades emocionales y cognoscitivas de la experiencia lectora. Y, por supuesto, aceptando que la renuncia a leer es, como la decisión de leer, un acto de libertad. Tal vez así, quién sabe, podría incrementarse el censo de quienes eligen la lectura para entender el mundo un poco mejor.

5 de marzo de 2010

A vueltas con la lectura

Siempre que leo un libro de Juan Domingo Argüelles tengo la sensación de estar leyendo pensamientos muy íntimos, ideas que estaban en mí como un embrión a la espera de palabras para manifestarse y que de pronto las encuentro perfectamente formuladas en sus libros. Más que de encuentro debería hablar en realidad de reencuentro, porque al leerlas tengo siempre la impresión de que ya las conozco. O mejor dicho: en ellas me reconozco. La serenidad, la cordura, la pasión, la ecuanimidad, el respeto... con que Juan Domingo Argüelles habla de los libros me resultan especialmente gratos.

Y como no conozco mejor manera de recomendar la lectura de un libro que hacerlo hablar, reproduzco a continuación algunas reflexiones contenidas en La letra muerta. Tres diálogos virtuales sobre la realidad de leer. Tengo la esperanza de que les inviten a leerlo.

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Pienso que son necesarios el diálogo y el debate cordial sobre un tema que se da por sabido, sobre aspectos del libro y la lectura que también se dan por hechos, y sobre cuestiones de estadísticas y de índices de lectura que aportan muy poco a la comprensión de por qué unos leemos y otros no, y por qué los denominados "no lectores" sólo lo son en el sentido de no leer libros canónicos o autorizados, pero que sí tienen, indudablemente, experiencias de lectura que no respetamos porque nos parecen deleznables.

Todos los que leemos podemos decir y acuñar frases muy efectistas sobre la nobleza del libro y la lectura, sabiendo perfectamente que nadie las discutirá. Son lugares comunes que se oyen muy bien y nos dan una aureola de seres inteligentes y sensibles a quienes importa mucho el pasado, el presente y el futuro de la cultura impresa. Sin embargo, con no poca frecuencia, de esas frases derivamos conceptos excluyentes y soberbios porque estamos, a un tiempo, autosatisfechos como lectores y resentidos porque los demás no son como nosotros.

Es obvio que siempre será más fácil emitir y formular estos pensamientos sobre la nobleza del libro y la lectura, que conseguir que los demás entiendan el porqué de la lectura de libros y nos emulen en nuestra pasión. Por eso, son muchos los lectores y promotores que se desesperan y se exasperan y comienzan a emitir, junto a sus discursos sobre la nobleza de la lectura, otros que consideran complementarios, de carácter agresivo y despectivo acerca de los que no leen: "burros" es lo menos que les dicen.

Éstas son las concepciones que me parecen moral e intelectualmente indecentes e inaceptables; de ahí mi propuesta de un verdadero diálogo, es decir donde realmente nos escuchemos, para debatir esas cosas "positivas" que siempre damos por sentadas. A mi juicio, es importante que una satisfacción íntima no nos conduzca a un fanatismo despreciativo hacia quienes no tienen las mismas satisfacciones que nosotros los lectores.

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Entiendo el placer de la lectura como algo que puedo hacer cuando yo quiera y en donde se me antoje, y suspenderlo en el momento que desee. Los hábitos generalmente no admiten interrupciones ni posposición. Por algo son hábitos. En cambio las aficiones son otra cosa. Podemos jugar futbol hoy y la próxima semana no, porque en lugar de jugar futbol se nos antojó ir al cine o salir a dar un paseo. Es así como entiendo la afición por la lectura. Leer cuando se nos pegue la gana y suspender la lectura cuando se nos antoje.

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No nos engañemos: así como los confesionarios de las iglesias pueden estar llenos de analfabetos y no lectores, o de lectores únicamente de la Biblia y la doctrina religiosa, así las clínicas psiquiátricas y los consultorios de psicoterapia están llenos de escritores y de lectores. A estos últimos, leer libros (y aun escribirlos) no les ha conferido toda la felicidad. En el caso de los primeros, el hecho de no leer tampoco los ha hecho felices, pero es que los libros, por sí mismos, no sirven para esto: ni prometen ni garantizan la felicidad, del mismo modo que la vida sin libros y sin lectura, tampoco nos vaticina ni nos asegura la infelicidad. El destino de la vida no depende sobre todo de los libros, como nos quieren hacer creer los libroadictos militantes ensombrecidos por el resentimiento.

Sensatamente, no deberíamos hacer del precioso placer de la lectura, nuestra fuente inagotable de resentimiento. Es probable que los fundamentalistas de la lectura me reprochen la siguiente expresión provocativa formulada en forma de pregunta: ¿Qué nos importa, o por qué nos importa tanto, que si después de poner todo nuestro empeño o nuestro oficio profesional en tratar de "formar" lectores, constatamos que hay muchas personas a las que no les interesa en absoluto la lectura de libros como una acendrada costumbre y a veces ni siquiera como un pasatiempo ocasional?

Es una pregunta políticamente incorrecta, porque formulada así, con sinceridad, da la impresión de que no nos importa el bien del género humano. Pero, en realidad, lo que molesta (lo he comprobado) tanto en la pregunta como en el móvil de la pregunta, no es tanto el bien del género humano sino nuestro personal fracaso. Si no fuese así, ¿por qué nos lo reprochamos y se lo reprochamos a los demás? Si, después de todo, la gente no quiere leer, allá ella. Nosotros ya hicimos nuestro esfuerzo, en el mejor de los casos, gentil. Y si no tuvimos éxito es porque equivocamos la estrategia o porque no todo el mundo desea ser lector de libros, y su derecho le asiste.

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