28 de agosto de 2009

Juan Eduardo Zúñiga

Hoy, que ningún aniversario ni ninguna defunción ni ninguna novedad literaria me apremia, quiero celebrar públicamente la obra de un escritor al que he leído con fervor y conmoción. Se trata de Juan Eduardo Zúñiga, narrador y traductor español, nacido en Madrid en 1929 y felizmente activo.

(Fotografía de Gorka Lejarcegi. Diario EL PAÍS)

Si alguien me pidiera que le aconsejara algún texto literario para conocer la vida cotidiana durante la Guerra Civil española y, sobre todo, en la plomiza y desoladora posguerra, no tendría dudas. Le recomendaría la lectura de los tres libros de relatos en los que Juan Eduardo Zúñiga aborda ese tiempo de padecimiento y desesperanza: Largo noviembre de Madrid, La tierra será un paraíso y Capital de la gloria.

He escrito 'conocer' con toda intención. Cuando en otras ocasiones he defendido que la literatura procura conocimiento he tenido en mente a autores como Juan Eduardo Zúñiga. Me refiero al conocimiento que se desprende no tanto de la veracidad documental, que es el territorio de los historiadores, cuanto de la verosimilitud ética, cuyo dominio es patrimonio de los grandes, lúcidos narradores. Para que un relato sea histórico no es necesario ubicarlo en siglos remotos ni aderezarlo con sucesos acreditados, basta con armar la ficción con fragmentos de vida, propia o ajena, examinar los sentimientos y los sueños compartidos de un tiempo y fijarlos en gestos y palabras, condensar en unas pocas y significativas imágenes la dispersión natural de la existencia. Entonces, el lector es capaz, por sí mismo, de comprender, de ser testigo, gracias a una ficción, de un acontecimiento verdadero. En ese sentido, toda narración es histórica, todo presente es leído tarde o temprano como pasado.

Esa labor de rescate y reconstrucción es la que emprende Juan Eduardo Zúñiga cuando escribe sobre los vencidos de la Guerra Civil española, sobre quienes debieron aprender a sofocar sus sueños y a sobrevivir soportando todo tipo de penalidades, temores y frustraciones. Pero aunque la guerra está presente en sus relatos como una sombra opresora, en ellos no hay épica ni héroes ni himnos. Los personajes que los atraviesan únicamente muestran la fisonomía de la derrota. Nos hacen ver el reverso del campo de batalla, el día después del último combate. Son las devastaciones cívicas y sentimentales el espejo que mejor reflejan las secuelas de cualquier guerra, secuelas que, en el caso de la que el fascismo provocó en mi país, aún perduran (fosas comunes en las que todavía están enterrados miles de fusilados, monumentos en recuerdo de los promotores de aquella masacre, desprecio público de la memoria de los vencidos, comportamientos autoritarios y despreciativos hacia los ciudadanos). El retrato de la inmediata posguerra, de las penurias materiales y de los comportamientos morales, es el don más valioso de los libros de Juan Eduardo Zúñiga, en los que sobresale, además de un lenguaje conciso y cautivador, el carácter comprensivo, afectuoso y fraternal
de su mirada. Y es así como los personajes ficticios de un tiempo que no conocí se van afincando en mi memoria, me van instruyendo sobre las historias minúsculas que los relatos de la Historia ignoran, van conformando mi conocimiento y mi conciencia.

22 de agosto de 2009

Esa mañana, el oso lloraba

Hace unas semanas, un lector del blog me solicitó consejo acerca de álbumes infantiles que abordaran el tema de la muerte. Una de sus alumnas, de siete años, había fallecido, y se encontraba en la tesitura de tener que afrontar con los demás alumnos el duelo de la ausencia de su compañera.

A los libros recomendados en su día -El pato y la muerte, ¿Cómo es posible??!, Como todo lo que nace, No es fácil, pequeña ardilla...- quiero hoy agregar un nuevo libro. Acabo de leerlo y me parece que el dolor ante la muerte del amigo está tratado con sumo tacto y extraordinaria belleza. Se titula
El oso y el gato salvaje. El texto es de Kazumi Yumoto y las ilustraciones, en blanco y negro con algunas pinceladas de color rosa, son de Komako Sakaï. Está publicado por la editorial Corimbo.

He hablado numerosas veces, en las aulas y fuera de ellas, sobre este tipo de libros, que tanto asustan a los adultos. Los consideran turbadores y peligrosos. A mí me parecen, en cambio, pertinentes y necesarios. En cualquier caso, inevitables. ¿Por qué los libros destinados a la infancia habrían de desentenderse de un asunto tan presente, tan desolador, como la muerte? Los niños están en el centro de la vida, es decir, de la muerte, cuya existencia les afecta y les desconcierta, como a todos. Nadie que se relacione con niños ignora lo que ese suceso les preocupa, las preguntas que les provoca, las hipótesis que elaboran. Muchos adultos consideran, sin embargo, que lo mejor, si llega el momento, es actuar como si nada hubiera ocurrido, desviar sus interrogantes, disimular la pena. Con ello únicamente consiguen acentuar la perplejidad de los niños, acrecentar su incomprensión.

La literatura, naturalmente, no protege, ni extingue el dolor, pero ayuda a distanciarse, a ver la propia historia como algo ajeno. Y ese extrañamiento es una pequeña liberación. Mi experiencia me hace pensar que lo más importante de esos libros es la oportunidad que brindan para hablar, para transformar el estupor en palabras, para poner orden en el caos. Sabemos que las palabras consuelan, que canalizan las emociones, lo cual hace más llevadero el duelo. Es lo que todos necesitamos. ¿Pero hay que darles esos libros a los niños como si tal cosa, como uno de tantos?, preguntan algunos padres, inquietos por la posibilidad de quebrar bruscamente un estado de edénica inocencia. No, no es necesario ilustrar sobre la muerte a nadie que no lo demande o no le interese. Pero es conveniente que esos libros estén cerca, que aparezcan si algo ocurre y es urgente conversar, que actúen de puente entre aflicciones personales, que den forma a la incoherencia. Cuando eso ocurre, les aseguro que los niños no se espantan, no se quedan alelados. Por el contrario, hablan mucho y hablan bien. Esos cuentos les aportan sobre todo ánimo, esperanza, pues no alientan el olvido, sino la memoria, como ocurre con el oso del cuento elaborado por Sakaï y Yumoto, que gracias al violín del gato salvaje, cuya música le hace evocar su vieja amistad con el pájaro, logra abrir un claro en la oscuridad del dolor.

18 de agosto de 2009

Exige Dignidad

Amnistía Internacional ha iniciado una campaña que bajo el título Exige Dignidad pretende alertar al mundo sobre la necesidad de respetar los derechos humanos de quienes viven en situación de pobreza. La pobreza, además de penurias y frustraciones, genera otra clase de sufrimiento: la pérdida de la dignidad, como si el hecho de ser pobre llevara aparejado la suspensión de los derechos que asisten a cualquier ciudadano. Y de la misma manera que pone todo su empeño en liberar a los presos de conciencia, Amnistía Internacional quiere asimismo liberar a 'los presos de la pobreza', a quienes están atrapados en la miseria contra su voluntad. Es un modo de exigir dignidad para todos los seres humanos.



Amnistía Internacional afirma en el manifiesto de la campaña lo siguiente:

"El crecimiento económico es uno de los componentes de toda estrategia contra la pobreza, pero no puede ser el único. Las personas que viven en la pobreza deben poder reclamar sus derechos humanos y ser dueñas de su destino.

Los abusos contra los derechos humanos causan y perpetúan la pobreza. La relación entre las vulneraciones de derechos y la pobreza es evidente. Las violaciones de derechos humanos pueden generar o agravar la pobreza, y a su vez, vivir en la pobreza significa tener más posibilidades de sufrir violaciones de derechos humanos.

Para que las personas que viven en la pobreza disfruten de sus derechos, es preciso asegurar el acceso a los derechos sin discriminación, la participación de quienes viven en la pobreza en las decisiones que les afectan, y la rendición de cuentas de los que cometen abusos".

El encarcelamiento a causa de las ideas, la tortura o la pobreza son, como se ve, manifestaciones de una misma injusticia.

La campaña incluye una invitación a los ciudadanos a definir lo que entienden por vivir con dignidad. Aquí pueden leerse algunas respuestas.

Acompaño esta noticia con un poema de Rafael Alberti:

Canción 41

Tanta hambre en aquellas tierras.
Tanto hombre casi desnudo.

Bellos los campos y los mares.
Cuanto Dios -dicen- allí puso.

¡Oh, los hermosos panoramas!
Pueblos y gentes para el lujo
de esos que miran y se alejan
felices sin gritar al mundo:

¡Cuánta hambre en aquellas tierras!
¡Cuánto hombre casi desnudo!

15 de agosto de 2009

Dos libros

Hace unos días, mientras aguardaba mi turno en la cola de un supermercado, escuché a mis espaldas un diálogo que atrajo mi atención. Los interlocutores eran un joven bien entrado en la treintena, enjuto, pelo muy rasurado, con un casco de moto en la mano, y una señora que podía ser su madre. No lo era, evidentemente, sino quizá una vecina o una conocida. Lo que me sedujo fue el tono eufórico del joven, que hablaba a la mujer con un aire de no fingida satisfacción, casi exultante. No obstante, el rostro de su interlocutora mostraba un rictus de pesadumbre, de incredulidad. Daba la impresión de que estaba acostumbrada a escuchar palabras semejantes y ya no le producían la más mínima sorpresa o complacencia. Deduje que hacía tiempo que no se veían y el joven le estaba dando noticias de su vida.

- Pues sí, he adelgazado, me he divorciado, he encontrado trabajo, me he leído dos libros, estoy yendo a un gimnasio... En fin, que he cambiado de vida y estoy muy bien. ¿No se me nota?

La mujer asentía, casi inexpresiva,
a cada detalle, como si pensara que todo ese cúmulo de dichas no compensaba el precio que el joven habría debido de pagar.

- ¿Pero ahora estás bien? -le preguntó.

- Pues sí, la verdad.

- No sabes lo que me alegro.

- Muchas gracias -concluyó el joven contento.

Me tocó pagar y abandoné el supermercado.

De regreso a casa fui reflexionando acerca de las cosas en que el joven del supermercado cifraba su presente felicidad. Y de entre todos los signos que conformaban su nuevo estado me quedé atrapado en esos dos libros leídos que había exhibido como un trofeo, como una conquista titánica, como una clara demostración del cambio de rumbo de su vida. ¡Dos libros como dos cimas inmensas culminadas en alguna cordillera lejana! Pensé la aventura colosal que es para unos lo que para otros es apenas un gesto rutinario, insignificante. Me pareció que la incorporación de la lectura (no importa ahora ni los títulos ni el número de páginas ni el tema de esos libros, sino el mero acto de leerlos) a la lista de sus transformaciones era conmovedora, pero más aún que ese joven hubiera tomado conciencia, espontáneamente, de que leer puede ayudar a ser otro. De hecho así parecía haber ocurrido. ¡Cuánto me habría gustado saber algo más de su historia, de sus esperanzas!

11 de agosto de 2009

Voces primordiales 4

Cierro por ahora esta pequeña serie de testimonios sobre el papel de la familia en los comienzos del amor por la lectura con la rememoración que Bertrand Russell hace de la participación de su abuela en su formación lectora. Los abuelos también suelen ser actores principales en el descubrimiento y estima de los libros, y por eso lo consigno aquí. Las escenas que describe Russell detallan a la perfección el ambiente victoriano en que se educó y los recursos que improvisaba para burlar las restricciones que su abuela imponía. En próximas entradas iremos ampliando el espectro de familiares que influyen sigilosamente en la voluntad de leer.

"Mi abuela solía leerme en voz alta, principalmente los relatos de Maria Edgeworth. Había una narración en el libro, titulada "The False Key", que mi abuela dijo que no era muy bonita y, por lo tanto, no me la leyó. Leí la narración completa, párrafo a párrafo, aprovechando el trayecto desde que sacaba el libro de la biblioteca hasta que lo ponía en manos de mi abuela. Sus intentos para impedirme el conocimiento de las cosas raras veces tenían éxito. Algo más tarde, durante el escandoloso caso de divorcio de Sir Charles Dilke, mi abuela tomó la precaución de quemar los periódicos todos los días, pero yo solía ir a la puerta del parque para buscárselos, y antes que llegasen a sus manos leía todo lo relacionado con aquel caso de divorcio. El tema me interesaba tanto más cuanto que una vez había estado en la iglesia con él, y me preguntaba cuáles habrían sido sus sentimientos al oír el séptimo mandamiento. Cuando hube aprendido a leer correctamente, me tocó a mí leer en voz alta a mi abuela, y de este modo adquirí un extenso conocimiento de la literatura inglesa clásica. Leí con ella a Shakespeare, Milton, Dryden, la Task de Cowper, el Castle of Indolence de Thompson, Jane Austen y otros e innumerables libros".

5 de agosto de 2009

Voces primordiales 3

En esta ocasión se tornan los roles y ahora es el hijo el que lee. Los padres actúan en este caso como receptores en vez de donantes. Pero si bien hay una alteración de las funciones no cambia el sentido del ritual: la lectura como un hilo invisible que anuda al niño con sus progenitores. El respeto y el aliento hacia los libros siguen siendo de la misma naturaleza, aunque se manifieste ahora de un modo distinto, aunque modifique el cometido de cada uno de los protagonistas.

El testimonio que hoy aporto procede del libro Intramuros, cuyo autor es el novelista español José María Merino.

"A veces, en la sobremesa de un día festivo, o en vacaciones, tu padre te hace leer en voz alta una poesía, o un cuento. Tu hermano es muy pequeño y está jugando en la cama turca con un rompecabezas, y vosotros tres estáis sentados alrededor de la mesa camilla. En la pared de enfrente hay varios escalones de tablas que sirven de soporte a unos tiestos que ponen en la galería un aire jardinero.

Tu padre pide que leas una poesía en gallego y tú, torpe lector, vas recitando esas palabras cuyo significado apenas intuyes.

Cuando vos oio tocar, campaniñas campaniñas, sin querer torno a chorar.

Por muy confusamente que suenen en tu boca, las palabras despiertan la melancolía materna. Tu madre suspira, y tú descubres como un tesoro esa señal de aflicción y de nostalgia, maravillado de que la simple lectura de unas palabras escritas sea capaz de suscitarla.

Cuando de lonxe vos oio, penso que por min chamades, e das entrañas me doio.

Tu madre suspira, pero sonríe. Por lo tanto su pena no pertenece al espacio de los dolores concretos, sino a otro, que tiene más que ver con los recuerdos, y acaso con las ensoñaciones.

También tienen que ver con los recuerdos La tierra de Alvargonzález, una poesía muy larga y tenebrosa que tu padre vio representar antes de la guerra a la gente de un teatro ambulante que se llamaba La Barraca.

Así, despertadas por tu lectura, las evocaciones diferentes de los dos les devuelven a un tiempo que sólo le concierne a cada uno de ellos, dos tiempos distintos en que tú no existías, y que vinieron a juntarse gracias a la guerra civil, para que tú existieses. Tu lectura es uno de esos sortilegios que permiten viajes mágicos.

Una víspera del día de Todos los Santos, tu padre hace que leas un cuento que se titula El monte de las ánimas. Es la primera vez que descubres esas pisadas lentas, sordas, casi imperceptibles, que se aproximan al lecho de la caprichosa protagonista. Esas pisadas imaginarias han de acercarse luego a tu propia cama muchas veces.

Aquel fue el primero de los cuentos de miedo leídos en tu vida, y cada año volvías a leerlo para tus padres y renovabas el placer de esos espeluznos que la literatura te había desvelado. Una vez aguijoneada, la imaginación es un caballo que se desboca y al que no sirve tirarle de la rienda.

Esa costumbre dura algunos años. En navidad te hacen leer un relato del que tú estás muy orgulloso, pues lo has aportado a aquellas lecturas familiares desde tu libro de lengua del colegio. En el relato, el narrador recuerda sus propias navidades, y un villancico que a tus padres les entristece un poco.

La Nochebuena se viene, la Nochebuena se va, y nosotros nos iremos y no volveremos más.

Recuerdas aquella melancolía, como la melancolía de tu madre cuando leías los versos gallegos. La melancolía era un cuerpo invisible pero palpable, acogedor, que os acariciaba para que compartieseis un estremecimiento de serena tristeza, que a ti se te mostraba como una de las señales indelebles de lo familiar".