30 de abril de 2009

O fueron nueve

Los acontecimientos se cruzan y condicionan a veces las entradas del blog. No me gustan las necrologías, pero menos aún las indiferencias. Hoy supe, también de casualidad, que la poeta uruguaya Idea Vilariño falleció hace dos días. Apenas he sentido un eco del suceso. Quería ofrecerle un homenaje de admiración reproduciendo dos breves poemas pertenecientes a su libro Poemas de amor, dedicado a Juan Carlos Onetti.

O FUERON NUEVE

Tal vez tuvimos sólo siete noches
no sé
no las conté
cómo hubiera podido.
Tal vez no más que seis
o fueron nueve.
No sé
pero valieron
como el más largo amor.
Tal vez
de cuatro o cinco noches como ésas
pero precisamente como ésas
tal vez
pueda vivirse
como de un largo amor
toda una vida.



CANCIÓN

Quisiera morir
ahora
de amor
para que supieras
cómo y cuánto te quería.
Quisiera morir
quisiera
de amor
para que supieras.

27 de abril de 2009

De un lector cómplice

Lamento muy de veras que la primera vez que aparece el nombre de Antonio Pereira en este blog sea con motivo de su fallecimiento, del que he tenido noticia hoy. Me hubiera gustado cumplir con lo previsto, que era hablar de su obra literaria, de sus cuentos principalmente, con extrema admiración. Querría haberlo hecho sin la sombra de la conmemoración funeraria, tan inmerecida siempre. Pero los acontecimientos se me han adelantado y hoy lo hago con un motivo al margen de la celebración de la literatura. Pero no he querido dejarlo pasar. Me habría parecido más injusto todavía. De modo que este texto, que debía haber sido un homenaje de luz, se ha convertido de repente en un improvisado obituario.

Permanece, sin embargo, la intención primigenia, que no era otra que la encarecida invitación a leer sus cuentos y sus relatos, tan admirables, tan desconocidos. Yo lo descubrí tarde, hace unos pocos años, pero el deslumbramiento fue inmediato. Desde entonces, y siempre que hemos necesitado (ya van sabiendo a quien me refiero cuando hablo en plural) leer en público un cuento breve y fulgurante no hemos dudado en escoger alguno de este extraordinario, irónico, narrador español. Los títulos de algunas antologías expresan a las claras su índole de cuentista. Nombraré dos de ellas: Cuentos para lectores cómplices y Me gusta contar. En efecto, de eso se trataba: un narrador que gozaba contando y a cambio pedía la pura complicidad de los lectores. Con la mía contó desde que lo leí por primera vez. Si esta entrada lograra la complicidad de otros... estarían justificadas estas palabras de luto por Antonio Pereira. Busquen sus libros en las bibliotecas o las librerías. Pienso que les depararán íntimos momentos de felicidad.

24 de abril de 2009

Mi relación con el Quijote. Tiempo de creación

Pasaron los años y Cervantes y el Quijote fueron entrando y saliendo de mi vida personal y profesional de modo ininterrumpido. Pero fue llegando el tiempo de dar, de devolver algo de lo adquirido. En 1991, con motivo de un curso sobre lectura y bibliotecas escolares que impartí en el colegio público Nuestra Señora del Rosario, en Teba, un hermoso y encumbrado pueblo de Málaga, se me presentó una ocasión de recuperar los afectos primeros. Propuse a los maestros y maestras presentes la posibilidad de emprender un proyecto integral de lectura en la escuela que, como homenaje al lector ideado por Cervantes, pero también por la audacia y la 'locura' que suponía llevarlo a cabo, podría denominarse "Don Quijote". La idea se aceptó con vehemencia y a la hora de buscar un emblema para la aventura que comenzaba recurrí a las ilustraciones de mi viejo libro de lectura, del que les hablé hace unos días. Me pareció que era un modo de regresar a los orígenes, de restituir algo de lo recibido. Así es que fotocopié una de las imágenes de Don Quijote realizadas por Alfredo Bruzón, y coloreadas en su tiempo por mis manos de niño, y la ofrecí como insignia.

Y así quedó hecho. La imagen ocupó el lugar que le correspondía en carnés, marcapáginas, fichas, carteles... ¿Qué mejor homenaje podía yo hacer a Cervantes que regalar un emblema de mis lejanas lecturas de infancia?

Debo decir que aquel proyecto fue el germen de otros más ambiciosos. Recordaré que uno de aquellos jóvenes maestros participantes, José García Guerrero, es hoy el coordinador del Proyecto Biblioteca Escolar - CREA de la provincia de Málaga, de tan feliz andadura.

Como ven, las emociones de la infancia no desaparecen del todo.

Y llegó otra oportunidad de creación En el año 2005, el Festival Internacional de Música y Danza de Granada encargó a la compañía Da.Te Danza, con la que habitualmente colaboro, la creación de un espectáculo para niños y jóvenes en torno a Don Quijote de la Mancha, al cumplirse cuatrocientos años de la publicación de la Primera Parte de la novela de Cervantes. Pude entonces ofrecer un homenaje artístico. Ideé una dramaturgia que permitiera una lectura contemporánea del Quijote, un vínculo con el tiempo que nos ha tocado vivir. Fue así como pensé actualizar la historia de Alonso Quijano el Bueno. Escogí el título a partir de las últimas palabras de don Quijote, cuando moribundo, lúcido, reconoce su locura y declara su bondad. Imaginé entonces la historia de un joven lector de nuestros días, enajenado con los libros a través de los cuales juzga el mundo, enamorado de una dulcinea de su mismo colegio a la que él ve bella y donosa, que se enfrenta a las injusticias y maltratos que sus compañeros infligen a los más débiles,
que sufre las burlas de sus compañeros por su actitud educada y caballeresca, que se refugia en sus fantasías para sobrevivir. Intenté recrear algunos capítulos de la novela en una situación actual, esbozar un quijote fácilmente reconocible por los jóvenes espectadores, reflejar el acoso y las chanzas que sufren en los patios de los centros escolares y en las calles los seres más indefensos y más fantasiosos.

Como dije, el resultado fue Alonso Quijano el Bueno. Y creo poder afirmar que el trabajo de la compañía y los colaboradores fue, sencillamente, excepcional.

Y esto es todo. En esta Semana del Libro he querido dejarles constancia de algunos de los encuentros que he tenido con don Quijote a lo largo de mi vida, de lo que mucho me regaló y de algunas restituciones.
Es seguro que habrá nuevos retos, nuevas oportunidades de homenajear al conmovedor personaje ideado por Miguel de Cervantes. No descarto poder contárselo algún día.

22 de abril de 2009

Mi relación con el Quijote. Entre la ignorancia y la candidez

Tenía 17 o 18 años y acababa de comenzar mis estudios en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Granada. Era el primer estudiante universitario de mi familia, compuesta de trabajadores y empleados sin apenas estudios. Es fácil suponer lo que esa conquista significaba para todos. Ya entonces era un lector solitario y tenaz. Y en la Facultad me enfrenté de nuevo con el Quijote. En esa ocasión con una nueva mirada, con una nueva actitud.

La edición que utilicé entonces era la de Espasa Calpe, el número 150 de la colección Austral. También conservo el ejemplar de entonces.


Como digo, comencé a leer la novela de Cervantes como se espera de un estudiante de filología, es decir, con una conciencia más aplicada, más rigurosa. Y he aquí que de pronto, al leer el capítulo XXIII y siguientes de la Primera Parte, el corazón me palpitó violentamente. Sentí que acababa de hacer un hallazgo sorprendente. ¿Qué había 'descubierto'? Ni más ni menos que Miguel de Cervantes había cometido un error inexcusable. Si en los primeros párrafos del capítulo XXIII Ginés de Pasamonte robaba el rucio a Sancho Panza, ¿cómo era posible que unas pocas líneas después Sancho se apease a comprobar que contenía la maleta que Don Quijote encuentra en el camino? Y, oh asombro, ¿cómo podía ser que en el mismo capítulo, más adelante, de nuevo Sancho fuese detrás de su amo "a pie y cargado, merced a Ginesillo de Pasamonte"? Me dediqué con minuciosidad forense a subrayar con un lápiz rojo todos los episodios en los que el asno de Sancho aparecía y desaparecía, dejando constancia de que en unos capítulos estaba y en otros no. ¿Cómo se explicaba aquel yerro tan tremendo? ¡Qué gran descubrimiento acababa de hacer!

Excitado y ufano, acudí con mi 'descubrimiento' a un profesor que me ofrecía confianza. Era don Emilio Orozco, eminente catedrático de Literatura Española, de cuyo nacimiento se han cumplido estos días 100 años. Con el atrevimiento del adolescente inculto, y creyendo que tenía en mi poder una clave hasta entonces ignorada, me atreví a comentarle que había encontrado un error fatal de Cervantes y que me aprestaba a comunicárselo. Íntimamente esperaba no sólo que reconociera mis méritos sino que me estimara en adelante como un alumno aventajado.

(Ruego a los lectores que contengan las risas y se abstengan de sarcasmos y que sólo vean en el episodio una minúscula muestra de la ingenua fatuidad de la juventud.)

El caso es que don Emilio, con la bonhomía que lo caracterizaba, y tal vez comprendiendo que eran preferibles lecturas personales, aunque torpes, a lecturas desinteresadas, aunque correctas, me dijo amablemente que eso se sabía desde el mismo momento de la publicación del libro, pues Cervantes no revisó el manuscrito original como debería haberlo hecho y que hasta el último momento, incluso en la propia imprenta de Juan de la Cuesta, estuvo modificando la novela, intercalando episodios y cambiando otros de lugar, sin darse cuenta de las incongruencias que aparecían, lo cual explicaba los errores de la primera edición. Me quedé estupefacto y avergonzado. Le di las gracias y abandoné su despacho. Don Emilio Orozco acababa de impartir para mí solo, sin testigos ni premuras, tres lecciones inolvidables: una, acerca de las vicisitudes de la edición original de la obra de Cervantes; otra, acerca de los riesgos de la petulancia y la inconsciencia; la tercera, acerca del trato benevolente que un profesor debe prodigar a los alumnos, incluso a los más simples, como era mi caso (esto nunca lo he olvidado y me ha servido de duradera guía en mi labor docente).

Y así fue cómo en el plazo de unos días pasé del sueño de reconocimiento público por mi agudeza lectora al sentimiento de frustración por un desliz tan descomunal. Tales pueden ser las enseñanzas de vida que un libro puede dar a un joven sin pretenderlo.

20 de abril de 2009

Mi relación con el Quijote. Los comienzos

Quiero comentar a lo largo de esta semana, constituida en Semana del Libro en rememoración de la muerte (más bien el enterramiento) de Miguel de Cervantes, que tuvo lugar el 23 de abril de 1616, algunos de los hitos de mi relación con el Quijote. Me parece la más íntima y personal manera de homenaje que puedo hacer.

Comienzo hoy evocando mi temprano contacto con la obra cervantina.
Tuvo lugar cuando yo tenía 10 años. Cursaba entonces el denominado "Ingreso", que era un curso previo a los estudios de Bachillerato (téngase en cuenta que hablo de una organización escolar muy remota, ya desaparecida). Como lectura obligatoria teníamos los alumnos una edición abreviada y adaptada de 'Don Quijote de la Mancha'. De aquel tiempo recuerdo las lecturas en voz alta, monótonas, realizadas por turnos, que practicábamos sobre todo por las tardes. No sé si aquella cansina práctica pedagógica me ayudó mucho o poco a estimar la obra de Miguel de Cervantes. Tal vez, no demasiado. Lo que sí me viene a la memoria en cuanto abro el libro (que aún conservo, ya desencuadernado, descolorido, incompleto, pero aún resistente) son los momentos dedicados al juego de colorear las imágenes y algunas palabras que entonces me parecían enigmáticas, inaccesibles.

Es muy significativo. La visión de los colores con los que yo trataba de iluminar las ilustraciones en blanco y negro me transportan de inmediato al círculo de luz tenue que un flexo proyectaba sobre el libro, a las cajas de lápices Alpino, a las gomas de borrar Milan, al placer de acertar en la combinación de los colores. Es eso, más que la historia, lo primero que evoco, lo que he conservado con más nitidez. Algunas de las ilustraciones, debidas al dibujante Alfredo Bruzón, están cuadriculadas por mí, señal de que intenté reproducirlas y ampliarlas en un cuaderno de dibujo.

Mi acercamiento al Quijote comenzó así: con un haz de lápices de colores en la mano.

Y también, claro está, con un diccionario. Hay palabras que aún recuerdo rodeadas de hechizo, de atractivo: jubón, redoma, alabarda, galeote, profesar, menester... Era un lenguaje muy alejado del que usábamos los niños del Zaidín, el barrio creciente al que me trasladé cuando toda mi familia emigró del pueblo donde nací hasta Granada, pero esa diferencia, lejos de amedrentarme, me estimulaba. La naturaleza emocional e intelectiva de los primeros encuentros con
las palabras que no son tuyas pero merecen serlo determina el aprecio o el rechazo de la lectura. La seducción o la aversión del lenguaje literario condicionan el acercamiento a los libros. Está claro que en mi caso pudo más la atracción. No siempre sucede así.

17 de abril de 2009

Me acuerdo

Voy leyendo el libro en el autobús, de modo intermitente, con la grata sensación de estar restaurando un viejo mosaico, tesela a tesela. No es fácil sin embargo leerlo, aunque su estructura sea extremadamente sencilla, casi escolar. Su dificultad proviene del hecho de que constantemente el lector (al menos es lo que me ocurre a mí) es empujado a realizar ese gesto tan peculiar de levantar los ojos de la página para entregarse a una ensoñación o a un sondeo en la propia memoria. No hay frase que no evoque un episodio similar en la experiencia personal, que no provoque un rescate de primitivos gestos, olvidadas manías, antiguos sentimientos.

¿Es este libro una novela? Podría considerarse así. ¿Es una autobiografía? También lo es, por supuesto. Si leemos uno a uno los recuerdos del autor, Joe Brainard, nos encontramos con un pormenorizado relato de su vida, presentada en pequeñas dosis, en minúsculas y fugaces impresiones. Pero si los juntamos todos, a la manera de un mosaico, y los contemplamos desde la distancia, estamos leyendo el retrato de una época. Los recuerdos de Brainard transportan el polen de los gustos, los objetos, los comportamientos, las bebidas, las emociones, las costumbres, los tabúes... de una parte de la sociedad estadounidense tras la Segunda Guerra Mundial, con lo que al final de la lectura queda la sensación de haber leído la narración de una saga colectiva.

De todos modos, la fascinación del libro procede de su escritura. Joe Brainard utilizó, para contar y contarse, un procedimiento tan elemental como inaudito: enumerar un extenso y desordenado repertorio de imágenes presentes en su memoria. A modo de una salmodia, el autor fue desgranando minuciosamente sus recuerdos:

Me acuerdo de lo mucho que quería, en el instituto, ser guapo y popular.


Me acuerdo de la primera vez que vi la televisión. Lucille Ball estaba yendo a clase de ballet.

Me acuerdo de haberme montado encima de un caballo y de lo alto que se estaba.


Me acuerdo de cuando no creía en Santa Claus pero tenía tantas ganas de creer en él que al final lo conseguí.

Me acuerdo de decir 'gracias' en ocasiones que no lo requieren.

Me acuerdo de la vergüenza que me daba ver a otros niños llorar.


Me acuerdo de leer doce libros todos los veranos para que me diesen un diploma de la biblioteca municipal. Me importaba una mierda leer pero me encantaba conseguir diplomas. Me acuerdo de que cogía libros con letra grande y un montón de dibujos.


Me acuerdo de los vestuarios. Y del olor de los vestuarios.


Me acuerdo del olor a tabaco del aliento de mi padre.


Me acuerdo de no gustarme a mí mismo por no entrarle a tíos a los que podría ligarme sólo por la posibilidad de ser rechazado.


Me acuerdo de los lápices amarillos del número 2 con la goma rosa.


Me acuerdo de

"- ¿De qué signo eres?

- Piscis.

- Lo sabía."

Me acuerdo de que me cambié el nombre por el de Bo Jainard durante una semana o así.


...

¿Seductor, verdad? ¿Pero no es eso lo que hacemos cuando nos definimos o nos damos a conocer, enunciar nuestros recuerdos más vivos o más amados? ¿No es acaso la identidad esa acumulación caótica de sensaciones, imágenes, pensamientos?

12 de abril de 2009

Leer para otros

Al hilo del estreno de la película The Reader, dirigida por Stephen Daldry y basada en la novela homónima de Bernhard Schlink (nada diré acerca de cuál de ellas resulta más intensa, conmovedora y convincente, pues es manifiesto para quienes hayan leído la novela y visto la película), querría hoy recomendarles la lectura de una obra teatral, dos novelas y un cuento que afrontan el mismo tema de la novela y la película referidas: las vicisitudes de un lector o una lectora que leen para otros en determinadas circunstancias.

Comenzaré con la obra de teatro. Se trata de El lector por horas, escrita por el dramaturgo español José Sanchis Sinisterra y estrenada en el año 1999. Es una delicia leer (o escuchar, si se asiste a la representación) los sutiles diálogos entre Lorena, la chica ciega, e Ismael, el lector contratado para leerle, a propósito de los conflictos de la vida. ¿Cómo se entienden? ¿Qué se comunican a través de los textos? ¿Qué inflexiones de voz son necesarias para otorgarle otros sentidos a lo que se está leyendo? Para averiguarlo, no hay más remedio que leer la obra.

La primera de las novelas es La lectora, cuyo autor es el escritor francés Raymond Jean. Reproduciré en este caso el comienzo de la novela:

Me presento: Marie-Constance G., treinta y cuatro años, un marido, sin hijos, sin profesión. Ayer estuve escuchando el sonido de mi voz. Era en la pequeña habitación azul de nuestro apartamento que llamamos 'la habitación sonora'. Estuve recitando versos de Baudelaire que me venía a la memoria. Creo que mi voz es más bien agradable. Pero ¿se oye uno a sí mismo?

¿Qué ocurrirá cuando Marie ponga un anuncio en la prensa ofreciéndose a leer en voz alta a quienes estén interesados? Para saberlo deberán leer la novela, claro.

La segunda de las novelas fue escrita por Sergio Álvarez, novelista colombiano, y tiene el mismo título que la anterior, La lectora. La primera frase del relato resuena como un latigazo, Me secuestraron para ponerme a leer una novela, y a partir de ahí comienza una aventura delirante y sorprendente por las calles de Bogotá, atravesadas por narcotraficantes, sicarios, prostitutas... cuyos destinos, ay, sólo podrán conocerlos si siguen leyendo las frases que siguen a esa primera: Era un viernes por la tarde. Estaba toda desprogramada porque había discutido con Juan Diego, mi novio, y después de darle un bofetón por haberme puesto los cuernos con una amiga de la universidad...

Finalmente les recomendaré un cuento de Javier Marías, uno de mis relatos preferidos. Se titula No más amores y está incluido en el volumen 'Cuando fui mortal'. No les decepcionará conocer la historia de Molly Morgan Muir, la joven señorita de compañía que envejece esperando la llegada cada tarde de un fantasma, a quien lee enamorada y sin esperanzas. La relación entre ambos, unidos por la literatura y la hermosa voz de la muchacha, es digna de leerse.

Y era durante estas sesiones cuando el fantasma de la casa hacía su aparición: cada tarde, mientras Molly pronunciaba las palabras de Stevenson o Jane Austen o Dumas o Conan Doyle, veía difusamente la figura de un hombre joven y de aspecto rural, un mozo de cuadra o de establo. ...

8 de abril de 2009

Cuento con libro 2

Como compruebo que dar a conocer cuentos en los que los lectores y los libros son los protagonistas es un buen método para promocionar a sus autores, voy a repetir la experiencia. En esta ocasión he escogido a una autora más conocida que Medardo Fraile, o, por mejor decir, más nombrada, más canónica, aunque sospecho que no tan leída como debiera. Me refiero a Clarice Lispector, la admirada (hablo de mí) escritora brasileña. Les ofrezco hoy un cuento titulado Felicidad clandestina, incluido en el libro del mismo título. La traducción es de Marcelo Cohen. Pocos textos condensan en tan pocas líneas el profundo significado emocional de la lectura, su goce casi enfermizo, los actos extravagantes que es capaz de provocar. Ese luminoso, sensual, triste y desasosegante cuento, que bien podría ser un manifiesto en favor de la felicidad y la lectura, está situado en la zona fronteriza entre la autobiografía y la imaginación, como otros muchos de la autora. Es un poco más extenso que el de la entrada anterior, pero no importa. Les aseguro que no se arrepentirán si deciden llegar hasta el final.




FELICIDAD CLANDESTINA

Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio pelirrojo. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía éramos planas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historias le habría gustado tener: un padre dueño de una librería.

No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del papá. Para colmo, siempre era algún paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos. Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como "fecha natalicia" y "recuerdos".

Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, delgadas, altas, de cabello libre. Conmigo ejercitó su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados libros que a ella no le interesaban.

Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como por casualidad, me informó de que tenía El reinado de Naricita, de Monteiro Lobato.

Era un libro grueso, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.

Hasta el día siguiente, de la alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, nadaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro.

Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, anduve brincando por las calles y no me caí una sola vez.

Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diabólico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. Apenas me imaginaba yo que más tarde, en el transcurso de la vida, el drama del "día siguiente" iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquella.

Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? No lo sé. Ella sabía que, mientras la hiel no se escurriese por completo de su cuerpo gordo, sería un tiempo indefinido. Yo había empezado a adivinar, es algo que adivino a veces, que me había elegido para que sufriera. Pero incluso sospechándolo, a veces lo acepto, como si el que me quiere hacer sufrir necesitara desesperadamente que yo sufra.

¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que no era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.

Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la mamá. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortada de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, esa mamá buena, entendió al fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera quisiste leerlo!

Y lo peor para esa mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos observaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, el viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena le ordenó a su hija: Vas a prestar ahora mismo ese libro. Y a mí: "Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras". ¿Entendido? Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: "el tiempo que quieras" es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.

¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Tomé el libro. No, no partí brincando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.

Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si ya lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire... Había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.

A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo.

Ya no era una niña más con un libro: era una mujer con su amante.

5 de abril de 2009

Cuento con libro

El cuento que sigue lo he escogido por tres razones: porque me gusta, porque es breve y cabe en esta entrada sin forzamiento, y porque me sirve para homenajear a un gran narrador de cuentos, cuya lectura recomiendo a quienes no lo conozcan. Estoy hablando de Medardo Fraile, escritor español nacido en 1925 y residente actualmente en el Reino Unido, después de haber sido profesor en la Universidad de Strathelyde, Glasgow. Sus cuentos completos, reunidos bajo el título de Escritura y verdad, han sido publicados por la editorial Páginas de Espuma.


RAFI

Tenía un libro.
Se lo había dado el padre Bonifacio hacía más de tres años.
El libro pesaba y era gordo.
En la numeración de las hojas, el número último era el 1108. Ahora se le habían aflojado las pastas y algunas hojas estaban dobladas y tenían tiesuras y manchones de Coca-Cola y mocos.
Cuando iba a ver a la señora tuerta, lo llevaba consigo.
- Mira qué aplicado es el Rafi. Mira cómo lee.
Y él sonreía con su cara matalona y pícara de niño de la calle.
Lo iba leyendo por segunda vez, poco a poco, desde hacía dos años. A veces, le buscaba un escondrijo en un solar o unas obras y, al cabo de varios días, volvía a buscarlo.
Le hablaba algunas veces.
- A ver si te acabas, gordo. Un día me harto de ti y ya no vengo a buscarte.
Lo acabó por segunda vez en un coche abollado de un garaje desierto. Sentía frío.
Apretó los ojos y, cuando los abrió, le dijo al libro:
- Gordo, ¿qué vamos a hacer ahora? ¿Empezamos de nuevo?
Miró a la tapia grasienta de enfrente, se abrazó al libro con fuerza y comenzó a llorar.

2 de abril de 2009

Gran Pinocho

Pinocho es uno de esos afortunados personajes literarios cuya significación ha traspasado los límites de las páginas del libro y ha colonizado el lenguaje común y las representaciones sociales, que es el privilegio de las grandes obras literarias. La imagen creada por Carlo Collodi, un muñeco de madera al que le crece la nariz a causa de sus mentiras, es tan sorprendente, tan poderosa, que aunque tuvo su origen en un modesto cuento para niños hoy es ya inseparable de los modos en que acostumbran a pensar millones de personas en todo el mundo.




Cuento todo esto a propósito de la inauguración hace unos días, en la localidad italiana de Collodi, de la estatua de Pinocho más alta jamás realizada. Está situada junto al parque que lleva su nombre y ha sido realizada por los carpinteros del Atelier Volet del pueblo suizo de Saint Legier.

Y doy cuenta de ello tal día como hoy, que, como saben, se festeja en todo el mundo el Día Internacional del Libro Infantil, promovido desde 1967 por el Ibby (International Board on Books for Young People).

Leer un álbum ilustrado o un libro de literatura infantil sería, por supuesto, la mejor manera de celebrarlo.