30 de noviembre de 2008

Confieso que lo he leído... o no

Para ser consecuente, yo no debía haber leído el libro que voy a comentar. Debería haberlo hojeado, entresacado algunas frases y, acaso, haber consultado en la Red algún comentario sobre el autor o sobre el libro en cuestión. Quince o veinte minutos deberían haber sido suficientes para escribir esta entrada sin que nadie dudara de mi seriedad y mis conocimientos. Si me hubiera guiado la coherencia, me habría limitado a dar cuenta del libro sin molestarme en pasar de las dos primeras páginas o, en el más incongruente de los casos, podría haber leído por encima el epílogo, que siempre suministra datos relevantes para saber más o menos de qué trata el libro. Sí, eso es lo que debía haber hecho, si es que de verdad quería homenajear al autor, Pierre Bayard, o elogiar su decisión de escribir el libro.

Pero no he sido del todo honesto y, contradiciendo los postulados del libro, he cedido a la tentación de leerlo. En mi descargo, diré que no lo he leído enteramente, de pe a pa, como suele decirse. Me he saltado algunas páginas y otras las he leído a vuela pluma, lo cual no evita un cierto remordimiento. Hablo del libro con conocimiento de causa, es decir, habiéndolo leído.

El libro que comento es un magnífico manual de imposturas. Muestra y demuestra que es perfectamente posible hablar con autoridad de un libro sin haberlo abierto jamás, sin sentirse por ello azorado o irresponsable. De la clasificación que hace el autor de las maneras de no leer (aunque ello no impida hablar de un libro), la primera de ellas, hablar sin conocer el libro, me parece la más censurable (¿pero cabe hablar en estos casos en términos de moral?). Es, sin embargo, la más común, al menos en ciertos ámbitos académicos o culturales. Lo sé por experiencia. ¿Acaso no es lo que se fomenta en los estudiantes en general y en los universitarios en particular: hablar de libros que jamás han abierto ni tienen intención de abrir? Y eso sin hablar de los profesores, cuyo comportamiento no difiere demasiado del de sus alumnos. Para Bayard lo importante en esas circunstancias, que él no censura, no es la lectura concreta, sino tener "una visión de conjunto" del mundo de los libros, lo cual permite hablar de cualquiera de ellos en relación con los otros libros. ¿Acaso no solemos incurrir en eso de "... esta novela es algo menos ambiciosa que la anterior" o en aquello de "... hay un par de poemas en el libro realmente excepcionales" o en aquello otro de "... tiene algo de Proust o me recuerda el realismo mágico de Rulfo (autores a los que naturalmente no se ha leído)?". Esa capacidad del no-lector para hablar como un lector es una virtud a juicio de Bayard. Las otras tres maneras de no leer -hablar de libros que sólo se han hojeado, de los que se ha oído hablar o de aquellos que simplemente se han olvidado- resultan más disculpables.

Las recomendaciones finales sobre las conductas que conviene adoptar en semejantes situaciones son a su vez de una utilidad indudable. Según figuran en el índice éstas serían las siguientes: no tener vergüenza, imponer nuestras ideas, inventar los libros, hablar de uno mismo. Este último consejo, siguiendo la estela de Oscar Wilde, sería a fin de cuentas el modo de actuar más coherente, el más práctico si llegara el caso de verse uno en la necesidad de hablar de libros no leídos. De hecho, como sabrán de sobra, es el más practicado.

No sé si sería conveniente afirmar que he gozado leyendo el libro. En algunas de las escenas que describe me he reconocido sin tapujos y, como el niño que es cogido en una falta, he sonreído c0n malicia y un poco de vergüenza (a pesar de las advertencias de Bayard). Por ejemplo, cuando describe el rito de las conferencias públicas, en las que alguien que no ha leído determinados libros se presta a disertar sobre ellos ante unos asistentes que tampoco los han leído aunque fingen que sí lo han hecho. ¿No les resulta familiar la escena? Al menos lo es para mí, que frecuento esos actos. Las sonrisas no han impedido, sin embargo, la pesadumbre. ("¿Y por qué pesadumbre?", diría Bayard si leyera estas palabras. "Las cosas funcionan así y hay que aceptarlo sin culpa".)

En los capítulos que componen el libro, construidos todos a partir de muy interesantes fragmentos literarios, lo que aparece ante nuestros ojos es una descripción detallada de las prácticas culturales de los no-lectores y las no-lecturas, mucho más frecuentes de lo que estaríamos dispuestos a admitir. Y aunque Bayard se refiere básicamente al ámbito académico, sus análisis son perfectamente extensibles a cualquier entorno. ¿Acaso no sucede algo similar en la Red? ¿No sobreabundan los comentarios de libros que no se han leído? ¿No se hacen pasar simples anuncios de novedades editoriales por meditados comentarios críticos? En cualquier caso, el ensayo de Pierre Bayard no es una mera denuncia de ese hecho habitual y aceptado. Es también una oblicua y certera reflexión sobre la propia lectura, sobre el sentido social de las conversaciones sobre libros, sobre las opiniones de los no-lectores, con frecuencia más certeras y creativas que las de los auténticos lectores.

(¿Qué pensarían ustedes si les confesara que en realidad no me he leído el libro y que los comentarios que anteceden son una simple patraña, una demostración de la veracidad de las afirmaciones de Bayard? Lamentablemente, si desean comprobar si hablo como lector o como no-lector deberán leer el libro por sí mismos, lo cual va en contra de la tesis defendida en el propio libro. En fin, lo dejo en sus manos.)

26 de noviembre de 2008

Presente y memoria

Por más que leo biografías o testimonios personales de lectores raramente encuentro agradecimientos a los maestros o profesores por haberlos guiado con claridad y delicadeza, por haberles dispensado consejos u orientaciones. Si me dejara llevar por esos silencios tendría que pensar que en las aulas apenas se han producido momentos felices con los libros, apenas tienen lugar experiencias literarias inolvidables. Las lamentaciones y los reproches, por el contrario, son frecuentes. Es cierto que lo que fastidia o duele se conserva en la memoria con más fuerza y al cabo del tiempo puede evocarse para ajustar cuentas con el pasado. Y es cierto también que lo satisfactorio y pródigo se da por descontado, no merece atención o alabanza. Se recuerda la sequía, pero se olvidan las lluvias puntuales del otoño. Esa evidencia, sin embargo, no explica del todo la penuria de elogios. Es un vacío que debería hacernos pensar. ¿Por qué los desafectos son más frecuentes que las adhesiones? ¿Por qué son tan escasos los recuerdos felices y el reconocimiento a la labor mediadora de la escuela? ¿Deberíamos aceptar que el sistema escolar es incompatible con el gozo de la literatura y que el disfrute de la lectura y la escritura en las aulas será siempre una excepción?

Carlos Lomas ha coordinado un libro colectivo en el que esas cuestiones se abordan con sinceridad y algo de esperanza. En él, como ante un espejo, se confrontan los recuerdos escolares de algunos escritores y las reflexiones de algunos profesores sobre la función de la literatura en la escuela.


No es luminosa la memoria literaria de las aulas, como no es loable la presencia de la literatura en la escuela. La imagen aún dominante en la literatura es la de una escuela asfixiante, enemiga de la fantasía, discriminatoria. ¿Es así, realmente, o responde a la herrumbre que provoca el paso de los días? Es difícil de saber. Bien es verdad que los testimonios que podemos leer en este libro corresponden a quienes fueron niños en el apogeo o las postrimerías del franquismo, a quienes ya pueden escribir sobre su infancia como se contempla el curso del río desde lo alto de la montaña (me pregunto si entenderán esa sombría mirada los lectores que fueron a la escuela en otros países, en otros contextos históricos, en otras sociedades). Pero esa evidencia no impide pensar que quizá exista un cierto antagonismo entre la rigidez del sistema escolar y el albedrío que exige la lectura literaria. ¿Cuál será el testimonio futuro de los niños que cada mañana veo encaminarse a las aulas, soportando sus mochilas cargadas de libros, charlatanes unos y medio dormidos otros? ¿Recordarán la escuela con igual acritud, cuando echen la vista atrás, los jóvenes que nacieron o se educaron en la democracia? No puedo asegurar nada, pero quisiera pensar que los recuerdos serán más amables, menos hostiles.

¿Y la literatura? ¿Seguirá generando en los años venideros unos recuerdos tan mortecinos y adversos como ocurre ahora y ocurrió asimismo en el pasado? Sería lamentable que nada cambiara, pero lo cierto es que la literatura continúa compareciendo en las aulas menguada y sin brillo, desfigurada por temarios desproporcionados y metodologías obsoletas. ¿No hay remedio para ese desacierto? ¿Hay acaso una incompatibilidad radical entre las rutinas de las aulas y el goce de la literatura? ¿Estamos condenados a la queja y la insatisfacción permanentes? ¿Podrá evitarse en el futuro la desafección o la indiferencia? En este asunto voy sobrado de preguntas y pobre de respuestas. Y no es por pereza o falta de análisis. Se debe, simplemente, a la constatación de que por más que se señalen los defectos y se apunten soluciones todo resulta insignificante ante el prestigio de los viejos hábitos pedagógicos y la desmesura de los programas escolares. Y ello a pesar de las incongruencias, las antipatías, las insatisfacciones en torno a la enseñanza de la literatura. Naturalmente, ignoro qué escribirán en el futuro los alumnos de hoy, pero lo cierto es que en las aulas están ahora construyendo su memoria literaria.


¿Es posible entonces otra memoria, otra pedagogía literaria? La respuesta debe ser necesariamente afirmativa. Estamos obligados a ello. De las razones para la esperanza y de algunas cuestiones más se habla en este libro.

21 de noviembre de 2008

Noticias de Elisa

Hace unas semanas les hablé de Elisa, de sus aprendizajes, de sus progresos en la escuela, de su idilio con la lectura y la escritura. Sigue feliz y entusiasta. Parte de sus conquistas están determinadas sin embargo por prácticas que suceden fuera de las aulas. Es en su hogar donde, sin afán pedagógico, se le ha ido inculcando el amor por los libros, por las historias que atesoran, por las palabras que las voces familiares le descubren. Elisa participa, al igual que su hermano Peter, en un rito nocturno y cotidiano que le causa fascinación: escuchar la lectura de un cuento antes de dormirse. Ya forma parte de los actos previos al sueño, como cepillarse los dientes o ponerse el pijama. No es necesario recordar aquí lo consabido. Escuchar leer, ser parte de la experiencia de abrir un libro y compartir sus dones, dejarse llevar por la sonoridad de las palabras, abandonarse a las ensoñaciones que provocan... son formas primarias de amar la lectura y de apropiarse de la escritura. Son modos de conocer que resultan indistinguibles de los modos de vivir. Por eso seduce tanto a los niños esa relación temprana con el alfabeto, porque cifra los enigmas del mundo, pero también de sus sentimientos y sus deseos. Y ese descubrimiento los atrae y los alienta a dominarlo.

He aquí algunos de los libros favoritos de Elisa.

Uno de ellos es
Tú grande y yo pequeño, escrito e ilustrado por Grégoire Solotareff. A Elisa le complace mucho la relación entre el león y el elefante, las transformaciones que sufren ambos, las diferentes perspectivas en que los coloca el paso del tiempo. Uno es pequeño, pero puede ser grande; lo grande hoy, puede ser pequeño mañana.


Los cuentos contenidos en Historias de ratones de Arnold Lobel los ha escuchado numerosas veces, pero eso, lejos de cansarla, la estimula. Sigue queriendo que se lo lean. Ahora le gusta adelantarse a lo que va a llegar, completar las frases o los diálogos de los personajes, contar las historias a medias con su madre. Hace tiempo que se sabe el libro de memoria, pero en ello reside su placer.


Otro de sus libros preferidos es ¡Qué bonito es Panamá! de Janosh. La historia de amistad y cooperación que protagonizan el pequeño oso y el pequeño tigre es maravillosa, ciertamente. Los dos pequeños aventureros por tierras ignotas siguen poblando su imaginación.


En estos días, Elisa está entregada a las peripecias de un personaje inolvidable, Miguel, el niño travieso salido de la imaginación de Astrid Lindgren, creadora de otro personaje igualmente memorable, Pippa Mediaslargas. Sus aventuras la tienen seducida.

Sí, la aproximación a la lectura y la escritura comienza con la voz materna o paterna. Es el oído por donde penetran los primeros asombros, las primeras revelaciones. Y así parece entenderlo Elisa.

16 de noviembre de 2008

Una pregunta necesaria e incómoda

Invitado amablemente por su directora, Mar Campos, quise plantear y debatir públicamente en los Cursos de Otoño de la Universidad de Almería una pregunta que me acucia: ¿Leer nos hace mejores? No es para mí una cuestión insignificante y sé que no admite una respuesta breve o elemental, pero su formulación permite afrontar un asunto del que rara vez se habla abiertamente pese a estar en el centro de uno de los debates contemporáneos más apremiantes. Me refiero al empeño en que los ciudadanos en general, y los niños y los jóvenes en particular, lean. ¿Por qué esa obsesión? ¿Qué se persigue en realidad con tanta insistencia? ¿Por qué andamos todo el día lamentando lo poco que se lee? ¿Cuál es el objetivo social de esa práctica? ¿En qué piensan en realidad los profesores que amonestan a sus alumnos por su poco amor a los libros, los ministros y consejeros autonómicos que promueven campañas de fomento de la lectura y los publicistas que las diseñan, los periodistas que culpan a los poderes públicos de los paupérrimos índices de lectores, los pedagogos y expertos académicos que asisten a congresos y escriben libros sobre la materia, las instituciones públicas y privadas que redactan documentos y convocan seminarios para analizar el futuro de la lectura? No tengo una respuesta clara, pero a veces me da por pensar que muchos de los actores de los discursos vaporosos e inconsistentes que circulan sobre la lectura han reflexionado poco sobre las consecuencias de sus reivindicaciones.

Observo, sin embargo, que esa pregunta, ¿la lectura nos hace mejores?, provoca desconcierto y a menudo incomodidad, pues obliga a pensar en ella de un modo poco complaciente, comprometido. Es bueno leer, se afirma, y un eco universal reproduce el veredicto por todos los rincones del planeta. Pero la mayoría de las veces no se deriva de ahí ningún argumento, ninguna justificación. Observo que hay no poco pensamiento mágico en esa afirmación, pues se da a entender que por el mero hecho de abrir un libro ocurre "algo", un "algo" por lo general benéfico y definitivo. Parece como si se esperara un prodigio, como si el simple contacto con los libros provocara los efectos favorables que uno le supone al agua de los balnearios o al aire puro de las montañas. Todos sabemos, sin embargo, que no sucede así. Entonces, ¿qué queremos decir en realidad cuando afirmamos que es necesario leer?

Si la respuesta fuese meramente instrumental, es decir, si la pretensión básica fuese formar lectores competentes y autónomos, nada habría que comentar. Ese objetivo es primordial e incontestable. Leer ayuda a desarrollar las capacidades cognitivas elementales para comprender los complejos textos contemporáneos, de modo que eso no puede ser objeto de discusión. Estoy convencido, sin embargo, de que no es esa evidencia la que mueve la reclamación universal de lectura. Hay algo más, algo que late en el fondo de esa demanda y que no siempre se explicita.

Confieso que una feliz emoción me sacude siempre que veo por la calle a personas con ramos de flores en las manos, con violines o clarinetes, con libros. Pienso que son gestos pacíficos, civilizadores. Pero el placer de ver a gente porteando libros o instrumentos musicales no parece suficiente pretexto para defender la lectura o los conciertos sinfónicos. Si todo se limitara a la satisfacción de contemplar esos gestos amables no harían falta costosas campañas de promoción ni, por supuesto, estarían injustificadas las lamentaciones y las histerias por su escaso aprecio. Bastaría con alentar el transporte de objetos culturales, aunque ese esfuerzo estuviera desprovisto de un más profundo sentido. Y tampoco parece convincente la idea de que leer ayuda a pasar gratamente el tiempo, a entretenerse. Algo, por lo demás, obvio. En ese caso, igual valdría un iPod, un periódico o un cuaderno de crucigramas y sudokus, con lo que de paso nos ahorraríamos discursos catastrofistas, advertencias amenazantes, voluminosos estudios, mucho dinero.

Mi impresión es que, aun cuando no se diga abiertamente, incluso aunque haya personas que lo nieguen, la apología pública de la lectura esconde la idea de que leer puede mejorarnos de algún modo, puede hacer que las vidas individuales y las experiencias colectivas sean más gratas, menos bárbaras. Y si eso es así (¿para qué si no tanto desasosiego, tanto esfuerzo?), es necesario entonces pensar y hablar de otro modo del acto de leer. Es lo que trato de hacer cuando formulo esa pregunta a mis interlocutores, a sabiendas de que con ella puedo alterar las aguas calmas de la corrección política y de que corro el riesgo de ser confundido con los neutrales paladines de los "valores" (¿de qué valores se habla: la obediencia o la rebeldía, el patriotismo o el cosmopolitismo, la fidelidad tribal o los derechos humanos?) o con los beatíficos promotores de las lecturas piadosas y edificantes. No tengo mucho que ver con ese género de apologistas. Por lo que a mí respecta, la cuestión es bien sencilla: ¿puede contribuir la lectura a la conciencia ética de los lectores? O formulada de otro modo: ¿puede aportar algo la lectura a la reflexión moral de la sociedad? No es necesario que me recuerden que todo depende de los textos, de la manera de leer, de las intenciones de la lectura... Todo eso lo sé, lo cual no evita que, de entrada, afirme que la lectura puede hacernos mejores. El reto sigue siendo cómo lograrlo.

Se publica ahora en España un libro de un incisivo filósofo norteamericano, Stanley Cavell, que con anterioridad había escrito sobre el mismo asunto unas reflexiones bien interesantes (puede leerse al respecto su obra La búsqueda de la felicidad). El libro al que me refiero tiene un título muy próximo a nuestras preocupaciones, El cine, ¿puede hacernos mejores?, y, en efecto, para el profesor emérito de la Universidad de Harvard la pregunta no es gratuita ni simple. Se trata a su juicio de interrogarse seriamente sobre si el cine puede ayudar a la educación y la inteligencia de una cultura o, dicho de otro modo, a la comprensión que una cultura tiene de sí misma. Pues en ello estamos.

12 de noviembre de 2008

Hablar de libros

En el seminario que en torno a los grupos o clubes de lectura organiza en otoño y desde hace tres años la Fundación Francisco Ayala, y cuya coordinación comparto con la profesora Andrea Villarrubia, hemos hablado mucho sobre los comportamientos de los lectores y su inclinación a compartir con otros sus lecturas. Ese intercambio de pareceres es algo nuevo y antiguo a la vez. Antiguo en tanto que el deseo de conversar sobre los libros leídos es consubstancial al hecho mismo de leer y tiene antecedentes bien lejanos; nuevo porque la organización y extensión de los grupos de lectura es, al menos en España, una práctica aún adolescente.

Una de las cuestiones debatidas en esta ocasión fue el modo más apropiado de hablar sobre los libros. No es una cuestión intrascendente. Muchos lectores se sienten reacios a participar en un club de lectura porque consideran que serían incapaces de manifestar sus opiniones ante otros lectores, pues creen que no poseen el lenguaje adecuado para tal circunstancia. Resulta lamentable ese retraimiento. No es grato comprobar que personas que leen con asiduidad tengan la conciencia de que es necesario dominar un léxico especializado para hablar públicamente de sus lecturas. Cuando eso ocurre es preciso reconocer un cierto fracaso. Ello significaría que se ha asentado la idea de que únicamente el método académico de comentar un libro es el correcto, el deseable. Indicaría asimismo que se acepta sin resistencia el sinsentido de que quien escribe lo hace pensando preferentemente en los filólogos y los críticos literarios, dado que serían ellos lo únicos capacitados para valorar sus textos. El lector común sólo sería entonces un actor secundario, un convidado ignorante. Sé que esos prejuicios tienen hondas raíces y que resulta muy dificultoso extirparlos.

Si queremos sin embargo enaltecer la experiencia de leer debemos proclamar de manera inequívoca la capacidad de todos (y no sólo el derecho) para hablar confiadamente de sus lecturas. El lenguaje cotidiano también sirve para dar cuenta de una práctica cultural que, por encima de cualquier otra consideración, tiene como objetivo ir al encuentro de las palabras que alguien tramó para revelar un mundo íntimo, incomparable y a menudo confuso. Y las emociones o reflexiones o evocaciones que un lector tenga al leerlas pueden ser expresadas con el lenguaje del que se sirve en otros momentos para pedir el pan en la panadería, mostrar su indignación ante los atropellos de un alcalde, dialogar con los hijos o expresar su contento ante el trabajo bien hecho. Aceptar que términos como conmovedor, insoportable o devorar son tan expresivos como connotación, leitmotiv o textualidad es la primera condición para que nadie se sienta excluido de la complicidad de la lectura. Es justamente la conversación en torno a un libro lo que puede ensanchar las percepciones, ramificar los conocimientos, desvelar nuevos modos de nombrar los placeres.

La literatura a veces puede decir esto mismo con más sutileza y más encanto. Reproduzco un breve cuento de Mario Benedetti a este propósito. Pertenece a su libro Despistes y franquezas.


Lingüistas


Tras la cerrada ovación que puso término a la sesión plenaria al Congreso Internacional de Lingüística y Afines, la hermosa taquígrafa recogió sus lápices y papeles y se dirigió hacia la salida abriéndose paso entre un centenar de lingüistas, filólogos, semiólogos, críticos estructuralistas y desconstruccionistas, todos los cuales siguieron su garboso desplazamiento con una admiración rayana en la glosemática.
De pronto las diversas acuñaciones cerebrales adquirieron vigencia fónica:
- ¡Qué sintagma!
- ¡Qué polisemia!
- ¡Qué significante!
- ¡Qué diacronía!
- ¡Qué exemplar ceterorum!
- ¡Qué Zungenspitze!
- ¡Qué morfema!
La hermosa taquígrafa desfiló impertérrita y adusta entre aquella selva de fonemas.
Sólo se la vio sonreír, halagada y tal vez vulnerable, cuando el joven ordenanza, antes de abrirle la puerta, mumuró casi en su oído: "Cosita linda."

7 de noviembre de 2008

Recordatorio

No estoy muy seguro de que quien debiera leer estas palabras de manera prioritaria pueda o vaya a hacerlo. Resulta abrumador aceptar que al destinatario natural de tu escritura le resulte casi imposible darse por enterado, recibir el mensaje. Y no me estoy refiriendo a alguien desaparecido, pero sí a alguien que progresivamente se aleja, se ausenta. Es ese lento, implacable distanciamiento el que nos derrota a todos. Me dirijo a alguien que fue un gran poeta, que es un permanente amigo.

¿Es? ¿Fue? Qué difícil es encontrar en estos momentos el exacto tiempo verbal. 'Es' porque aludo a alguien que vive, se alimenta, camina, duerme, está... 'Fue' porque en todo lo que habitó y lo modeló -la escritura, la docencia, las conversaciones, la escena...- hace algún tiempo que ya no está con la vivacidad que le corresponde. Somos testigos de un abandono que no depende de la voluntad personal, que no puede ser impedido por fármacos o palabras, que se va produciendo sin fragor ni tregua, despiadadamente, como una sucesión de pequeños cataclismos neuronales que van derrumbando poco a poco los recuerdos, los íntimos gestos, los antiguos aprendizajes elementales. Quedará su obra, se consuelan a veces los amigos, y es cierto que quienes quieran en el futuro historiar el encuentro del flamenco con otras músicas o la exaltación poética de los gitanos en España deberán mencionar sin remedio Camelamos naquerar o Penar Ocono, pero esa certidumbre no evita la tristeza.

Ayer, el departamento universitario al que pertenezco decidió proponer la candidatura de José Heredia Maya al Premio Internacional de Poesía Federico García Lorca. Fue una demostración de reconocimiento, de recordatorio. La solicitud no será tenida en cuenta, eso ya lo sé, lo cual no rebaja su sentido moral, su valor de homenaje público.

Copio aquí un poema perteneciente al último libro publicado por José Heredia Maya, Experiencia y juicio, como acto de admiración, de renovación de afectos.


ADHERENCIAS

Te han dicho que te quieren con locura,
y ha sido un golpe bajo, la verdad.
No estabas preparado. La inocencia
en estas horas te sorprende. Luego,
cuando quizás sobre la tarde suba
la lluvia y la tristeza de nivel
puede ser que recuerdes cuando, libre
el tiempo, ibas subiendo hasta la cumbre
altiva del misterio y de la duda. La duda
con la fe se vierte en dogma,
pero el misterio permanece activo
y multiplica y repta y anda y muerde
los talones y cae sobre ti
sin fe. Gravitatorio aplasta y sigue.

Te han dicho que te quieren con ternura
y ha sido un golpe bajo, creo yo.
Es planta, la ternura, de otra era
geológica -ser fosilizado-
pero a veces respira, es la verdad.
La ternura sorprende cuando llega
-no, nadie la esperaba- su visita
es puntual y caprichosa. Nadie
es un adverbio intemporal de dudas
y la ternura sí. ¿No lo comprendes?
Afirman que te quieren y adjetivan,
revisas los tratados más remotos,
no se da ese recurso en la sintaxis
contigua y yuxtapuesta con la vida.

Te ha dicho que te quiere una mirada,
mensaje claramente comprensible.
El sabor de la música en los ojos
y el olfato te evitan adherencias
de adverbios -siempre- y adjetivos. Toda
gramática de culpa queda ausente
de unos ojos que miran y desean.

5 de noviembre de 2008

Pequeña memoria recobrada

Llega a mis manos un libro muy deseado. Se titula Pequeña memoria recobrada y es el fruto póstumo de la escritora Ana Pelegrín. Ya di noticia de su muerte en una entrada anterior, En recuerdo de Ana, y lamentaba allí que no hubiera alcanzado a ver tan espléndida obra.

El libro responde al empeño de Ana en hacer visible la obra de los escritores e ilustradores españoles de libros infantiles que, tras la Guerra Civil española, tuvieron que exiliarse y continuar su labor en los países que los acogieron. Como ha sido corriente en España, el trabajo de los trasterrados, de quienes se vieron forzados a cruzar fronteras perseguidos por el terror y la muerte, sigue sin reconocerse como merece y aún cuesta mucho esfuerzo incorporar sus nombres y sus obras al relato común de nuestra historia literaria y nuestros cánones artísticos. Esa injusticia, que continúa afectando a tantos hombres y mujeres de la diáspora, dolía a Ana Pelegrín de modo intenso y quiso repararla a su modo. Durante años fue rescatando aquí y allá los libros infantiles editados por ellos en Argentina, México, Cuba, Puerto Rico..., sobre los cuales se cernía la amenaza de la ignorancia y la desaparición. Algunos de esos volúmenes exiliados se reproducen ahora en el catálogo que acompaña al libro. La generosa colaboración que Ana Pelegrín recibió de María Victoria Sotomayor y Alberto Urdiales para culminar ese ambicioso proyecto merece el mayor de los reconocimientos.

Hay obras que adquieren sentido antes incluso de ver la luz. Este libro es uno de esos casos. El mero hecho de hacer memoria es uno de los más admirables actos de ciudadanía, pues 'hacer memoria' no es sólo evocar, sino construir y afianzar una equitativa narración pública. Y lo cierto es que cuando se habla de la historia de la literatura infantil española suele ignorarse a quienes escribieron y dibujaron en otras geografías, en otras atmósferas, aunque nunca olvidaron a qué tierra, a qué lenguas, a qué pasados pertenecían. Recordarlos es una obligación ética para quienes piensan que la memoria mutilada o desfigurada es una afrenta colectiva. Ésa fue, desde el comienzo, la voluntad de Ana Pelegrín.


La mayor virtud de los trabajos que componen el libro -el teatro infantil, las imágenes de los libros para niños, la labor cultural de las Misiones Pedagógicas, las obras de los escritores silenciados que quedaron en España tras la guerra...- reside en que contribuyen a capitular la siempre ofensiva historia de los exilios. Porque además de los desterrados hubo otra clase de exiliados: los que sin abandonar su tierra se vieron proscritos y silenciados, otra forma cruel de alejamiento. Ése fue, por ejemplo, el caso Hermenegildo Lanz, excelente profesor, grabador, pintor, escenógrafo, marionetista, fotógrafo..., del que he hablado en este libro con el mismo sentimiento de desagravio con que han escrito los demás colaboradores. Pienso que con este libro se reparan un poco más las viejas desgarraduras.

2 de noviembre de 2008

Gente que lee V

"Cualquiera que sea su forma -poema, novela, drama, biografía, ensayo-, la literatura vuelve comprensibles las miríadas de formas en las cuales los seres humanos hacen frente a las infinitas posibilidades que ofrece la vida. Y siempre buscamos algún contacto estrecho con una mente que expresa su sentido de la vida. Y también siempre, en mayor o menor grado, el autor ha escrito a partir de un esquema de valores, de un marco social o incluso, quizá, de un orden cósmico. [...] ¿Qué ocurre, entonces, en la lectura de una obra literaria? El lector, haciendo uso de su experiencia pasada con la vida y con el lenguaje, vincula los signos sobre la página con ciertas palabras, ciertos conceptos, ciertas experiencias sensoriales, ciertas imágenes de cosas, personas, acciones, escenas. Los significados especiales y, sobre todo, las asociaciones ocultas que estas palabras e imágenes tienen para el lector individual determinarán, en gran medida, lo que la obra le comunica a él. El lector aporta a la obra rasgos de personalidad, recuerdos de acontecimientos pasados, necesidades y preocupaciones actuales, un estado de ánimo específico del momento y una condición física particular. Éstos y muchos otros elementos, en una combinación que jamás podrá repetirse, determinan su fusión con la peculiar contribución del texto".


Louise M. Rosenblatt, La literatura como exploración