30 de octubre de 2008

Lo que dicen las cosas (conclusión)

Las cosas, en efecto, constituyen una de las puertas más anchas y franqueables de ingreso en la literatura. Es seguro que cada lector guarda en su memoria cuentos, poemas o fragmentos de novelas en los que las cosas poseen un protagonismo relevante. Bastaría con escoger alguno de esos textos y presentarlos a continuación de los relatos de los participantes (en mi caso, los alumnos) para hacerles comprender la contigüidad que existe entre sus vidas y el vasto territorio de la imaginación literaria. Yo me sirvo de algunos de ellos.

Hace casi una década, el escritor Paul Auster participó en un proyecto admirable de la Radio Pública Nacional estadounidense. En lo que posteriormente se llamó Proyecto Nacional de Relatos, Auster se encargó de coordinar las respuestas que los oyentes de todo el país dieron a una proposición de la emisora de radio: enviar relatos verídicos y breves sobre sus vidas. Es decir, escribir y hacer públicas historias reales que bien pudieran ser una ficción. Cada mes, Auster se encargaría de leer en el programa
Weekend All Things Considered algunas de las historias enviadas. En palabras del escritor "todos nosotros sentimos que tenemos una vida interior. Todos sentimos que formamos parte del mundo y que, sin embargo, vivimos exiliados en él. Todos ardemos en las llamas de nuestra propia existencia. Necesitamos palabras para expresar lo que hay dentro de nosotros". Los oyentes no desaprovecharon la oportunidad que se les brindaba y los relatos comenzaron a llegar de modo masivo e inmediato.

Las historias eran realmente conmovedoras y deslumbrantes, pero a la vez efímeras, pues sólo florecían en el breve lapso de su lectura a través de los micrófonos. Para remediar esa desventaja, Auster, finalizada la experiencia radiofónica, decidió prolongar su existencia a través de un libro.
Seleccionó 179 de las cuatro mil historias que llegaron a la emisora y las publicó con el título Creía que mi padre era Dios, llevando hasta la portada el título de uno de los relatos incluidos en él. Recomiendo fervientemente su lectura. La desgastada afirmación de que leer ayuda a entender y apreciar a los seres humanos adquiere pleno sentido en las páginas de ese libro.

Pues bien, una de las secciones del libro se denomina, precisamente, Objetos, y como indica su nombre recoge algunas historias en las que las cosas desempeñan un papel preponderante: una antigua vajilla de porcelana extraviada en una mudanza y encontrada azarosamente en un mercadillo muchos años después; el reloj que un soldado lleva pertinazmente consigo durante la guerra y el cautiverio posterior como un signo de supervivencia y de recuerdo de su madre que se lo regaló; la fotografía que descubre repentinamente la inquilina de una casa de alquiler y que representa a los antiguos moradores, uno de cuyos miembros está en ese momento y por casualidad en la casa de enfrente participando en una boda; la cadena con una estrella de David perdida en el mar y descubierta diez años más tarde en el escaparate de una joyería... La vida de la gente ofrece en esos relatos su rostro más enigmático, más inaprensible, más asombroso. Mis alumnos escuchan esas historias con la sensación de que sus nombres habrían podido figurar sin dificultad en el índice de ese libro. Les invito entonces a escribir sus relatos pensando en esa posibilidad.

Tal vez no fuera necesario ir más lejos. Que la vida y la literatura son consanguíneas queda irrebatiblemente demostrado. Pero, ya adentrados en ese territorio, ¿por qué no seguir aventurándose en él? Entonces, una oda de Pablo Neruda (a los calcetines o al diccionario, por ejemplo) o un relato de José Jiménez Lozano (sobre las gafas de leer de la abuela o el viejo espejo de la casa), un poema de José Antonio Muñoz Rojas (al paraguas o las llaves perdidas) o un fragmento de alguna obra de Georges Perec (Las cosas o La vida instrucciones de uso, por ejemplo, en las que tan manifiesta es la meticulosidad del autor por describir los objetos que forman parte de la vida cotidiana), pueden conducir al corazón mismo de los ensueños poéticos de la humanidad.

Lo que comenzó como un simple y tímido relato de la propia vida a través de un anillo, un peluche o un pañuelo acaba siendo un hermanamiento feliz con la literatura, que aparece así próxima a sus experiencias, deseable y emocionante. Ése era el objetivo.

Esto es todo cuanto quería contarles sobre el lenguaje de las cosas.

28 de octubre de 2008

Lo que dicen las cosas (continuación)

En efecto, la alumna abre su mochila y extrae de ella... un enorme muñeco de peluche.

Pudiera esperarse, dado el carácter público del acto y el ámbito académico en que se desarrolla, que hubiera extraído algún objeto más aristocrático, más deslumbrante: un libro antiguo o una vieja entrada al Museo del Louvre, por ejemplo. Pero no. Ella ha cumplido estrictamente la consigna: "Traed a clase un objeto significativo en vuestras vidas, al que os sintáis unidos de un modo intenso". Y ese peluche cumple fielmente los requisitos. Las sonrisas iniciales de sus compañeros van transformándose en sorpresa y felicidad a medida que la dueña va desgranando la historia del muñeco, cuenta las circunstancias en que llegó a sus manos, describe los lugares en los que ha estado depositado, muestra las marcas que el paso del tiempo ha dejado en su piel. Por lo general, todos quedan conmovidos. Descubren cuánta memoria puede atesorar un simple objeto.

Y entonces comienza la celebración. Ya nada los para. Uno muestra un anillo que le regaló su abuelo poco antes de morir a modo de despedida, otra muestra una fotografía de sus amigas tomada unos días antes de separarse de ellas para ir a estudiar a otra ciudad, otra se coloca la nariz de payaso que siempre lleva consigo para darse ánimos cuando está decaída, otro enseña la pinza cauterizante del cordón umbilical de su primer hijo, otra muestra el diario que escriben a cinco manos ella y cuatro compañeras, otra exhibe la carta que le escribió su primer amor adolescente, otro muestra el llavero que perteneció a su padre ya fallecido, otra muestra el libro que su madre le leía antes de acostarse cuando era niña, otro despliega la kufiyya palestina que le regaló un íntimo amigo, otra ondea el delantal que le regaló una tía como signo de inicio de una nueva vida independiente, otra muestra el reloj que le regaló su hermano a modo de reconciliación, otro enseña una caracola que recogió en un inolvidable viaje al mar, otra habla del frasco de pastillas del que no se separa jamás pues de él depende su vida en caso de una crisis de su enfermedad, otro muestra la primera pluma que le regalaron en un cumpleaños y con la que aún sigue escribiendo, otra muestra la primera máquina de fotografías que llegó a sus manos, otra toca el acordeón que la acompaña esté donde esté...

La vida se despliega ante ellos con toda su plenitud y belleza.

Este breve muestrario de historias basta para hacer ver que al término de esa ceremonia, y una vez han hablado en voz alta de sus objetos, los alumnos comprenden que todos poseen historias dignas de contarse y que esas historias están depositadas en las cosas que los rodean, los acompañan y conforman sus vidas. Por el atento silencio con que han escuchado las narraciones de sus compañeros percibo que se han dado cuenta de que las "cosas lo dicen todo", que los objetos mostrados son portadores de melancolías, tristezas, felicidades, amores, esperanzas, dudas..., que todos ansían saber más e ir más lejos, que gracias a esos minúsculos objetos compartidos han descubierto la cara oculta y más auténtica de sus compañeros.

Durante ese tiempo se han reído, algunos han lagrimeado, se han mirado de otro modo, todos se han sentido contentos, curiosos y cómplices. Y por lo que luego dicen sé que han entendido que sus muñecos, pulseras, monedas, gafas, espejos, zapatillas, cascabeles... dan testimonio de una pertenencia, homenajean a seres amados, sostienen la memoria, afirman identidades, vinculan a lugares. Ese simple descubrimiento es el don que se ofrecen mutuamente.

Pero, ¿y la literatura? ¿En qué momento se hace presente? ¿Cómo se engarzan esas emociones y esos relatos con los poemas y las novelas? ¿Cómo hacerles migrar desde sus mundos interiores hacia las anchas regiones de la imaginación poética? Sé que los discretos lectores de este blog ya habrán trazado por sí mismos las rutas que emplearían para conducirlos a los textos. En su mente habrán comenzado a pergeñar sus propios procedimientos para enaltecer la literatura. Podría, por tanto, no continuar la narración y dejar a cada cual con sus ensoñaciones. Sin embargo, me parecería descortés dejar inconclusa esa experiencia, de modo que la culminaré mostrando lo que yo hago.

Pero, dada la extensión de esta entrada, y a fin de no cansar a los ocupados lectores (ya me gustaría creer que todos merecen el calificativo que Miguel de Cervantes dedicó a los suyos en el prólogo al Quijote), dejo para el próximo día la terminación del relato.

26 de octubre de 2008

Lo que dicen las cosas

Nunca resulta fácil explicar el sentido profundo de la literatura y menos aún a jóvenes alumnos universitarios atiborrados de interpretaciones historicistas, informaciones biográficas y nomenclaturas espurias. A menudo es una tarea titánica lograr que se deshagan de las ideas pedestres que atesoran como verdades prestigiosas e intocables: la literatura sirve para expresarse mejor, para leer con fluidez, para adquirir cultura, para evitar las faltas de ortografía, para incrementar el vocabulario, para evadirse... Esa roma concepción de la lectura está tan arraigada en sus conciencias, les resulta tan indudable, que hay que actuar como el restaurador de un viejo cuadro: paciente y delicadamente hasta quitar la pátina de prejuicios y errores.

Hace ya algunos años descubrí un modo sutil y eficiente de afrontar esa tarea. Me inspiró un poema de Pablo Neruda, Oda a las cosas, que forma parte de su libro Navegaciones y regresos. Como saben, Neruda era un enamorado de las cosas, que coleccionaba de un modo abrumador y obsesivo. En realidad, a él le gustaba definirse como 'cosista' antes que como coleccionista. Su residencia de Isla Negra es un testimonio escenográfico de esa pasión. Mascarones de proa, botellas de vidrio, caracolas, relojes, mariposas e insectos, figurillas de barro, máscaras, estribos, instrumentos musicales... ocupan todas las habitaciones de la casa en una promiscuidad armónica y asombrosa. Esa oda no es sino un canto a las cosas que le fascinaban, desde las minúsculas a las supremas, desde las naturales a las creadas por manos humanas, desde las toscas a las aterciopeladas. Visitar sus casas es como transitar a la vez por un museo, un baratillo y un almacén de utilería teatral.

La última estrofa de ese poema me abrió el camino.

Oh río / irrevocable / de las cosas, / no se dirá / que sólo / amé / los peces, / o las plantas de selva y de pradera, / que no sólo / amé / lo que salta, sube, sobrevive, suspira. / No es verdad: / muchas cosas / me lo dijeron todo. / No sólo me tocaron / o las tocó mi mano, / sino que acompañaron / de tal modo / mi existencia / que conmigo existieron / y fueron para mí tan existentes / que vivieron conmigo media vida / y morirán conmigo media muerte.

'Muchas cosas me lo dijeron todo': qué afortunado hallazgo. Las cosas, en efecto, son reveladoras, pueden ser el germen de una admirable narración. Me di cuenta de que si quería hacer ver a mis alumnos el significado nuclear de la escritura literaria debía partir de su propia experiencia, de su propia memoria, de sus propias emociones. ¿Y qué mejor modo para lograrlo que hacerles contar una historia personal a partir de algún objeto que formara parte de su más recóndita intimidad? Así pues, en los primeros días del curso, y mientras se las ven con textos de Jerome Bruner, Bruno Bettelheim o Martha C. Nussbaum acerca del sentido de la literatura, les pido a los alumnos que lleven a clase alguna cosa que consideren preciada y significativa y a la que se sientan unidos sentimentalmente. No deja de turbarles la petición, más todavía cuando les anuncio que deberán narrar ante sus compañeros el porqué de su elección y el valor que ese objeto tiene para ellos.

Pudiera pensarse que, dadas sus inseguridades y sus pudores, el día fatídico fijado para la actividad de narración los alumnos prefieren ausentarse a pasar el mal trago de hablar públicamente de su propia vida, de sus modestos recuerdos. Pero puedo asegurar que nunca ha habido deserciones u olvidos. Más bien al contrario.

El día señalado se percibe siempre una soterrada tensión, un rumor temeroso y expectante. Se colocan en círculo, se enfrentan unos a otros. ¿Quién comenzará? Una mano se alza al fin. Las miradas se dirigen a la audaz compañera (las alumnas suelen ser las más decididas) y la envuelven con su silencio. Ella, mientras tanto, ha abierto su mochila y lentamente extrae...

[Para no cansar a los lectores con una explicación muy extensa prefiero interrumpir aquí el relato y continuarlo en una próxima entrada. Disculpen las molestias]

21 de octubre de 2008

Imagino que... (respuesta a Sfer)

Hace unos días, en la entrada "El canon de Laila", tuve la osadía de solicitar la colaboración de los lectores para que dijeran qué libros harían leer a un personaje como el imaginado por J. M. G. Le Clézio en El pez dorado si fuesen ellos los autores de una novela. Afirmaba allí que los libros que leía Laila en la citada novela constituían una suerte de canon elaborado por el autor de acuerdo con sus experiencias y sus expectativas. Un lector amigo se atrevió a incrementar ese posible canon con la recomendación de un libro que desconocía, pero que ya tengo entre manos. Otra lectora amiga, Sfer, en una hábil pirueta dialéctica, me devolvía la pregunta y me incitaba/invitaba a responder yo mismo la cuestión que planteaba a los demás. Dudé si darme por enterado del desafío, pero finalmente comencé a pensar qué haría yo si se diera el caso. Pero para evitar una larga disquisición en el apartado de comentarios decidí trasladar hasta aquí la respuesta. Doy cuenta, pues, de lo que supongo que ocurriría si llegara a encontrarme en la misma situación que Le Clézio.

Imagino que comenzaría anotando en mi cuaderno de apuntes los nombres de aquellos escritores que me gustaría que mi personaje (pongamos una joven llamada Laila, solitaria, dubitativa y ansiosa de cambiar) pudiera leer. Los anotaría con la satisfacción de ver juntos a algunos de los autores que me han regalado momentos de gozo, alguna revelación, algún pensamiento nuevo, alguna emoción duradera. Los juntaría para comprobar la larga lista de amistades que uno ha ido gestando a lo largo de los años, pero sin olvidar que luego habría que seleccionar, reducir de modo drástico, decir adiós injustamente. La mera enumeración ya sería, sin embargo, un motivo inmenso de felicidad. Al fin y al cabo, cualquier lista de ese tipo no es otra cosa que el reflejo de nuestro pasado y la proyección de nuestros deseos. Y supongo también que en el fondo expresaría lo que uno espera de la literatura, de la lectura.

Comenzaría con presteza por los novelistas. ¿Todos? No, claro. Sería una hazaña imposible. Ahí se presentaría el primer escollo. ¿A quiénes incluir, a quiénes excluir? Primera duda seria y primera decisión dolorosa. Lo más probable es que decidiera entonces mencionar sólo a autores más o menos contemporáneos: J. M. Coetzee, Alice Munro, Juan Carlos Onetti, Leonardo Sciascia, Juan Marsé, Julio Cortázar, Carson McCullers, Italo Calvino, Cormac McCarthy, Manuel Vázquez Montalbán, Gabriel García Márquez, Iris Murdoch, Miguel Delibes, Jorge Luis Borges, Philip Roth, Isak Dinesen, Juan Rulfo, Antonio Pereira, Natalia Ginzburg, Eduardo Zúñiga, Primo Levi...

Imagino que a esas alturas comenzaría a sentir una especie de vértigo y malestar. Estaría en los prolegómenos y ya percibiría los remordimientos de la traición y la imposibilidad de la empresa. "Zoquete" -me diría-. "No has hecho más que empezar y ya estás angustiado. ¿Para qué te has metido en semejante fregado? Busca una excusa y abandona". ¿Pero cómo iba a ser capaz de abandonar? Me consolaría pensando que más tarde llegaría la selección y que no importaba tanto la enumeración inicial como el recorte final. Me prometería a mí mismo ser inflexible y dejar reducida la lista a cuatro o cinco nombres. Proseguiría entonces anotando, aunque ya con menos brío...

... Eduardo Mendoza, Yasunari Kawabata, Augusto Monterroso, Clarice Lispector, Enrique Vila-Matas, Graham Greene, Mario Vargas Llosa, Virginia Woolf, Patrick Modiano, Julio Llamazares, Juan García Hortelano, Naguib Mahfuz, Carmen Martín Gaite, Adolfo Bioy Casares, Rafael Sánchez Ferlosio, Joyce Carol Oates, Luis Landero, Margaret Atwood, Rafael Chirbes,
Imre Kertész...

Imagino que un escalofrío me paralizaría de pronto. Tendría la amarga sensación de estar sufriendo el castigo de Tántalo y que cuanto más me acercara al fruto más inaccesible aparecería. Pensaría que si publicaba algo semejante quedaría expuesto a la burla de un modo irremediable, pues estaría ofreciendo antes que nada un catálogo de insuficiencias. Lo mejor sería parar. Trataría entonces de convencerme de que lo que estaba haciendo era ridículo. "Se trata de enumerar algunos autores que sean representativos, indudables. Nada más",
me diría sin convicción. Corría el riesgo, en efecto, de acabar haciendo un inventario de biblioteca, una exhibicionista demostración de lecturas. "Basta", pensaría entonces. "Con lo que he escrito es suficiente".

¿Y ya está? Me remordería entonces la conciencia. ¿Cómo no nombrar a Albert Camus, Bertold Brecht, William Faulkner, Amos Oz, Cristina Rivera Garza, Kenzaburo Oé, Javier Marías, Lawrence Durrell, Cynthia Ozick, W. G. Sebald...?

Imagino que daría fin a la, en principio, alegre tarea con una sensación de fracaso y malhumor. Me parecería que lo que acababa de hacer era una suerte de manual de carencias. ¡Faltarían aún tantos escritores! Pero me convencería de inmediato: "Ya me justificaré luego si alguien me afea un olvido fundamental o algún amigo escritor, con más o menos sorna, me reprocha que no lo incluyera en ese precipitado y ficticio canon".

¿Y poetas? ¿No incluiría a ninguno? Nuevo dilema. Habría que mencionar a algunos, por supuesto. Así que vuelta a empezar...

... Alejandra Pizarnik, José Hierro, Anna Ajmátova, Antonio Gamoneda, Mario Benedetti, Marina Tsvetáieva, Ángel González, Wislawa Szymborska, Federico García Lorca, Rainer Mª Rilke, Antonio Machado, Ingeborg Bachmann, Jaime Gil de Biedma, Silvia Plath, Octavio Paz, Vicente Aleixandre, Fernando Pessoa, Pablo Neruda...

¿Y libros de ciencia? ¿Por qué habría que limitar las lecturas de Laila a narraciones o poemas? Sería interesante mencionar algún texto científico de carácter divulgativo. Por ejemplo, Cosmos de Carl Sagan, o La historia más bella del mundo de Hubert Reeves y sus colegas, o incluso algunas biografías y autobiografías de mujeres científicas: Memorias de juventud de Sofía Kowalewskaia, Elogio de la imperfección de Rita Levi Montalcini, La vida heroica de María Curie de Eva Curie. Sí, sería sumamente oportuno.

¿Y cómo no le haría leer algunos libros de historia? Sí, claro. Sería conveniente añadir entonces algún libro de Mary Vollstonecraft o Betty Friedan, algún texto sobre los derechos humanos, algún informe sobre las dictaduras latinoamericanas...

¿Y filósofos? ¿No habría que incluir algunos ensayos de pensamiento y filosofía: Elías Canetti, Fernando Savater, Bertrand Russell, Noam Chomsky, Hanna Arendt...? Sin duda alguna. Sería imperdonable el olvido.

Y desde luego sería importante incluir alguna mirada crítica sobre el mundo de nuestros días por parte de periodistas y viajeros como Ryszard Kapuscinski, Bruce Chatwin o Michael Ignatieff. También, claro.

¿Y álbumes ilustrados de literatura infantil? Sin duda.

¿Y tebeos? Naturalmente. [Consultar títulos con Silvia Fernández]

¿Y...?

Imagino que, llegado a este punto, haría una pausa y anotaría con letras mayúsculas en el cuaderno:

IMPROBABLE EPISODIO. DEMASIADO COMPLICADO. MEJOR LIMITARSE A ESCRIBIR ALGO ASÍ COMO...


Durante aquellos días de soledad e incertidumbre, Laila descubrió una pequeña biblioteca en el barrio donde habitaba. Allí se refugió y allí tuvo la oportunidad de leer de modo intenso y caótico numerosos libros de literatura, filosofía, historia, ciencia... que la ayudaron a tomar conciencia de sí misma y de su desamparada situación en el mundo. Siempre recordaría aquellos días de enclaustramiento con una sensación de dulzura y transformación, de abandono sigiloso de una casa largo tiempo habitada, con cuidado de no hacer ruido con la puerta, con la vista puesta en la luz titubeante del amanecer.


Sí, imagino que escribiría eso, con alivio, con culpa.

19 de octubre de 2008

El lector tiende la mano

Hoy he vuelto a recordar estos versos de Evgueni Evtuchenko:

"Con amarga vergüenza recordarán
nuestros descendientes
-cuando hayan vencido la infamia-
aquellos tiempos
extraños
en los que
a la simple honradez
llamaban valentía..."

Me han venido a la memoria a propósito de la situación personal del escritor italiano Roberto Saviano, autor, como saben, del libro Gomorra, un implacable desmenuzamiento de los sucios negocios y los impunes delitos de la Camorra napolitana, cuyos jefes han decidido asesinarlo. A causa de esa amenaza Saviano vive escondido, protegido por guardaespaldas, obligado a una vida insegura e invisible. Escribir, una vez más, ha resultado un riesgo, una inmolación imprevista e involuntaria.

Saviano corre ahora la misma suerte que sufren otros escritores, señalados por clérigos fanáticos, dictadores sanguinarios, gobiernos autoritarios o, simplemente, grupos económicos poderosos (Salman Rushdie, Claudia Anthony, Sergei Solovkin, Taslima Nasrim, Orhan Pamuk, Yang Tongyan...). En su caso ha sido una banda mafiosa y criminal, infiltrada en los estamentos del Estado, corruptora de políticos y policías, la que persigue eliminarlo, ante la estupefacción de los ciudadanos rectos y la impasibilidad de las autoridades italianas. Y no olvidemos que en España, la banda terrorista ETA tiene amenazado, entre otros, a Fernando Savater, que también ha de moverse permanentemente escoltado.

Los versos de Evtuchenko, aunque escritos en otro tiempo y en otro contexto (la lucha de los disidentes en la Unión Soviética), siguen siendo iluminadores. Sorprende y enoja que el simple gesto de fijar algunas frases en un papel o teclear unas palabras en una pantalla se convierta en un riesgo, transforme en héroes a quienes lo hacen. Indigna mucho más, sin embargo, que eso ocurra ante el mutismo o la indiferencia social.

Cuando escribir pone en peligro la propia vida del escritor, leer es un grito contra el silencio, un acto de resistencia, una suerte de abrazo.

(He colocado en el blog un enlace con una de las plataformas que se han creado en Italia para mostrar la solidadridad con Roberto Saviano y exigir su protección)

15 de octubre de 2008

El puente, la historia

Estos días, mientras leía las noticias sobre las elecciones municipales en Bosnia y la persistencia de las divisiones étnicas y culturales, me ha venido a la memoria la novela Un puente sobre el Drina de Ivo Andric. Es inevitable esa sombra. El relato es una demostración manifiesta de la potestad iluminadora de las ficciones. Su lectura proporciona un conocimiento tan profundo, tan transparente, de los conflictos históricos de Bosnia y Herzegovina que nadie queda indiferente tras cerrar el libro. Al término de la novela, los lectores tienen la sensación de que saben más no sólo sobre la naturaleza humana, sino sobre el pasado de Europa y las guerras de nuestros días. Gracias a las historias de unos personajes imaginados con pasión y compasión entienden sucesos de la Historia que a menudo resultan inconcebibles e inabarcables.

¿Es esa la razón por la que algunos historiadores de relevancia, como es el caso de Carlo Ginzburg, recomiendan fervientemente a sus colegas que lean novelas?

La respuesta de Ginzburg tiene que ver con el efecto que él denomina 'extrañamiento', esto es, la posibilidad de evitar un riesgo al que todos estamos expuestos: el de dar por descontada la realidad, el de no dudar ante lo 'evidente'. La literatura, en efecto, permite observar el mundo con ojos sorprendidos, hace que se comprendan mejor las experiencias de los comunes e invisibles protagonistas de la historia, presta atención a los ínfimos detalles y a las vidas concretas que los documentos suelen ignorar. Historia y ficción no son la misma cosa, pero historiadores y novelistas contribuyen cada cual a su modo a crear conocimiento.

No me cabe la menor duda de que eso es cierto leyendo novelas como
Un puente sobre el Drina. Ivo Andric se sirve del puente construido por los turcos en el siglo XVI en la localidad bosnia de Visegrad para contar con suma delicadeza la agitada historia de ese hermoso y castigado territorio europeo. El puente es el testigo, el escenario, el pretexto de una narración que transcurre a lo largo de cuatro siglos y afecta a multitud de vidas. Si alguien duda de la potestad cognoscitiva de la literatura debería leer esa novela. Entendería de un modo preciso el origen de muchos odios, el porqué de tantos enfrentamientos. Y al acabar de leer tendría la sensación de haber recibido el testimonio de un superviviente, los recuerdos de un memorioso protagonista.

Andric ensambla su propia imaginación con las leyendas, las canciones populares, los acontecimientos históricos, las tradiciones orales de Bosnia... de una manera tan sutil que logra construir un espacio inolvidable de 'verdad'. Las vidas de todos los comerciantes, militares, rebeldes, mesoneras, campesinos, borrachos, maestras, sacerdotes, funcionarios, vagabundos, estudiantes... que cruzan o se dan cita en el puente son como teselas de un arcaico mosaico cuya minuciosa reconstrucción permite a los lectores una visión integral y emotiva de ese territorio fronterizo entre oriente y occidente, atravesado por una difícil mixtura cultural, lugar de confrontación entre antiguos imperios. Nuestro hoy se comprende mejor leyendo la crónica de ese ayer enrevesado y convulso.


(La fotografía de Zdravko Radosavljevic ha sido obtenida en la siguiente dirección: http://picasaweb.google.com/zdravko.radosavljevic/MokraGora#5096313809882924722)

11 de octubre de 2008

El canon de Laila

"Así que busqué otro lugar y encontré una biblioteca de barrio por la zona del Museo de Arqueología. Era una biblioteca muy pequeña, sólo tenía unas mesas muy grandes de lectura y unas sillas muy viejas y muy pesadas. Estaba abierta todos los días, salvo el domingo y el lunes, aparte de los estudiantes de liceo, que venían a hacer sus deberes a la salida de clase, no había casi nadie. Durante unos meses, pude leer allí todos los libros que quise, al azar, sin ningún orden, dejándome llevar por la fantasía. Leí libros de geografía y de zoología, pero sobre todo novelas, Nana y Germinal de Zola, Madame Bovary y Tres cuentos de Flaubert, Los Miserables de Victor Hugo, Una vida de Maupassant, El extranjero y La peste de Camus, El último de los justos de Schwarz-Bart, El deber de la violencia de Yambo Uologuem, El niño de arena de Ben Jellum, Pierrot, amigo mío de Queneau, El clan Morembert de Exbrayat, La isla de las gaviotas de Bachellerie, La Billebaude de Vincenot y Moravagine de Cendrars. También leía traducciones, como La cabaña del tío Tom, El nacimiento de Jalna, Mon petit doigt m'a dit, Los santos inocentes o Primer amor de Turgueniev, que me gustaba mucho. Fuera todavía apretaba el calor, pero dentro de la biblioteca hacía fresco y estaba todo muy tranquilo, tenía la impresión de que allí nadie vendría a buscarme. En ella conocí al señor Ruchdi, que había sido profesor de francés en un liceo. Cuando me cansaba de leer y salía al jardincito polvoriento que había delante de la biblioteca, el señor Ruchdi venía a fumarse un cigarrillo y a charlar conmigo. No me preguntó nada, pero creo que le intrigaba verme leer tantos libros. Me dio algunas indicaciones, me dijo lo que debería leer primero, me habló de los grandes autores, de Voltaire, de Diderot, y también de los autores modernos como Colette y de la poesía de Rimbaud, que yo no entendía, pero que me parecía muy hermosa. El señor Ruchdi era pobre, pero elegante, con su traje marrón siempre muy bien planchado, su camisa blanca y su corbata azul oscuro. Fumaba demasiado, su bigote gris estaba amarillento por el tabaco, pero me gustaba mucho su forma de sujetar el cigarrillo, entre el dedo pulgar y el dedo índice, como si señalara algo con una regla."


Quien así habla es Laila, una joven marroquí oriunda de una aldea del sur del país. Raptada cuando tenía seis años y vendida posteriormente a una anciana sefardí, Lalla Asma, que se convierte en su 'abuela' y protectora, pasa su infancia encerrada en una casa de Rabat. Es Lalla Asma quien la instruye, le enseña a leer y escribir y contar, le habla de la religión y de la vida. La muerte de la 'abuela' la hace recalar en un fondac, donde Laila intima con las 'princesas' que allí ofician como prostitutas. Antes de emigrar clandestinamente a Francia, donde transforma su vida, Laila conoce la cárcel, la explotación, la miseria, el desprecio... Es en los días de mayor desamparo cuando Laila encuentra refugio en una pequeña biblioteca de barrio. Y donde lee los libros reseñados más arriba.

Laila es la protagonista de la novela
El pez dorado de J. M. G. Le Clézio.

Lo que me llama la atención del episodio de la biblioteca que narra el autor es la lista de libros que hace leer a la protagonista. No es una lista improvisada. De la misma manera que al hablar en una entrada anterior de este blog de los libros que leyó en su infancia David Copperfield, el personaje principal de la novela del mismo nombre escrita por Charles Dickens, refería que esas lecturas revelaban el pensamiento de una época pero asimismo los gustos y las opiniones del propio autor, también ahora esa lista que Le Clézio elabora es reflejo de sus aficiones y de sus intereses. La pluralidad de libros que hace leer a Laila muestra su pensamiento acerca del significado y la influencia de la lectura. Desde novelas históricas a relatos policíacos, pasando por narraciones del éxodo judío o la humillación de campesinos españoles, el canon que ofrece Le Clézio a través de su personaje da que pensar.

Sería interesante conocer la opinión de los lectores al respecto. Admito que me gustaría saber qué libros le harían leer, cuáles serían los autores que considerarían más significativos, qué títulos de la literatura clásica incluirían en la lista,
si quienes se asoman a este blog se vieran en el trance de describir a un personaje como Laila en una novela propia.

9 de octubre de 2008

Poesía y lectura V


Si oteo mi pasado sólo avisto
recuerdos agradables de películas
y libros. La ficción y personajes
asumidos por mí como algo propio.

Y sueños inventados que sembraba
para segar amor, gloria y dinero.

Cual si mi vida real hubiera sido
la vida no vivida por mi cuenta.
Cuando he debido hacerlo por mí mismo
todo ha salido mal. Y aún mal me sale.


José María Fonollosa,
Destrucción de la mañana


Ocurre que la vida puede ser tan aciaga, tan malograda, tan incongruente a veces, que sólo en las ficciones se encuentran el orden y el sentido necesarios. Ocurre que la experiencia humana puede ser tan dolorosa e ininteligible que las afinidades únicamente se encuentran en las experiencias simuladas de la literatura y el cine. Ocurre que los anhelos pueden resultar tan estériles que sólo en las fantasías se encuentran la serenidad y la justificación. ¿Pero quién se atreve a reprobar la desesperanza? ¿Quién queda a salvo de los alivios de la ficción? ¿Quién, habiendo conocido la desdicha, puede censurar a otros su refugio en las vidas noveladas?
Erraríamos si sólo viésemos en los versos de Fonollosa las premoniciones de un poeta suicida. Pienso que él habla en nombre de todos y se dirige a todos los que de un modo continuado o fugaz han sentido la sombra de la derrota. Y porque conocía bien sus fracasos reales se reconocía en la coherencia de los personajes ficticios. Leer, como ver películas, puede ser por ello una manera consoladora y cierta de vivir.

6 de octubre de 2008

Las lecturas de un zoquete

¿Qué hace que un zoquete, en el sentido más categórico del término, acabe convertido en un cualificado profesor y en un novelista de éxito?

A responder a esa pregunta está básicamente destinado el libro Mal de escuela de Daniel Pennac. Y no es un relato de ficción, sino unas memorias convertidas en un ensayo sobre el aprendizaje, pues el zoquete en cuestión es el propio Pennac. El libro, recomendable por muchas razones, lo es sobre todo porque demuestra que aun el más obtuso y reacio de los alumnos puede salir de su marasmo y "llegar a ser algo" (debo advertir a quien no haya leído el libro que esa expresión, al igual que la palabra "zoquete", está transcrita literalmente). Escrito con la descarnadura y la modestia de quien se sabe triunfante pero estuvo a punto de ser un fracasado, el relato es una descripción minuciosa y compasiva de los hitos de su redención. Me gustaría detenerme en el primero de ellos. Cuenta el autor:

"Por aquel entonces, yo ignoraba que la lectura iba a salvarme.

En aquella época, leer no era la absurda proeza que es hoy. Considerada como una pérdida de tiempo, con fama de perjudicial para el trabajo escolar, la lectura de novelas nos estaba prohibida durante las horas de estudio. De ahí mi vocación de lector clandestino: novelas forradas como libros de clase, ocultas en todas partes donde era posible, lecturas nocturnas con una linterna, dispensas de gimnasia, todo servía para quedarme a solas con un libro. Fue el internado lo que despertó en mí esa afición. Necesitaba un mundo propio, y fue el de los libros. En mi familia, yo había visto, sobre todo, leer a los demás: mi padre fumando su pipa en el sillón, bajo el cono de luz de una lámpara, pasando distraídamente el anular por la impecable raya de sus cabellos y con un libro abierto sobre las piernas cruzadas; Bernard, en nuestra habitación, recostado, con las rodillas dobladas y la mano derecha sosteniendo la cabeza... Había bienestar en aquellas actitudes. En el fondo, fue la fisiología del lector lo que me impulsó a leer. Tal vez al comienzo solo leí para reproducir aquellas posturas y explorar otras. Leyendo me instalé físicamente en una felicidad que aún perdura".


Sigue luego una enumeración de aquellas lecturas inaugurales, absolutamente plurales, absolutamente libres. Por sus manos pasaron Andersen, Dumas, Lagerlöf, Tolstoi, Dickens, Emily Brontë, Stevenson, London... Y también muchos tebeos. Y fue esa diversidad lo que fue asentando el gusto y el deseo. Pero aún hubo un factor más determinante, más elemental, en aquella afición:

"La primera cualidad de las novelas que llevaba al colegio era que no estaban en el programa. Nadie me preguntaba. Ninguna mirada leía aquellas líneas por encima de mi hombro. Mis autores y yo permanecíamos solos. Al leerlos yo ignoraba que estaba cultivándome, que aquellos libros despertaban en mí un apetito que iba a sobrevivir incluso a su olvido. Esas lecturas de juventud concluyeron en cuatro puertas abiertas a los signos del mundo, cuatro libros de lo más diferentes pero que tejieron en mí, por razones que en parte me siguen resultando misteriosas, estrechos vínculos de parentesco: Las amistades peligrosas de Laclos, A contrapelo de Huysmans, Mitologías de Barthes, y Las cosas de Perec".

A su salvación contribuyeron no sólo las lecturas, sino cuatro profesores concretos -uno de francés, uno de matemáticas, una de historia y uno de filosofía- que lograron lo que nadie hasta ese momento: provocar una metamorfosis liberadora. En el caso que nos ocupa, aquel profesor de francés que tuvo Pennac a los catorce años inició el cambio de un modo tan sencillo como atrevido. Se dio cuenta de la capacidad fabuladora de aquel alumno zoquete y la utilizó a su favor: lo exoneró de las tareas escolares a cambio de que le entregara semanalmente un capítulo de una novela que había de redactar a lo largo del trimestre. La única condición impuesta es que debía entregarla sin faltas de ortografía.

"No creo haber hecho progresos sustanciales en nada aquel año, pero por primera vez en toda mi escolaridad un profesor me concedía un estatuto; existía escolarmente para alguien, como un individuo que tenía una línea que seguir y que la podía aguantar duraderamente. Enorme agradecimiento hacia mi benefactor, claro está, y aunque fuese bastante distante, el viejo caballero se convirtió en el confidente de mis lecturas secretas".

Así comenzó todo. Y por si aún quedan escépticos que enarcan las cejas cuando hablamos de la redención de la lectura, el ejemplo de Pennac viene a testimoniar que esa ambición no es una quimera, no es palabrería de literatos. Leer consuela y alienta y transforma, a cambio de que no hagamos de ese acto una amenaza, una carga o una rutina desangelada y recluida.

3 de octubre de 2008

Los caminos de Elisa I

Ésta es Elisa.

Elisa tiene 6 años y un hermano, Peter. Ambos tienen un gato al que han llamado Silma.

Hace unos meses, a propósito de una reflexión sobre los comienzos de la escritura en los niños, adjunté un texto de Elisa para ejemplificar ese proceso. Cuando escribió su hermoso cuento, Elisa tenía tres años y medio. Su determinación era manifiesta.


Desde entonces su aprendizaje continuó. Fue dibujando, dibujando, dibujando...


... y alcanzando todas las etapas que los niños recorren hasta aprender a leer y escribir: las escrituras continuas y onduladas, el lento aislamiento de las grafías del alfabeto a partir sobre todo de las letras de su nombre, la diferenciación entre letras y números...

Su nombre, que es la primera palabra que los niños suelen aprender a escribir, ha estado omnipresente en estos años.










Hace un año, y de modo espontáneo, realizó a lo largo de una tarde una tarea titánica. Comenzó a copiar concentrada y minuciosamente el cuento que en ese momento le estaban leyendo en la escuela,
El dragón Danilo. Lo más portentoso es que el texto del cuento estaba escrito con letra minúscula y Elisa lo copió con letra mayúscula, demostrando así, de modo oblicuo, que a su modo y en silencio había logrado dominar las correspondencias entre letras minúsculas y mayúsculas. No dejo de asombrarme.

En el mes de julio de este año le hizo un regalo a su padre. Comenzaba a ensayar las minúsculas.

Luego, el verano, con su sensitiva sucesión de juegos y revelaciones, aminoró sus conocimientos. Dejó de practicar y olvidó un poco lo que había aprendido.

Hace unas semanas comenzó la educación primaria en el colegio público del pueblo donde reside. Está feliz. Aún habla de la escuela como un lugar de diversión y conocimiento. Muestra lo que hace diariamente con un sentimiento de orgullo y afirmación personal. Ya juzga sus antiguos trabajos como el vestigio de un tiempo casi ajeno: "Eso lo hice cuando era pequeña". Ahora está en la fase de dominar la correspondencia entre fonemas y grafemas y ha comenzado a reparar en la ortografía. Lee con soltura algunas palabras y se enfada si los adultos muestran impaciencia o le corrigen algún error. Tiene conciencia de que sabe hacer las cosas bien y no le gusta que los demás no la entiendan.

He pensado que sería interesante mostrar la aventura cognoscitiva de Elisa en este primer año de entrada en la enseñanza primaria. Lo hago, no obstante, con la sensación de estar invadiendo un espacio íntimo, vulnerable. Pero al mismo tiempo sé que mostrar ese acontecimiento es un acto de celebración, de elogio a todos los niños que con más o menos esfuerzo alcanzan el dominio de la escritura. Al mismo tiempo es una alabanza de la labor de sus maestras y sus maestros. Siento una gran admiración por la inteligencia y la confianza de los niños. Si se hacen las cosas bien esa conquista los colma de felicidad. Cuando consulté a Elisa la posibilidad de dar cuenta periódica de sus trabajos se mostró conforme. Cuando le apetezca se asomará a este blog y sus padres le leerán lo que voy escribiendo.

Ése es mi propósito: ir dando noticias de los progresos de Elisa. Sé que la culminación de ese aprendizaje es uno de los momentos capitales en la vida de los niños, y lo será por supuesto en la de Elisa, y quiero ofrecer la oportunidad de asistir a ese prodigio con los ojos abiertos, emocionados, admirativos.